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–¡Yo le cargo los bultos, comandante!<br />

–¿A cambio <strong>de</strong> qué? —le preguntó aquél, aunque ya todos<br />

conocían la respuesta.<br />

¡Usted sabe! —gritó aún más fuerte.<br />

Muy pronto, en los treinta y dos frentes, rodó la bola <strong>de</strong> que<br />

había aparecido un pen<strong>de</strong>jo, y ahí había comenzado todo. No<br />

había <strong>de</strong>jado <strong>de</strong> recriminarse un solo instante <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que se le<br />

había medido al asunto. Luego <strong>de</strong> La Putana <strong>de</strong>bía <strong>de</strong>sgajarse<br />

entre los <strong>de</strong>sfila<strong>de</strong>ros <strong>de</strong> La Cuchara, don<strong>de</strong> unos hombres<br />

forrados <strong>de</strong> blanco le recibían los bultos y procesaban <strong>de</strong> a<br />

puchitos el inestable explosivo. Cada bulto <strong>de</strong>bía transportarlo<br />

sobre sus espaldas, haciendo uno o dos viajes por jornada y sin<br />

la ayuda <strong>de</strong> bestias, ante el temor <strong>de</strong> que cualquier movimiento<br />

brusco <strong>de</strong> la temible carga lo pulverizara. Lo peor era que<br />

<strong>de</strong>bía inhalar los gases <strong>de</strong>l explosivo, porque éste, a lo sumo,<br />

se podía forrar en bolsas <strong>de</strong> nailon. En La Cuchara sólo se<br />

quedaba a recuperar el aliento, para luego apurar el día y subir<br />

<strong>de</strong> nuevo, si las lluvias lo permitían. Aquellos <strong>de</strong>sfila<strong>de</strong>ros<br />

eran el fortín <strong>de</strong>l 9º: cuevas repletas <strong>de</strong> armas, laboratorios y<br />

mucho dinero.<br />

Ese día, subiría el último bulto y se largaría. No había huido<br />

por el temor a que el comandante se ensañara con su padre,<br />

pero ante todo porque era hombre <strong>de</strong> palabra, y su palabra era<br />

lo único que le quedaba. No se había robado la plata, eso lo<br />

sabía él y el comandante, pero éste lo había inculpado.<br />

Ya había enfilado hacia La Putana. Era cuestión <strong>de</strong> una hora<br />

más, y ya: libre para siempre. ¿Qué haría <strong>de</strong>spués? No estaba<br />

seguro. Abajo, por si acaso, creerían que aún quedaba por<br />

subir otra carga, pues había tenido el cuidado <strong>de</strong> camuflar<br />

arena fina como si fuera un bulto más <strong>de</strong> explosivo. Todo era<br />

cuestión <strong>de</strong> a<strong>de</strong>lantársele al comandante, en caso <strong>de</strong> que algo<br />

saliera mal.<br />

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