Esfera, Pez y Hexagrama: - Fundación Pablo Neruda

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[ 16 ] NERUDIANA – nº 3 – 2007 mezcladas. Aunque el misterio planea a veces, como cuando nos interrogamos sobre la identidad del hablante de los paréntesis en “Olegario Sepúlveda (Zapatero, Talcahuano)”, del mismo canto VIII: (Oh! dolores del filo abierto de la miseria, lepra del mundo, arrabal de muertos, gangrena acusadora y venenosa! ( …) ya no quedan más lágrimas ni odio?) 6 Aunque si ninguna palabra parece asignable a una entidad enunciadora, esta pieza encubre virtuosismo y virtualidad sonoros. En varios textos de este canto VIII tiende a imponerse una enunciación plural, una enunciación que incluiría el sujeto lírico en un conjunto más vasto. Sin embargo, contrariamente a lo que se podría pensar, “Olegario Sepúlveda (Zapatero, Talcahuano)” presenta al interior mismo de su cuerpo una comunicación perfecta entre palabras de Olegario y palabras del sujeto nerudiano. Aquí, la voz poemática, la voz del poema es resultado de las locuciones del hablante nerudiano virtualmente confundidas con las del zapatero. A mi entender, el sujeto lírico delata su inclinación por las sonoridades marcadas por el acento gráfico. Ahora bien, si adoptamos este código de lectura adivinamos una continuidad, una fusión y una porosidad de la palabra poética. Y entonces muy otro poema es el que leemos: Olegario Sepúlveda ha sido víctima de la presencia asfixiante de la tierra: «la boca se me llenó de tierra», v. 7; «una montaña de polvo / enterró las palabras», vv. 13-14. Lo que estaba enterrado eran el cuerpo y la palabra de Olegario. Sin embargo, sólo la palabra del zapatero inscribirá en el espacio del poema la huella del hablante nerudiano. Englobada por “Sepúlveda”, toda la historia de la voz poética aparece resumida aquí, subliminalmente. Una oposición deíctica (ahí / aquí) reaviva la trayectoria poética: «Allí grité… la boca se me llenó… grité más… me dormí… enterró»; «Aquí… único… sombrío Pacífico… pústulas… lágrimas». Una vez más estas palabras que llevan un acento gráfico se nos presentan como notas musicales. Una música subliminal que canta y cuenta la aventura ontológica del hablante, prisionero de un silencio centrípeto —ahí— que se abre aquí hacia el Otro. Esta vez es el hablante Olegario quien subliminalmente se retira a un segundo plano para que lleguen a la superficie del texto los sonidos y las palabras idas. Intercambio de buenas maneras: poseído de una misión mesiánica y de solemne gravedad, el hablante nerudiano escucha generalmente a ese Otro: No puedo apartar mi voz de cuanto sufre (…) todos los fértiles fermentos de las vidas y de los bosques me esperan con su teoría de inagotables humedades pero no puedo, no puedo sino arrancar tu silencio una vez más la voz del pueblo, elevarla como la pluma más fulgurante de la selva, dejarla a mi lado y amarla hasta que cante por mis labios. 7 Al dar expresión a estas voces del pueblo, el sujeto lírico revela un coro, una sonoridad heterofónica, hija del silencio. La sonoridad y sus manifestaciones siguen sus mutaciones, para convertirse en canto global, suplicio escrito y cantado que orquesta la totalidad de esta sinfonía en la que los solos se producen de manera coherente y con precisa oportunidad. El cuerpo mismo aparece trabajado por el poder metafórico del lenguaje. El oxímoron final del texto citado más arriba («tus raíces / cantan bajo la tierra y en silencio») nos demuestra que todo es sólo cuestión de sublimación. La palabra enterrada resurge y mide su valor en la onza del silencio. Silencio, agente revelador. Nos encaminamos hacia una pluralidad convergente de voces y hacia una comunidad co-hablante: «vamos a hablar nosotros». La voz poética ya no se presenta sólo como origen de la palabra: el silencio la ha puesto en situación de hablar. El silencio es, por lo tanto, un momento de su tránsito. Esta palabra transitiva, anclada en la experiencia humana, se dirige hacia el Otro. A través de ella el sujeto inventa —más que designa— un lugar, una nueva residencia, la tierra, colocada bajo el régimen utópico de una nominación por venir, futura, pero ya presente en la palabra poética. Y si ha sucedido que esta palabra se aliena —pensemos en las Residencias— su ambición es precisamente la desalienación a través del trabajo poético, en la fluencia de la palabra de los Otros. (…) pero mi canto fue buscando hilos del bosque, secretas fibras, ceras delicadas, y fue cortando ramas, perfumando la soledad con labios de madera. Amé cada materia, cada gota de púrpura o metal, agua y espiga y entré en espesas capas resguardadas por espacio y arena temblorosa, hasta cantar con boca destruida, como un muerto, en las uvas de la tierra. 8 En fin de cuentas, el sujeto lírico acaba de dibujar las curvas y volutas del otro perfíl del lenguaje. Agregándose al discurso, este lenguaje ya no está solamente destinado a la comunicación. Es un lugar de creación verbal constante. Es precisamente el carácter silencioso y latente de este lenguaje, primitivo en su flexibilidad y simple en sus operaciones, lo que lo torna fulgurante.♦ NOTAS 1 El hondero entusiasta, poema 8. 2 Canto general, V, pórtico. 3 Canto general, IV, xli. 4 Canto general, IV, xviii. 5 Hervé Le Corre, “La tierra se llama Juan: vers une poétique de l’énonciation”, en Revue des Langues Néo-Latines, mars 2001, pp. 19-36. 6 Canto general, VIII, iv. 7 Canto general, IV, xl. 8 Canto general, XV, xv. — traducción del francés : Elena Ballerino

