Rousseau_JeanJacques-Suenos De Un Paseante Solitario

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Si algún progreso he hecho en el conocimiento del corazón humano, fue el placer que tenía en ver y observar a los niños lo que me valió tal conocimiento. En mi juventud, este mismo placer constituyó una especie de obstáculo, porque jugaba tan alegremente con los niños y de tan buen corazón que apenas pensaba en estudiarlos. Pero cuando, al envejecer, he visto que mi figura caduca les inquietaba, me he abstenido de importunarles, y he preferido privarme de un placer a turbar su alegría; contento entonces con satisfacerme mirando sus juegos y todos sus pequeños ajetreos, he hallado el resarcimiento de mi sacrificio en las luces que tales observaciones me han hecho adquirir sobre los primeros y verdaderos movimientos de la naturaleza de los que todos nuestros sabios no conocen nada. He consignado en mis escritos la prueba de que me había ocupado de esta búsqueda demasiado cuidadosamente como para no haberla hecho con placer, y sería seguramente la cosa más increíble del mundo que Eloísa y Emilio fuesen obra de un hombre que no amaba a los niños. Nunca tuve ni presencia de ánimo ni facilidad de palabra; pero después de mis desdichas, mi lengua y mi cabeza se han embotado cada vez más. La idea y la palabra propia se me escapan asimismo, y nada exige un discernimiento mejor ni una opción de expresiones más justas que las declaraciones que se hacen a los niños. Lo que aún aumenta en mí este embotamiento es la intención de los oyentes, las interpretaciones y el peso que otorgan a todo cuanto sale de un hombre que, habiendo escrito expresamente para los niños, se supone que no debe hablarles más que a través de oráculos. Esta extrema molestia y la ineptitud que siento me turba, me desconcierta y estaría con mucha más soltura ante un monarca de Asia que ante un chiquillo al que hay que hacer parlotear. Otro inconveniente me mantiene ahora más alejado de ellos, y después de mis desdichas, continúo viéndolos con el mismo placer, pero no tengo ya con ellos la misma familiaridad. A los niños no les gusta la vejez, a sus ojos el aspecto de la naturaleza desfalleciente es repulsivo, su repugnancia, que yo noto, me lacera, y prefiero abstenerme de acariciarlos a darles molestia o disgusto. Este motivo que no actúa más que sobre las almas verdadera- mente amantes es nulo para todos nuestros doctores y doctoras. La señora Geoffrin se preocupaba muy poco de que los niños tuvieran placer con ella con tal de que ella lo tuviese con ellos. Pero para mí, tal placer es peor que ninguno, es negativo cuando no es

compartido, y no estoy ya en la situación ni en la edad en que veía abrirse el corazoncito de un niño con el mío. Si ello pudiera ocurrirme aún, este placer, más raro ahora, no sería para mí sino más vivo, y bien lo comprobaba la otra mañana por el que tuve que acariciar a los pequeños de Soussoi, no sólo porque la criada que los llevaba no me imponía mucho y sentía menos la necesidad de escucharme delante de ella, sino, además, porque el aire jovial con que me abordaron no les abandonó, y no parecieron ni desazonarse ni aburrirse conmigo. ¡Ay, si aún tuviera algunos momentos de caricias puras que viniesen del corazón siquiera fuera de un niño de mantillas, si aún pudiera ver en algunos ojos la alegría y el contento de estar conmigo, de cuántos males y cuitas no me resarcirían estos breves pero dulces desahogos de mi corazón! ¡Ay!, no me vería obligado a buscar entre los animales la mirada de la benevolencia que ahora se me niega entre los humanos. Puedo juzgar según muy pocos ejemplos, siempre caros, empero, a mi recuerdo. He aquí uno que en cualquier otro estado casi habría olvidado, y que me ha causado una impresión que pinta bien toda mi miseria. Hace dos años que, habiendo ido a pasear por la parte de Nouvelle-France, seguí más lejos, luego tomando a la izquierda y queriendo dar una vuelta en derredor de Montmartre, atravesé el pueblo de Clignancourt. Iba distraído y soñando sin mirar a mi alrededor cuando, de pronto, me sentí agarrar por las rodillas. Miro y veo a un niñito de cinco o seis años que apretaba con todas sus fuerzas mis rodillas mirándome con un aire tan familiar y cariñoso que se conmovieron mis entrañas, y yo me decía: así es como habría sido tratado por los míos. Cogí al niño en brazos, le besé varias veces en una especie de transporte y después continué mi camino. Mientras andaba, sentía que me faltaba algo, una necesidad naciente me hacía volver sobre mis pasos. Me reprochaba haber dejado tan bruscamente a aquel niño, creía ver en su acción sin causa aparente una suerte de inspiración que no había que desdeñar. Finalmente, cediendo a la tentación, volví sobre mis pasos, corría hacia el niño, le abracé de nuevo y le di con que comprar panecillos de Nanterre, cuyo vendedor pasaba por allí por casualidad, y comencé a hacerle chacharear. Le pregunté dónde estaba su padre; me señaló a uno que enarcaba toneles. Me disponía a dejar al niño para ir a hablarle cuando vi que había sido prevenido por un hombre de mal aspecto que parecióme ser uno de esos chivatos que andan siempre pisándome los talones. Mientras aquel hombre le hablaba al oído, vi fijarse atentamente en mí las miradas del tonelero con un aire que no tenía nada de

