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Ya perdió la cuenta de los días que lleva sin comer. Sólo le han
quitado la capucha para ponerle la bolsa, pero hace rato que
no lo hacen. Un poco más y hubiese dicho lo que fuera, con
tal de evitar esa ausencia de aire que lo hace gritar y suplicar.
Cuando estaba sucio lo lavaban con un chorro de agua, pero
ya ni siquiera eso. Hace tiempo que tampoco arremeten con
los golpes. Aunque las voces y alucinaciones continúan ahí,
es como si los torturadores nunca hubiesen existido. Como si
todo hubiese sido una horrenda pesadilla.
–¡Aquí tienen un detenido!
Cree una vez más que está alucinando, pero de nuevo
escucha.
–¿Desde cuándo está aquí?
Es una voz, ¿será real?
–¿Qué día es hoy?
–Sábado.
Si, si, es real. Se queda en silencio por un largo rato.
–Entonces llevo una semana –habla en voz alta, para sí
mismo.
El silencio otra vez se prolonga.
–¿Y le han dado comida?
–No, nada.
Está tirado sobre el suelo y huele a estropajo. La voz le
confirma que está en la Milésima, un lugar del que muchas
veces le habían hablado. Una especie de casa abandonada,
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