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en la que el verde sea tan verde. Hortalizas y frutas de todas
las especies, inmensos plantíos de caña de azúcar y surcos
de viñedos. El auto corre por el estrecho valle, en dirección
paralela a la cordillera, un cinturón de picos y faldas secas
por donde se cuelan algunas corrientes húmedas del Pacífico.
Quisiera frenar el auto para golpearla en la boca, recordarle
que de él jamás se va a burlar.
–No permitiré que me abandones, Daniela. Ni por el putas lo
permitiré.
–Ya empezaste con la grosería, querido. Eres tan previsible,
que solo me basta mirar el temblor de tus manos para saber
que quieres frenar el carro para pegarme, como ya los ha
hecho.
–¡No me cambies de tema! Solo dime si ya no es muy tarde
para que te suene el celular.
–Estás loco y de paso me quieres enloquecer. Ya te lo dije, me
llamó mi tío. ¿Quieres que te lea el mensaje? Es una invitación
que nos involucra a ambos.
El hombre se muestra indiferente. La mujer abre el bolso y saca
un espejo. Teme que se le haya corrido el maquillaje. Desde
que empezaron a discutir le han salido arrugas, pategallinas,
admite, aterrada. Tendrá que remediarlas a como de lugar.
Antes de cerrar el bolso agarra el celular; tenía la intención de
encender la pantalla, pero la detuvo la mirada de su hombre.
Daniela es bella, voluptuosa y ha logrado, a base de ejercicio
y una buena dieta, mantener su figura. Lleva ropa ajustada.
Bernardo sabe que a su mujer la desean y ya la quisieran ver
desnuda. Imposible pasar por su lado sin reparar en sus senos,
en sus labios gruesos. Lo mejor de su mujer son sus nalgas, se
lo confirmó un amigo suyo, una noche de farra en el club de
Cartago, cuando le pidió a su amigo ser sincero. Quería saber
qué pensaba de Daniela como mujer, como hembra, le aclaró.
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