Rousseau_JeanJacques-Suenos De Un Paseante Solitario

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11.05.2013 Views

todo por los que llevan signo de placer o de pena, de benevolencia o de aversión, me dejo arrastrar por estas impresiones exteriores sin poder hurtarme a ellas de otro modo no siendo mediante la huida. Un signo, un gesto, la mirada de un desconocido basta para turbar mis placeres o calmar mis cuitas; no estoy en mí más que cuando estoy solo, fuera de eso, soy el juguete de cuantos me rodean. Antaño vivía con placer en el mundo, cuando no veía en todos los ojos sino benevolencia o, en el peor caso, indiferencia en aquéllos para quienes yo era desconocido. Pero hoy día que no se toman menos trabajo por mostrar mi rostro al pueblo que por enmascararle mi natural, no puedo poner un pie en la calle sin verme rodeado de objetos desgarradores; me apresuro a ganar el campo a zancadas; no bien veo el verdor, comienzo a respirar. ¿Hay por qué asombrarse si amo la soledad? En los rostros de los hombres no veo más que animosidad, y la naturaleza siempre me sonríe. Sin embargo, aún siento placer, preciso es confesarlo, en vivir en medio de los hombres en tanto mi rostro les es desconocido. Pero es éste un placer que apenas se me deja. Hace unos años todavía me gustaba atravesar los pueblos y ver de mañana a los labriegos aviando los manguales, o a las mujeres a la puerta con sus niños. Tal visión tenia un no sé qué que emocionaba mi corazón. A veces deteníame, sin guardarme, a mirar los trasiegos de aquellas buenas gentes y sentíame suspirar sin saber por qué. Ignoro si se me ha visto sensible a este pequeño placer y si se ha querido quitármelo una vez más; pero por el cambio que percibo a mi paso en los semblantes, y por el aire con que se me mira, me he visto obligado a comprender que se ha puesto gran cuidado en privarme del incógnito. Lo mismo me ha pasado de un modo más marcado aún en los Inválidos. Este bello establecimiento siempre me ha interesado. Nunca veo sin enternecimiento y veneración a esos grupos de buenos ancianos que como los de Lacedemonia pueden decir: Fuimos antaño jóvenes, valientes y audaces.

Uno de mis paseos favoritos era alrededor de la Escuela Militar, e iba encontrando acá acullá algunos inválidos que, habiendo conservado la antigua honestidad militar, me saludaban al pasar. Este saludo que mi corazón les devolvía por centuplicado me halagaba y aumentaba el placer que tenía en verlos. Como no sé esconder nada de cuanto me afecta, hablaba con frecuencia de los inválidos y de la manera en que me afectaba su aspecto. No hizo falta más. Al cabo de un tiempo me di cuenta de que ya no era un desconocido para ellos, o más bien, de que lo era bastante más, pues que me veían con los mismos ojos que el público. Adiós honestidad, adiós saludos. Un aire repulsivo, una mirada sañuda habían sucedido a su primigenia urbanidad. No permitiéndoles la antigua franqueza de su oficio, como a los demás, cubrir su animosidad con una máscara socarrona y traidora, me mostraban abiertamente el odio más violento, y tal es el exceso de mi miseria que me veo forzado a distinguir en mi estima a aquéllos que menos me disfrazan su furor. Desde entonces me paseo con menos gusto por los Inválidos; sin embargo, como mis sentimientos hacia ellos no dependen de los suyos hacia mí, sigo viendo con respeto y con interés a estos antiguos defensores de su patria: pero me es muy duro verme tan mal pagado de su parte, para la justicia que les hago. Cuando por casualidad encuentro alguno que ha escapado a las instrucciones comunes, o que al no conocer mi cara no me muestra ninguna aversión, el honesto saludo de ese solo me restituye de la actitud arisca de los demás. Los olvido para no ocuparme sino de él, y me imagino que tiene una de esas almas como la mía, donde el odio no podría penetrar. Aún tuve este placer el año pasado al pasar las aguas para irme a pasear a la isla de los Cisnes. Un pobre viejo inválido esperaba en compañía en una barca para atravesar. Me presenté y dije al barquero que partiera. El agua estaba revuelta y la travesía fue larga. Casi no me atrevía a dirigir la palabra al inválido por miedo a ser zaherido y rechazado como de ordinario, pero su aspecto honesto me tranquilizó. Charlamos. Parecióme hombre de juicio y de principios. Me sorprendió y me encantó su tono abierto y afable; no estaba acostumbrado yo a tanto favor; mi sorpresa cesó cuando supe que había llegado recientemente de provincias. Comprendí que no le habían enseñado mi figura ni aleccionado aún. Aproveché el incógnito para conversar unos momentos con el hombre, y por la dulzura que encontré en ello sentí cuán capaz es la rareza de los más comunes placeres de aumentar su valía. Al bajar de la barca, él preparaba sus dos pobres ochavos. Pagué yo el pasaje y le rogué que se los guardara temblando de encresparle. No ocurrió así;

