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Hasta aquí la historia o leyenda. Años después, en una de mis
solitarias pesquisas por archivos y puertos, me encontré en
Maracaibo con un viejo colega, trashumante y excéntrico, no
menos soberbio, al que le relaté esta crónica, no sin antes él
referirme otras tantas del mismo calibre y brío. No sé cómo
llegamos hasta la leyenda de Mentola y su mujer. Pasada la
media noche, entre el colegaje y un buen anisado, él por fin
se animó a extraer el ajado folio de un documento que se
deshacía al solo contacto. Aquella revelación me permitió
desanudar esta historia.
Contaba la crónica del manuscrito original y censurado de
fray Pedro de Aguado, en un párrafo que además fue tachado
y nunca trascrito por los siguientes cronistas –la inferencia es
del viejo colega–, que por la época en que Mentola, pobre y
enfermo, se moría a cuenta gotas por el postrer veneno de
aquella flecha, apareció un hombre, con su misma cara, ropajes
de indio, rizos largos de fuego, cabeza dura y redonda, y tan
bello y fiero, que se perdió la cuenta de la cantidad de cargueros
que por la ruta de la sal y de las esmeraldas atravesaron sus
ponzoñosas flechas.
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