La imagen que tenemos del niño Neftalí Ricardo –entre los dos y los diez años– es más bien difusa y fragmentaria, apenas delineada por unos breves testimonios recogidos de parientes y amigos y por una sola fotografía –la de Temuco, a los 2 años– bastante conocida y frecuentemente incluida en diarios y revistas. Del archivo de Lola Falcón proviene una reproducción hecha por ella misma de la fotografía original que, a la usanza de la época, estaba adherida a una cartulina que llevaba el nombre del estudio fotográfico de Temuco que la realizó. Sin embargo se conjetura –es posible– la existencia de algunas fotos familiares de los Reyes-Candia, entre las cuales pudiera aparecer, uno entre muchos, el futuro poeta. Debe recordarse, no obstante, que en el Temuco de comienzos del 1900 todo parecía conspirar contra la conservación y supervi- NERUDIANA – nº 3 – 2007 Temuco 1908: una ciudad... un niño... un incendio... EDMUNDO OLIVARES Fundación Pablo Neruda vencia de libros, revistas, papeles y documentos. Álbumes fotográficos incluidos. Ocurría lo que ocurría en esos territorios. Repetidos incendios. Frecuentes temporales. Desastrosas inundaciones. A lo cual habría que añadir ocasionales traslados de domicilio. Larga podría ser la enumeración de las muchas peripecias y circunstancias que iban deteriorando o destruyendo la documentación de las familias del Temuco de aquellos años. En 1954 –en el marco de las actividades con que se festejan sus 50 años– la primera conferencia en la Universidad de Chile 1 trae un relato sobre sus días infantiles donde leemos: A veces, en la mañana, la casa del frente se despertaba sin techo. El viento se lo había llevado a doscientos metros de distancia. Las [ 17 ] calles eran grandes ríos de barro. Las carretas se empantanaban. Por las veredas, pisando en una piedra y en otra, con frío y lluvia, andábamos hacia el colegio. Los paraguas se los llevaba el viento. [...] Luego venían las inundaciones que se llevaban las poblaciones donde vivía la gente más pobre, junto al río. También la tierra se sacudía, temblores. Otras veces en la cordillera asomaba un penacho de luz terrible: el volcán Llaima despertaba. Pero lo peor eran los incendios. En el año 1906 o 1907, no recuerdo bien, fue el gran incendio de Temuco. Las casas ardían como cajitas de fósforos. Se quemaron veintidós manzanas. No quedó nada, pero si los sureños saben hacer algo de prisa, son las casas. No las hacen bien, pero las hacen. Cada sureño tiene tres o cuatro incendios totales en su vida. Tal vez el recuerdo más remoto de mi propia persona es verme sentado sobre unas mantas frente a nuestra casa que ardía por segunda o tercera vez. Casas de madera, cocinas a leña, iluminación a vela, braseros indispensables (más de uno en cada casa): el origen para los incendios no faltaba. Pero la mayoría eran incendios localizados, que afectaban a una o dos familias. Sin embargo, el que menciona Neruda ha de ser sin duda el Gran Incendio de Temuco de 1908, cuando contaba con apenas cuatro años de edad. Una crónica de la época Sobre este gran incendio (que se inició el 18 de enero de 1908 al mediodía y que duró hasta la medianoche) quedan un importante artículo y diez fotografías que la revista Zig-Zag de Santiago publicó en su edición del 26 de enero. Este reportaje, sin firma, huye de los sensacionalismos habituales en aquella época para tratar grandes catástrofes, y presenta los hechos de manera precisa, con el agregado de algunos oportunos y breves comentarios. He aquí el texto (con ortografía actualizada): Incendio de Temuco La floreciente ciudad de Temuco, de la cual hace algún tiempo dimos una serie de vistas

