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La%20larga%20huida%20del%20infierno%20Marilyn%20Manson

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hormigueaba. Todo lo demás estaba adormecido e impotente, como prótesis colgando de las cuerdas<br />

cortas de una marioneta tirada a la basura. Traté de abrir mis ojos, de ordenarles que se levantaran, pero<br />

no respondían. Necesitaba despertar, decirles que no estaba muerto. Aún estaba vivo. No era mi hora de<br />

morir. Tenía muchas cosas más que hacer.<br />

Mis párpados se abrieron con esfuerzo. Dejando tras de sí una película grasosa y borrosa que me obstruía<br />

la visión. Todo lo que pude distinguir fue una cegadora luz blanca brillando sobre mí, penetrando en mi ser,<br />

o lo que quedaba de él. No era mi hora de morir. Yo lo sabía.<br />

El dorso de una mano, huesuda y varicosa, me frotó la frente. Me pregunté si había estado ahí todo el<br />

tiempo. Una sombra horripilante, vieja y corpulenta y con olor a queso rancio y madera mojada, bloqueó la<br />

luz. Habló: ‘Dios aún te ama.’ La que hablaba era una mujer, quien tosió dentro de su mano y sacudió su<br />

arrugado hábito de monja y después continuó frotando mi frente con el dorso de la mano en la cual había<br />

escupido un momento antes.<br />

Podía sentir mi pecho ahora. Estaba apretado y comprimido, presionando mi corazón. Hubo una pequeña<br />

conmoción cerca. Un hombre viejo y delgado hombre, con el cuerpo cubierto de llagas ya fueran por el<br />

colchón, la vejez o sus huesos presionando contra su piel, había fallecido en la cama contigua a la mía.<br />

Una mano más suave tomó mi quijada y me abrió la boca. ‘Esto te dará dolor de cabeza, pero hará que tu<br />

corazón se sienta mejor.’ Colocó algo bajo mi lengua, lo cual burbujeó y cosquilleó, después apagó las<br />

brillantes luces sobre mi cama. Mi cuerpo se hundió más en la cama, y una tibia y envolvente ola de sangre<br />

corrió hasta mi cabeza y me arrulló.<br />

Cuando desperté de nuevo, estaba oscuro y el cuarto estaba vacío. Mis sienes palpitaban contra mi piel y<br />

mi brazo izquierdo aún estaba dormido, pero mi fuerza parecía regresar. Sólo estaba usando una bata de<br />

hospital verde. Mis ropas estaban en una pila negra en el suelo y en la mesa junto a la cama había una<br />

bolsa amarrilla de plástico para basura. Traté de recordar que me había traído aquí.<br />

Alcancé la mesa, y una ola de dolor atravesó mi tórax. Dentro de la bolsa había un cepillo de dientes, pasta<br />

dental, una pluma, una cajita de maquillaje y una libreta negra –mi diario.<br />

Lo abrí en la primera página y traté de enfocar mis ojos en las ondulantes líneas azules y la borrosa tinta<br />

negra.<br />

“Ni siquiera puedo soportar el ver a la gente en los restaurantes riendo, divirtiéndose,<br />

disfrutando de la vida. Su patética felicidad me da asco. Y en la televisión, ¿en realidad la<br />

gente vive de esa forma? ¿Criamos a nuestros hijos para creer en Baywatch, en las risas<br />

grabadas, Jenny Jones? ¿En estúpidas esposas blancas comprimiendo sus flácidas piernas con<br />

el Tightmaster de Suzanne Summers? Ella ayudó a crear el estereotipo de la rubia estúpida y<br />

ahora es una maldita heroína de un infomercial anunciando un inútil invento que suena como<br />

una película porno o una canción de Aerosmith. Al diablo el consumismo estúpido. La estúpida<br />

gente merece lo que le pasa. Comprarían camisetas que dicen ‘soy un maldito estúpido’ si<br />

Cindy Crawford les dijera que son cool. Me gustaría matarlos a todos, pero los estaría<br />

haciendo una favor. El peor castigo que puedo darles es dejarlos despertar cada mañana y<br />

dejarlos vivir sus estúpidas vidas, dejarlos criar a sus estúpidos hijos en sus estúpidas casas,<br />

y, por supuesto, hacer un disco llamado Antichrist Superstar, el cual molestará y destruirá a<br />

cada uno de ellos. Vete al diablo América. Al diablo conmigo. El mundo abre sus piernas para<br />

recibir a otra maldita estrella...”<br />

Había escrito esas palabras el día en que llegué a New Orleans, hace cuatro meses. Lo recordaba como si<br />

fuera ayer, porque cada día desde entonces las cosas habían empeorado constantemente, hasta que,<br />

devastado por las drogas, el cansancio, la paranoia y la depresión, mi cuerpo finalmente me había<br />

traicionado, haciéndome aterrizar aquí en este fétido hospital de paredes blancas. Yo me sentía optimista<br />

después de haber cumplido con mi obligación de promover Smells Like Children. Pensé que me había<br />

deshecho de mi piel de dudar de mí mismo, que la había visto caerse trozo a trozo a través del curso de<br />

dos años de gira. Lo que pareció emerger de ese capullo era duro y desalmado, delicado y atemorizante,<br />

adormecido y cubierto de cicatrices, una gárgola maléfica que estaba a punto de desplegar sus escabrosas<br />

alas. Mi plan entonces era el grabar un álbum sobre la transformación que había sufrido durante mis<br />

veintisiete años, pero no tenía idea de que iba a vivir la más dolorosa cuando escribía mi diario en el auto<br />

de Missi mientras ella viraba en Decatur Street en una húmeda tarde de Febrero.

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