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con él, lograron pasarle un colchón y una almohada e incluso
le filtraron una plata que él distribuía entre los soldados
para que se volaran a comprar dulces. Hubo momentos en
que algunos soldados se quitaban la camisa del uniforme,
se quedaban en camiseta y le entregaban casco y fusil para
que los metiera debajo del colchón mientras regresaban. En
una ocasión, hasta el comandante del batallón lo confundió
con un soldado de guardia y lo subió en un jeep cuando se
lo encontró en la carretera que conducía a la colina, con las
bolsas de chicharrones y papas en sus manos.
Luego lo trasladaron a la cárcel de Armenia donde permaneció
diez meses, hasta que acabó el Estado de Sitio. Cuando llegó a
la cárcel creyó que le iban a robar las dos bolsas que sostenía
en sus manos. Pero ni siquiera un solo preso se le acercó.
Había llegado escoltado por un camión lleno de ejército y
eso fue suficiente. Los guerrilleros lo recibieron como a uno
de los suyos. Ya en la celda que le fue asignada como a un
“compa” de privilegio, lo primero que hizo fue quemar las
bolsas plásticas.
D. M. lo había señalado a él para evitar que un comandante de
la guerrilla, que se alojaba en la casa de éste, cayera. Y en su
lógica había creído que él saldría más fácil del enredo. Si no lo
mataron fue porque en las calles de Pereira mucha gente había
protestado durante el tiempo de su desaparición.
Aún hoy, cuando va a los almacenes de cadena, se pregunta
cuál de las dos formas de padecer el agotamiento del aire
puede ser peor: la toalla o la bolsa, y una fuerza instintiva lo
conduce hacia los estantes de los utensilios de aseo. No puede
evitarlo, tampoco deja de leer y releer las advertencias que
traen impresas las bolsas plásticas.
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