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ubicada en lo alto de una pequeña colina en el interior del
Batallón. En los alrededores deben estar las caballerizas, el
polígono y las canchas de fútbol. En otro tiempo había sido
un casino de suboficiales, luego había servido para muchas
cosas, y en ese momento, servía como sala de operaciones
encubiertas. Los del B-2 tal vez le han cedido su puesto al
grupo de soldados que montaba guardia alrededor.
Escucha de nuevo ruidos, ¿estará otra vez alucinando? Ya no
quiere pensar, sólo dormir, dormir.
–¿Quiere gaseosa y galleta?
La voz del soldado le parece lejana, incierta.
El uniformado levanta suavemente la capucha y vierte en su
boca un sorbo de una gaseosa con olor a manzana; luego le
hace morder un pedazo de galleta de tienda, espolvoreada con
azúcar y anilina rosada. Alguna vez de niño las había probado.
Es el más grande manjar que haya saboreado en su vida. El
soldado por fin le suelta las manos y se va. Después regresa
con una aguja e hilo para que remiende lo poco que le queda de
sus pantalones. Hace lo que puede, los dedos están morados.
Al rato el soldado se hace acompañar de otros que le llevan
unas dos grandes porciones de arroz en un recipiente blanco
esmaltado; también unas treinta papas cocidas y cuatro latas de
sardinas. De sobremesa le llevan unos diez litros de aguapanela
en otro recipiente esmaltado del mismo color. En una bolsa
plástica le ocultan dos panes para la noche. Luego de ingerir
los panes, por más que lo intenta, no puede despegar los ojos
de la bolsa.
Allí estuvo una semana más, sin esposas, sin capucha y sin
quitarle la vista a la bolsa en la que los soldados le envolvían
los dos panes para la noche. Cuando los compañeros del
sindicato por fin lo ubicaron, hicieron todo para contactarse
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