Rousseau_JeanJacques-Suenos De Un Paseante Solitario

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A un joven de la compañía se le ocurrió comprar para arrojarlos uno a uno en medio de la multitud, y fue tal el placer que produjo ver a todos aquellos patanes precipitarse, pelearse, revolcarse para cogerlos, que todo el mundo quiso darse el mismo gusto. Vuelta a volar acá y acullá ñoclos, vuelta a correr y amontonarse y baldarse mozos y mozas; todo el mundo encontraba encantador aquello. Por mala vergüenza, hice como los demás, aunque para mis adentros no me divirtiera tanto como ellos. Pero aburrido pronto de vaciar mi bolsa para que se aplastara la gente, dejé allí la buena compañía y me fui a pasear solo por la feria. La variedad de los objetos me entretuvo largo tiempo. Entre otros, vi a cuatro o cinco saboyanos alrededor de una niña que aún tenía en su altabaque una docena de manzanas raquíticas de las que bien hubiera querido desembarazarse. Los saboyanos, por su parte, bien hubieran querido desembarazarse de ellas, pero tan sólo tenían dos o tres ochavos entre todos y aquello no daba para abrir una gran brecha en las manzanas. El altabaque era para ellos el jardín de las Hepérides, y la niña era el dragón que lo guardaba. La comedia me divirtió largo rato; al final, yo consumé el desenlace al pagarle a la niña las manzanas y hacer distribuírselas a los mozuelos. Asistí entonces a uno de los más dulces espectáculos que halagar puedan el corazón de un hombre, el de ver extenderse por todo mi alrededor la alegría unida a la inocencia de la edad. Porque los propios espectadores, al verla, la compartieron, y yo que compartía tan barato esa alegría, tenía además la de sentir que era obra mía. Al comparar este entretenimiento con los que acababa de dejar, sentía con satisfacción la diferencia que hay entre los gustos sanos y placeres naturales y los que la opulencia hace nacer, y que apenas son algo más que placeres de burla y de gustos exclusivos engendrados por el desprecio. Pues, ¿qué placer podía obtenerse viendo tropeles de hombres envilecidos por la miseria amontonarse, aplastarse, baldarse brutalmente para arrancarse ávidamente unos trozos de ñoclos pisoteados y cubiertos de barro? Por mi parte, cuando he reflexionado bien sobre la especie de voluptuosidad que experimentaba en este tipo de ocasiones, he encontrado que consistía menos en un sentimiento benéfico que en el placer de ver semblantes contentos. Este aspecto tiene para mí un encanto que, bien que penetra hasta mi corazón, parece ser únicamente de sensación. Si no veo la satisfacción que causo, aun cuando estuviera seguro de ella, no gozaría más que a medias. Incluso para mí se trata de un placer desinteresado que no depende de la parte que

yo pueda tener. Porque en las fiestas del pueblo siempre me ha atraído vivamente el de ver alegres los semblantes. Esta expectativa, empero, se ha visto frustrada con frecuencia en Francia, donde esta nación que se pretende tan alegre escasamente muestra esa alegría en sus juegos. Antaño iba con frecuencia a los merenderos para ver bailar al pueblo llano: pero sus bailes eran tan desabridos, su porte tan doliente, tan lerdo, que salía de allá más contristado que regocijado. Pero en Ginebra y en Suiza, donde la risa no se evapora sin cesar en locas malignidades, todo en las fiestas respira contento y alegría, la miseria no presenta allí su repelente aspecto, el fasto tampoco enseña su insolencia, el bienestar, la fraternidad, la concordia preparan los corazones para su eclosión, y con frecuencia en los transportes de una alegría inocente los desconocidos se acercan, se abrazan y se invitan a gozar de concierto de los placeres del día. Para gozar yo mismo de estas amables fiestas, no tengo necesidad de ser parte, me basta con verlas; viéndolas, las comparto; y entre tantos semblantes alegres, estoy seguro de que no hay un corazón más alegre que el mío. Aunque ello no sea más que un placer de sensación, tiene ciertamente una causa moral, y la prueba está en que este mismo aspecto, en lugar de halagarme, de agradarme, puede desgarrarme de dolor y de indignación cuando sé que tales signos de placer y de gozo en los rostros de los malvados no son sino marcas de que su malignidad está satisfecha. La alegría inocente es la única cuyos signos halagan mi corazón. Los de la cruel y burlona alegría lo aplanan y lo afligen aunque carezca de relación alguna conmigo. Desde luego, estos mismos signos no podrían ser exactamente los mismos partiendo de principios tan diferentes: pero a la postre, son asimismo signos de alegría, y sus diferencias sensibles no son probablemente proporcionales a las de los movimientos que excitan en mí. Los de dolor y pena me son aún mas sensibles, hasta el punto de que me es imposible soportarlos sin verme yo mismo agitado por emociones aún más vivas quizás que las que representan. Al fortalecer la sensación, mi imaginación me identifica con el ser sufriente y me depara con frecuencia más angustia de la que él mismo siente. Un rostro descontento es todavía un espectáculo que me es imposible soportar, sobre todo si me cabe pensar que ese descontento me concierne. No sabría decir cuántos escudos me ha arrancado el aire gruñón y desbrido de los criados que sirven a regañadientes en las cosas a donde otrora hube cometido la estupidez de dejarme arrastrar, y donde los domésticos siempre me han hecho pagar muy cara la hospitalidad de los amos. Siempre demasiado afectado por objetos sensibles y sobre

