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He perdido la cuenta de las veces en que me has hecho esta
misma escena. Párala ya, por favor.
–¿Y no crees que las ocho de la noche ya es muy tarde para
que te suene ese aparato?
–Tarde no, Bernardo. Lo que sí se va haciendo tarde es otra
cosa. Ya dudo de que podamos arreglar nuestro matrimonio.
Ya no confías en mí, no me das el lugar. Desde que me operé
cambiaste conmigo. Ahora me arrepiento de haberte hecho
caso. Querías una mujer distinta y te di gusto. Querías que te
sintieras orgullosa de mí y corrí con los riesgos de las cirujías.
¿O fue que ya se te olvidó? Te he dado gusto en todo y ahora
me haces la vida una mierda. No sé si te has dado cuenta, pero
ya ni siquiera me tocas.
–Para qué, si ya te tocan otros.
La mujer se contiene, hijo de puta, querría decirle, pobre
diablo. Mira hacia el valle y expresa, casi en susurro, un dios
mio qué hice para merecer esto. Podría entretenerse con el
celular. Podría buscar el archivo de juegos y dejarse llevar por
la acción mecánica de oprimir las teclas, pero sabe que no
debe hacerlo. Ese simple acto podría desencajar del todo a su
hombre. No está segura aún si está dispuesta a responder esta
vez a su agresividad. Ganas no le faltan. Anoche soñó que era
capaz de estrangularlo.
–En tu vida, Bernardo, soy una puta de más. Me haces sentir
como una cualquiera y no me parece justo conmigo, con
nosotros; no sé cuánto tiempo más resistiré tus ataques.
El hombre no se inmuta y acelera un poco el auto. Siente
rabia, impotencia y busca tranquilidad en el horizonte de la
noche, donde imagina que el sorgo y la soya brillan en el sol
de agosto, mientras los recolectores agitan sus sombreros
como espantapájaros. El hombre piensa que no hay una tierra
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