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Más hijo de puta eres tú, piensa la mujer. Gira el rostro hacia
la ventana buscando la corriente húmeda del valle. Por el
retrovisor ve las luces de dos camperos que la encandilan. La
vía empieza a congestionarse. Cuánto daría por estar en el
gimnasio, relajarse en el sauna y soñar. Porque la mujer sueña.
Y mucho. Y en sus sueños el hombre que la sacó de la miseria
y le dio gusto y la reconstruyó y la llevó de luna de miel por un
crucero en el Caribe ya no existe. Existen otros, más jóvenes,
más exóticos, más atrevidos en la cama.
–Sé en lo que andas con un par de muchachitos.
–Otra vez el mismo asunto. ¿Hasta cuándo? ¿Qué te quedó
con haber contratado a ese imbécil que me seguía hasta el
gimnasio, ah? ¿Acaso creíste que no me iba a dar cuenta?¿De
cuántos amantes te habló? Qué vergüenzas me has hecho
pasar. Ya nadie se me acerca, porque creen que soy propiedad
privada.
–No me levantes la voz, perra. Se me está acabando la
paciencia.
La mujer guarda silencio. Sabe que han llegado al límite. El
hombre ya ha pronunciado la palabra exacta y ella comprende
que no hay espacio para una réplica más. Respira hondo y se
pasa un pañuelo húmedo por su rostro. El hombre parece
tranquilizarse un poco y reduce la velocidad del auto. Enciende
la radio. La voz lastimera de una balada de Leonardo Favio lo
reconforta y empieza a tararear.
–Te pregunto por última vez: ¿quién es? ¿De quién se trata en
esta ocasión?
–Ya te lo dije, no es nadie.
–¿Me quieres decir que ligaste con un don nadie?
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