A un joven de la compañía se le ocurrió comprar para arrojarlos uno a uno en medio de la<br />

multitud, y fue tal el placer que produjo ver a todos aquellos patanes precipitarse, pelearse,<br />

revolcarse para cogerlos, que todo el mundo quiso darse el mismo gusto. Vuelta a volar acá<br />

y acullá ñoclos, vuelta a correr y amontonarse y baldarse mozos y mozas; todo el mundo<br />

encontraba encantador aquello. Por mala vergüenza, hice como los demás, aunque para mis<br />

adentros no me divirtiera tanto como ellos. Pero aburrido pronto de vaciar mi bolsa para que<br />

se aplastara la gente, dejé allí la buena compañía y me fui a pasear solo por la feria. La<br />

variedad de los objetos me entretuvo largo tiempo. Entre otros, vi a cuatro o cinco<br />

saboyanos alrededor de una niña que aún tenía en su altabaque una docena de manzanas<br />

raquíticas de las que bien hubiera querido desembarazarse. Los saboyanos, por su parte, bien<br />

hubieran querido desembarazarse de ellas, pero tan sólo tenían dos o tres ochavos entre<br />

todos y aquello no daba para abrir una gran brecha en las manzanas. El altabaque era para<br />

ellos el jardín de las Hepérides, y la niña era el dragón que lo guardaba. La comedia me<br />

divirtió largo rato; al final, yo consumé el desenlace al pagarle a la niña las manzanas y<br />

hacer distribuírselas a los mozuelos. Asistí entonces a uno de los más dulces espectáculos<br />

que halagar puedan el corazón de un hombre, el de ver extenderse por todo mi alrededor la<br />

alegría unida a la inocencia de la edad. Porque los propios espectadores, al verla, la<br />

compartieron, y yo que compartía tan barato esa alegría, tenía además la de sentir que era<br />

obra mía.<br />

Al comparar este entretenimiento con los que acababa de dejar, sentía con satisfacción la<br />

diferencia que hay entre los gustos sanos y placeres naturales y los que la opulencia hace<br />

nacer, y que apenas son algo más que placeres de burla y de gustos exclusivos engendrados<br />

por el desprecio. Pues, ¿qué placer podía obtenerse viendo tropeles de hombres envilecidos<br />

por la miseria amontonarse, aplastarse, baldarse brutalmente para arrancarse ávidamente<br />

unos trozos de ñoclos pisoteados y cubiertos de barro?<br />

Por mi parte, cuando he reflexionado bien sobre la especie de voluptuosidad que<br />

experimentaba en este tipo de ocasiones, he encontrado que consistía menos en un<br />

sentimiento benéfico que en el placer de ver semblantes contentos. Este aspecto tiene para<br />

mí un encanto que, bien que penetra hasta mi corazón, parece ser únicamente de sensación.<br />

Si no veo la satisfacción que causo, aun cuando estuviera seguro de ella, no gozaría más que<br />

a medias. Incluso para mí se trata de un placer desinteresado que no depende de la parte que

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