<strong>Un</strong>o de mis paseos favoritos era alrededor de la Escuela Militar, e iba encontrando acá<br />

acullá algunos inválidos que, habiendo conservado la antigua honestidad militar, me<br />

saludaban al pasar. Este saludo que mi corazón les devolvía por centuplicado me halagaba y<br />

aumentaba el placer que tenía en verlos. Como no sé esconder nada de cuanto me afecta,<br />

hablaba con frecuencia de los inválidos y de la manera en que me afectaba su aspecto. No<br />

hizo falta más. Al cabo de un tiempo me di cuenta de que ya no era un desconocido para<br />

ellos, o más bien, de que lo era bastante más, pues que me veían con los mismos ojos que el<br />

público. Adiós honestidad, adiós saludos. <strong>Un</strong> aire repulsivo, una mirada sañuda habían<br />

sucedido a su primigenia urbanidad. No permitiéndoles la antigua franqueza de su oficio,<br />

como a los demás, cubrir su animosidad con una máscara socarrona y traidora, me<br />

mostraban abiertamente el odio más violento, y tal es el exceso de mi miseria que me veo<br />

forzado a distinguir en mi estima a aquéllos que menos me disfrazan su furor.<br />

<strong>De</strong>sde entonces me paseo con menos gusto por los Inválidos; sin embargo, como mis<br />

sentimientos hacia ellos no dependen de los suyos hacia mí, sigo viendo con respeto y con<br />

interés a estos antiguos defensores de su patria: pero me es muy duro verme tan mal pagado<br />

de su parte, para la justicia que les hago. Cuando por casualidad encuentro alguno que ha<br />

escapado a las instrucciones comunes, o que al no conocer mi cara no me muestra ninguna<br />

aversión, el honesto saludo de ese solo me restituye de la actitud arisca de los demás. Los<br />

olvido para no ocuparme sino de él, y me imagino que tiene una de esas almas como la mía,<br />

donde el odio no podría penetrar. Aún tuve este placer el año pasado al pasar las aguas para<br />

irme a pasear a la isla de los Cisnes. <strong>Un</strong> pobre viejo inválido esperaba en compañía en una<br />

barca para atravesar. Me presenté y dije al barquero que partiera. El agua estaba revuelta y la<br />

travesía fue larga. Casi no me atrevía a dirigir la palabra al inválido por miedo a ser zaherido<br />

y rechazado como de ordinario, pero su aspecto honesto me tranquilizó. Charlamos.<br />

Parecióme hombre de juicio y de principios. Me sorprendió y me encantó su tono abierto y<br />

afable; no estaba acostumbrado yo a tanto favor; mi sorpresa cesó cuando supe que había<br />

llegado recientemente de provincias. Comprendí que no le habían enseñado mi figura ni<br />

aleccionado aún. Aproveché el incógnito para conversar unos momentos con el hombre, y<br />

por la dulzura que encontré en ello sentí cuán capaz es la rareza de los más comunes<br />

placeres de aumentar su valía. Al bajar de la barca, él preparaba sus dos pobres ochavos.<br />

Pagué yo el pasaje y le rogué que se los guardara temblando de encresparle. No ocurrió así;

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