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Todo empezó como un encuentro casual. Un congreso
de especialistas en educación, que es como decir la reunión
de una fauna silvestre es desbandada. Ponencias sin orden ni
concierto, reflexiones escritas en lenguajes oscuros y técnicos;
auditorios vacíos; invitaciones canceladas a última hora por
académicos gurús y prepotentes; un sartal de medallas para
insuflar los pechos de los organizadores y un concierto de
bienvenida. Al final, más de dos mil participantes, aplausos,
reconocimientos, elogios gratuitos, una isla en el Caribe, un
cepillo de dientes y un calcetín.
Ella es directora de banda y él es matemático, valga decir,
docente de historia de las matemáticas. Ella hace la maleta en
cuestión de minutos; él tarda mucho más, a veces días atrás
y, sin embargo, no hay viaje en el que no deje la camisa de
seda, la de puños cerrados con mancuernas, el cortaúñas, la
cuchilla de afeitar triple hoja, las tijeras para cortar los pelos de
la nariz o la corbata azul de Macao. Esta vez fue un calcetín.
Sólo que no dijo que había dejado un calcetín. Preguntó en el
centro de mando de la organización del evento dónde podía
comprar un cepillo de dientes. A lo cual una adolescente de
camisa rosada y distintivos en el pecho, le respondió que en
Ponce, al mediodía y con un sol de canícula, era una tarea más
que imposible caminar hacia un centro comercial. Sin duda,
estuvo él de acuerdo, una tarea para las legiones de Alejandro
Magno que atravesaron desiertos y demolieron fortalezas.
Pero en Ponce, un medio día, nadie se aprestaría a salir por
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