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su pie derecho en el borde de la defensa trasera del carro,
empujó con toda su angustia y los cuatro fueron a parar al
suelo. Los hombres se aferraron aun más a sus brazos y los
golpes arreciaron hasta que acabó por rendirse.
Todavía en el asfalto lo esposaron y casi al instante lo metieron
al campero y emprendieron la fuga. De inmediato lo cubrieron
con una capucha y luego sintió en su boca el metálico frío de
un cañón de arma corta. Después de haber rodado por el suelo
se comportaba como una fiera domesticada. Más cuando los
tres hombres comenzaron a llamarlo “compañero”. Su cabeza
ya sólo oscilaba al vaivén de las cerradas curvas y los brincos
desmedidos del vehículo. El arma estaba fría, muy fría. Desde
que se la introdujeron en la boca había apretado los párpados
esperando el tiro de gracia. No sabía qué era peor, si las
náuseas que le producía el cañón en su garganta o las voces
que le seguían llamando “compañero”.
–¡Ojo con el de la moto! –alcanzó a escuchar, y eso le llegó
hasta el alma. Pero al rato desapareció el ronroneo de la moto y
fue peor su desconsuelo. Ya en la silla, donde lo habían tirado,
llegó a creer que aquellas palabras habían sido una ilusión.
Levantó su cabeza e intentó mirar por debajo de la capucha,
pero sólo logró ver el piso y un pedazo raído del sillón en el que
se encontraba sentado. De pronto escuchó el ruido cercano
de la turbina de un avión. Había sido un descubrimiento
alentador. El Batallón estaba al lado del aeropuerto, invadido
por un montón de barrios periféricos.
Cuando los tres hombres regresaron estaba casi en la misma
posición, esposado con las manos atrás.
–¿Dónde está L. V.?, ¿Es del M–19? ¿Y los comandantes del
EPL? ¿Dónde están las armas?
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