La imagen que tenemos del niño Neftalí<br />

Ricardo –entre los dos y los diez años–<br />

es más bien difusa y fragmentaria, apenas<br />

delineada por unos breves testimonios recogidos<br />

de parientes y amigos y por una<br />

sola fotografía –la de Temuco, a los 2 años–<br />

bastante conocida y frecuentemente incluida<br />

en diarios y revistas.<br />

Del archivo de Lola Falcón proviene<br />

una reproducción hecha por ella misma de<br />

la fotografía original que, a la usanza de la<br />

época, estaba adherida a una cartulina que<br />

llevaba el nombre del estudio fotográfico<br />

de Temuco que la realizó.<br />

Sin embargo se conjetura –es posible–<br />

la existencia de algunas fotos familiares de<br />

los Reyes-Candia, entre las cuales pudiera<br />

aparecer, uno entre muchos, el futuro poeta.<br />

Debe recordarse, no obstante, que en el<br />

Temuco de comienzos del 1900 todo parecía<br />

conspirar contra la conservación y supervi-<br />

NERUDIANA – nº 3 – 2007<br />

Temuco 1908:<br />

una ciudad... un niño... un incendio...<br />

EDMUNDO OLIVARES<br />

<strong>Fundación</strong> <strong>Pablo</strong> <strong>Neruda</strong><br />

vencia de libros, revistas, papeles y documentos.<br />

Álbumes fotográficos incluidos.<br />

Ocurría lo que ocurría en esos territorios.<br />

Repetidos incendios. Frecuentes temporales.<br />

Desastrosas inundaciones. A lo<br />

cual habría que añadir ocasionales traslados<br />

de domicilio. Larga podría ser la enumeración<br />

de las muchas peripecias y circunstancias<br />

que iban deteriorando o destruyendo<br />

la documentación de las familias<br />

del Temuco de aquellos años.<br />

En 1954 –en el marco de las actividades<br />

con que se festejan sus 50 años– la primera<br />

conferencia en la Universidad de<br />

Chile 1 trae un relato sobre sus días infantiles<br />

donde leemos:<br />

A veces, en la mañana, la casa del frente<br />

se despertaba sin techo. El viento se lo había<br />

llevado a doscientos metros de distancia. Las<br />

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calles eran grandes ríos de barro. Las carretas<br />

se empantanaban. Por las veredas, pisando en<br />

una piedra y en otra, con frío y lluvia,<br />

andábamos hacia el colegio. Los paraguas se<br />

los llevaba el viento. [...] Luego venían las<br />

inundaciones que se llevaban las poblaciones<br />

donde vivía la gente más pobre, junto al río.<br />

También la tierra se sacudía, temblores. Otras<br />

veces en la cordillera asomaba un penacho de<br />

luz terrible: el volcán Llaima despertaba.<br />

Pero lo peor eran los incendios. En el año<br />

1906 o 1907, no recuerdo bien, fue el gran<br />

incendio de Temuco. Las casas ardían como<br />

cajitas de fósforos. Se quemaron veintidós<br />

manzanas. No quedó nada, pero si los sureños<br />

saben hacer algo de prisa, son las casas. No las<br />

hacen bien, pero las hacen. Cada sureño tiene<br />

tres o cuatro incendios totales en su vida. Tal<br />

vez el recuerdo más remoto de mi propia<br />

persona es verme sentado sobre unas mantas<br />

frente a nuestra casa que ardía por segunda o<br />

tercera vez.<br />

Casas de madera, cocinas a leña, iluminación<br />

a vela, braseros indispensables<br />

(más de uno en cada casa): el origen para<br />

los incendios no faltaba. Pero la mayoría<br />

eran incendios localizados, que afectaban<br />

a una o dos familias.<br />

Sin embargo, el que menciona <strong>Neruda</strong><br />

ha de ser sin duda el Gran Incendio de<br />

Temuco de 1908, cuando contaba con apenas<br />

cuatro años de edad.<br />

Una crónica de la época<br />

Sobre este gran incendio (que se inició el<br />

18 de enero de 1908 al mediodía y que duró<br />

hasta la medianoche) quedan un importante<br />

artículo y diez fotografías que la revista<br />

Zig-Zag de Santiago publicó en su edición<br />

del 26 de enero.<br />

Este reportaje, sin firma, huye de los<br />

sensacionalismos habituales en aquella<br />

época para tratar grandes catástrofes, y presenta<br />

los hechos de manera precisa, con el<br />

agregado de algunos oportunos y breves<br />

comentarios. He aquí el texto (con ortografía<br />

actualizada):<br />

Incendio de Temuco<br />

La floreciente ciudad de Temuco, de la cual<br />

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