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más habían hecho el coro de aplausos. El costarricense y dominicano se encontraban casi a la misma hora presentando sus disertaciones en otras mesas. Dos colegas más en la mesa aplaudieron con vehemencia y cuarenta o más sillas vacías amortiguaron el eco de las palmas. Si aceptó ir a San Juan en grupo había sido por la deferencia que ella tuvo de elegir su disertación en lugar de las otras. En San Juan sintió que las señales de la mujer eran más que puntos racionales. Dio la casualidad, otra de las tantas casualidades de aquel viaje, que en el patio de la Casa Museo de la Cultura Africana estaban en plena sección de Bomba, que por otra casualidad graduaba a una decena de alumnos en este arte de música y danza. En un momento de la euforia desatada por los tambores, ella se le acercó por detrás, lo atenazó por la cintura y le susurró al oído: mi matemático. Después ya estaba con un par de maracas animando la graduación de los estudiantes con el mejor y único maestro de Bomba reconocido en San Juan y en todo el Caribe. Poco antes ella y los dos compañeros de viaje le explicaron que Bomba era un arte milenario de baile e improvisación en el que ejecutante y bailador se hacían uno solo con los instrumentos. Era más que fascinante observar cómo se desarticulaba el cuerpo al ritmo que imponía el instrumento. Un baile para diestros, sin duda, como para el dominicano y el costarricense que con las camisas empapadas en sudor demostraron ser casi tan buenos como el maestro. Sin posibilidades de articular un sólo ritmo de aquella euforia de extrañamiento, se sintió como un mosco andino en África y le pidió al guardia que le prendiera las luces del museo africano. “Hasta que el león no escriba, el relato de la cacería siempre glorificará al cazador”, leyó el proverbio africano en la entrada de la guía del museo y estuvo allí por algo más de treinta minutos. El próximo año iría al centro de África a enterarse de algunos sistemas de cuentas llevados por ciertos clanes tribales desde tiempos inmemoriales. Salió del museo y se dejó atrapar 110
por la euforia en el patio mayor. Los dos compañeros de viaje bailaban con la mujer y los demás le hacían coro con palmas. Sigiloso, cuidando de no llamar la atención, el profesor se apartó del grupo y se fue a recorrer otros salones. Al rato salió del museo y se sentó en el andén de la calle, hasta que decidió regresar al hotel: quería adelantar el vuelo para el día siguiente. Dos meses después, cuando ella no era más que un vivo recuerdo y un sabor amargo, alguien llamó a la puerta de su apartamento en Bogotá. –No fue difícil encontrarte. Vine a traerte el calcetín y de paso a fumarme un porro. Así que me dejas entrar o me voy. A mis hijas les dije que venía para Colombia, que si me secuestraban, que no se preocuparan; tampoco que intentaran buscarme, que aún en la selva estaría feliz. Si las matemáticas son la prudencia contra la pasión, esa mujer inesperada, ese regalo que nunca llegaría hasta su puerta, pensó el profesor, sería un bello enigma, una ecuación sin resolver, apenas para ser despejada en la matriz de sus deseos. 111
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