compartido, y no estoy ya en la situación ni en la edad en que veía abrirse el corazoncito de<br />

un niño con el mío. Si ello pudiera ocurrirme aún, este placer, más raro ahora, no sería para<br />

mí sino más vivo, y bien lo comprobaba la otra mañana por el que tuve que acariciar a los<br />

pequeños de Soussoi, no sólo porque la criada que los llevaba no me imponía mucho y<br />

sentía menos la necesidad de escucharme delante de ella, sino, además, porque el aire jovial<br />

con que me abordaron no les abandonó, y no parecieron ni desazonarse ni aburrirse<br />

conmigo.<br />

¡Ay, si aún tuviera algunos momentos de caricias puras que viniesen del corazón siquiera<br />

fuera de un niño de mantillas, si aún pudiera ver en algunos ojos la alegría y el contento de<br />

estar conmigo, de cuántos males y cuitas no me resarcirían estos breves pero dulces<br />

desahogos de mi corazón! ¡Ay!, no me vería obligado a buscar entre los animales la mirada<br />

de la benevolencia que ahora se me niega entre los humanos. Puedo juzgar según muy pocos<br />

ejemplos, siempre caros, empero, a mi recuerdo. He aquí uno que en cualquier otro estado<br />

casi habría olvidado, y que me ha causado una impresión que pinta bien toda mi miseria.<br />

Hace dos años que, habiendo ido a pasear por la parte de Nouvelle-France, seguí más lejos,<br />

luego tomando a la izquierda y queriendo dar una vuelta en derredor de Montmartre,<br />

atravesé el pueblo de Clignancourt. Iba distraído y soñando sin mirar a mi alrededor cuando,<br />

de pronto, me sentí agarrar por las rodillas. Miro y veo a un niñito de cinco o seis años que<br />

apretaba con todas sus fuerzas mis rodillas mirándome con un aire tan familiar y cariñoso<br />

que se conmovieron mis entrañas, y yo me decía: así es como habría sido tratado por los<br />

míos. Cogí al niño en brazos, le besé varias veces en una especie de transporte y después<br />

continué mi camino. Mientras andaba, sentía que me faltaba algo, una necesidad naciente me<br />

hacía volver sobre mis pasos. Me reprochaba haber dejado tan bruscamente a aquel niño,<br />

creía ver en su acción sin causa aparente una suerte de inspiración que no había que<br />

desdeñar. Finalmente, cediendo a la tentación, volví sobre mis pasos, corría hacia el niño, le<br />

abracé de nuevo y le di con que comprar panecillos de Nanterre, cuyo vendedor pasaba por<br />

allí por casualidad, y comencé a hacerle chacharear. Le pregunté dónde estaba su padre; me<br />

señaló a uno que enarcaba toneles. Me disponía a dejar al niño para ir a hablarle cuando vi<br />

que había sido prevenido por un hombre de mal aspecto que parecióme ser uno de esos<br />

chivatos que andan siempre pisándome los talones. Mientras aquel hombre le hablaba al<br />

oído, vi fijarse atentamente en mí las miradas del tonelero con un aire que no tenía nada de

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