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las cabezas, hasta que sentimos sus pasos, casi rozándonos. Está contando, del uno al veinte, desde el primer lugar de la fila, donde se encuentra el vigilante de corbata, hacia atrás. La señora de los paraguas otra vez se acerca, pero ya nadie se fija en ella. –¡Por favor, carta de invitación a la mano; nos disponemos a entrar! —grita de nuevo. Todos sacamos nuestras cartas y las abrimos, como si temiéramos que algo nos falta o algo nos sobra. El policía se acerca desde el número veinte hacia el primero. Cuando salga por esa puerta, juro que lo miraré a los ojos y le daré las gracias. –¡Diez y seis, aprobado! ¡Diez y siete, también! —el de gorra azul enseña sus dientes de ratón—. Diez y ocho, también entra —es el de bigote de marinero—. ¡Diez y nueve! Aunque tengo la cabeza baja sé que me está mirando. Toma el papel de mi carpeta; lo mira, y yo quisiera decirle que he recorrido setecientos kilómetros en autobús, que estoy en la fila desde la una de la mañana, que desde ese momento no he pasado bocado, pero sólo se escucha el breve ruido de mis tripas y de los goterones que se estrellan contra mi carpeta; y cuando su silencio ya me dice que no, entonces alzo mi cara salpicada por la lluvia, lo miro a los ojos y por fin le digo: –Rojitas, por favor... Pero él ni siquiera me mira, hasta que mueve la cabeza y dice: –¡Documento correcto! Ya me veo devorado por esa maldita puerta, frente a un funcionario extranjero o local, soberbio, ajeno a mis preocupaciones y temores. Temo de nuevo entonces que el 100
funcionario revise mis papeles y como si tal cosa, vuelva a decirme: –¡Caso especial, venga el viernes de la próxima semana! Juro que también lo miraré a los ojos, porque quizá en ellos se refleje todo lo que aún estoy sintiendo en esta fila. 101
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