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Desde entonces no ha tenido tranquilidad y se ha vuelto
desconfiado. Sus amigos lo saben y le temen a su carácter.
Así que se han distanciado de él y han optado por reducir los
encuentros a meros asuntos de negocios. El hombre sostiene
el volante con fuerza. Cada vez que ajusta los cambios golpea
la palanca con un acelerado movimiento de la mano derecha.
–Lo único que necesito es que seas sincera conmigo. Ya hemos
hablado de esto.
–¿De qué? Hablado de qué, si tú nunca hablas.
–De las llamadas. No comprendo por qué te llaman tanto y a
qué. ¿Acaso esos muchachitos de la universidad, con los que
te encuentras en el gimnasio? Me vas a enfermar, Daniela.
–Ya estás enfermo, pero no por mi culpa. Siempre has estado
enfermo, Bernardo. A mis amigas no les faltaba la razón
cuando me previnieron sobre tu comportamiento.
–Ah, tus amigas. Las reputas de tus amigas.
La mujer agacha la cabeza. ¿Por qué fue tan estúpida y cayó en
la trampa? Parece a punto de llorar, pero puede más en ella la
preocupación de que se le escurra el maquillaje y lo menos que
quiere es llegar a la casa de sus suegros hecha trizas, derrotada.
Se niega a mirarlo, a pesar de que él insiste en que lo mire. Es
bueno que lo sepa furioso.
–Concéntrate en la carretera, Bernardo, por favor. Vas muy
rápido, contrólate, baja la velocidad, ¿quieres?.
Las palabras de la mujer suenan a súplica y él se siente
satisfecho. Le gusta sentir que domina la situación, aunque
se sabe débil, sin argumentos para enfrentar la actitud de su
mujer. La ama, si, eso cree, pero en estos momentos la odia.
Hija de puta.
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