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A Sara le molestaban las presiones de Hilda, la directora
de la reconstrucción de la obra. La sabía frívola, interesada,
pero también reconocía su lugar. Le fastidiaba la vanidad
de los ingenieros y le enfurecía la intromisión de la prensa,
de los camarógrafos que no dejaban de acosarla, cada vez
que su tropa anunciaba un nuevo hallazgo. Desde hacía tres
meses se trabajaba en dos turnos, día y noche. Lo peor era la
relación con los interventores, pues cada hallazgo implicaba
un retraso en la obra. Los interventores decidían si podían
seguir excavando o no. Eso sí, la responsabilidad de una y otra
situación recaía sobre ella, la arqueóloga con cara de virgen
dolosa y cola trenzada, que metía su respingada nariz en todo,
decía uno de los ingenieros más jóvenes, como si en verdad le
gustara y la quisiera en su intimidad.
La habían contratado por su experiencia en el campo de la
reconstrucción. La Catedral de Nuestra Señora de la Pobreza
estaba en camino de convertirse en lo que fuera en el siglo XIX,
con sus trabajos en madera de comino, sus pisos originales, las
latas que le dieron fama e hicieron que la llamaran la Catedral
de las Latas, sus ábsides y naves, sus óleos y esculturas. Lo
otro era la leyenda del lienzo estampado con una curiosa
imagen religiosa. Había sido contratada para eso, para hacer
de un lugar de peregrinación, un sitio vuelto a la historia, al
mito de la fe. Si no hubiera sido por el cuidado de uno de los
obreros que le avisó a tiempo, los ingenieros hubiesen dado la
orden de rellenar la zanja. Los obreros pensaban que aquella
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