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mujer era soberbia, altiva, pero en silencio admiraban sus
conocimientos, su sensibilidad por lo que, bajo tierra, carecía
de interés para ellos.
El piso de la Catedral estaba abierto de punta a punta,
como si alguien perverso lo hubiera hecho explotar. Era un
escenario extraño: carretillas cargadas de argamasa, adoquines
desparramados, palas removiendo la tierra húmeda, picas
cavando profundos zanjones alrededor de las columnas.
Aquel ámbito de polvo y ácaros constrastaba con la belleza
del altar y los imponentes vitrales que ella ordenó cubrir con
lonas de tres pisos de alto. Ya en el techo se podía apreciar el
maravilloso tejido en madera descubierto por el terremoto,
cuando los ladrillos que lo ocultaban se vinieron abajo. Allá
la luz era distinta, como tocada por el misterio de un ángel
rebelde.
Los gritos y silbos de los obreros humanizaban el ambiente.
De vez en cuando un martillo caía de los andamios, rozando
peligrosamente las cabezas blindadas de los auxiliares. Los
primeros restos habían sido encontrados en el flanco izquierdo
del piso de la Catedral, dos años después del terremoto; todo
un acontecimiento para la comunidad, al que luego se sumó el
descubrimiento de las piezas materiales de un pasado reciente,
con algo de lustre. La directora de la reconstrucción y alma de
la obra, había leído en textos del siglo XIX, que bajo aquellas
piedras existían los restos de una ciudad antigua, fundada
quizá en mil quinientos y tantos, pero era difícil dar crédito a
esa historia, si no hallaban pruebas. Ante los más escépticos
Sara defendía el proyecto diciendo que habían partido de una
intuición, pero que con cada hallazgo la intuición se revelaba
en prueba. Como era obsesiva y tenía buenas relaciones con
las autoridades de la ciudad, Hilda había conseguido que le
aprobaran un presupuesto nada despreciable para contratar
historiadores y arqueólogos. Un día de noviembre la ciudad
se enteró de que la Catedral era otra cosa y que esa otra cosa
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