Rousseau_JeanJacques-Suenos De Un Paseante Solitario

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11.05.2013 Views

algo que fuera de mi incumbencia, por un giro del espíritu que me cuesta explicarme y que proviene quizás de un alejamiento de toda imitación, me sentía más bien propenso a mentir en el sentido contrario, acusándome más con severidad excesiva que excusándome con exce- siva indulgencia, y mi conciencia me asegura que un día seré juzgado menos severamente de lo que me he juzgado a mí mismo. Sí, lo digo y lo siento con una orgullosa elevación de espíritu, en este escrito he llevado la buena fe, la veracidad, la franqueza tan lejos, más lejos incluso -así lo creo al menos- de lo que jamás lo hizo ningún otro hombre: sintiendo que el bien sobrepasa al mal, tenía interés en decirlo todo, y lo he dicho. Nunca he dicho de menos, he dicho de más algunas veces, no en los hechos, sino en las circunstancias, y esta especie de mentira fue más el efecto del delirio de la imaginación que un acto de la voluntad. Incluso me equivoco al llamarla mentira, pues que ninguna de estas adiciones lo fue. Escribí mis Confesiones ya viejo y asqueado de los vanos placeres de la vida, que todos había rozado yo y cuyo vacío había sentido por demás mi corazón. Las escribí de memoria; esta memoria me fallaba a menudo o no me suministraba sino recuerdos imperfectos y yo llenaba las lagunas con detalles que imaginaba como suplemento de tales remembranzas pero que jamás les eran contrarios. Me gustaba explayarme en los momentos dichosos de mi vida, y los embellecía a veces con adornos que tiernas añoranzas me proporcionaban. Decía las cosas que había olvidado como me parecía que habían debido ser, quizás como habían sido realmente, nunca al contrario de como me acordaba que habían sido. A veces presté extraños encantos a la verdad, pero nunca puse la mentira en su lugar para paliar mis vicios o para arrogarme virtudes. Pues si algunas veces, sin pensarlo, por un movimiento involuntario, he escondido el lado deforme pintándome de perfil, bien compensadas han sido estas reticencias con otras reticencias más extrañas que a menudo me han hecho silenciar el bien más cuidadosamente que el mal. Esto es una peculiaridad de mi natural que es muy perdonable que los hombres no crean, pero que, por increíble que sea, no es menos real: a menudo he dicho el mal en toda su vileza y raramente he dicho el bien en cuanto tenía de amable, y a menudo lo he callado totalmente porque me honraba demasiado, y al hacer mis Confesiones habría parecido que hacía mi elogio. He descrito mis años mozos sin jactarme de las felices cualidades de que estaba dotado mi corazón y suprimiendo incluso los hechos que las ponían demasiado en evidencia. Recuerdo ahora dos de mi primera infancia que me vinieron ambos

a las mientes cuando escribía, pero que rechacé, uno y otro, por la única razón que acabo de exponer. Casi todos los domingos iba a pasar el día de las Dehesas, a casa del señor Fazy, que se había casado con una de mis tías y que tenía allí una fábrica de indianas. Un día, durante el tendido, estaba yo en la cámara de la calandria, y miraba sus rodillos de hierro: su lustre me deleitaba la vista, tentado estuve de posar mis dedos sobre ellos, y los iba paseando con gusto por el lizo del cilindro cuando el joven Fazy, que se había metido en la rueda, me abrazó y me conjuró a que sosegara mis gritos, añadiendo que estaba perdido. En lo más intenso cíe mi dolor me afectó el suyo, me callé, nos fuimos a la nansa, donde me ayudó a lavar mis dedos y a restañar mi sangre con musgo. Me suplicó con lágrimas que no le acusara; se lo prometí y lo mantuve tan bien que, más de veinte años después, nadie sabía por cuál aventura tenía yo mis dedos cicatrizados; pues así me han permanecido siempre. Estuve retenido en mi lecho más de tres semanas, y sin poder servirme de mi mano más de dos meses, diciendo siempre que una gran piedra, al caer, me había aplastado los dedos. Magnaníma menzógna! orquando é il vero Si bello che sí possa a te preporre.? El accidente fue para mí, sin embargo, muy sentido por la circunstancia, pues era la época de los ejercicios en que se hacia maniobrar a la burguesía, y habíamos hecho una fila con otros tres niños de mi edad con los que, de uniforme, debía hacer el ejercicio en la compañía de mi barrio. Tuve el dolor de oír el tambor de la compañía cuando pasaba bajo mi ventana con mis tres compañeros, mientras yo estaba en el lecho. Mi otra historia es muy semejante, pero sucedió a una edad más avanzada. Estaba jugando al mallo en Plainpalais con un compañero mío llamado Pleince. Nos pusimos a reñir por el juego, nos peleamos y en la pugna me dio un mallazo en la cabeza desnuda con tanto tino que, de haber sido una mano más fuerte, me hubiera saltado la tapa de los sesos. Caí al instante. En mi vida vi una agitación semejante a la de aquel pobre muchacho al ver correr mi sangre por entre mis cabellos. Creyó que me había matado. Se precipitó sobre mí, me abrazó, me estrechó fuertemente, prorrumpiendo en lágrimas y lanzando penetrantes gritos. Yo también le abracé con toda mi fuerza llorando como él con

algo que fuera de mi incumbencia, por un giro del espíritu que me cuesta explicarme y que<br />

proviene quizás de un alejamiento de toda imitación, me sentía más bien propenso a mentir<br />

en el sentido contrario, acusándome más con severidad excesiva que excusándome con exce-<br />

siva indulgencia, y mi conciencia me asegura que un día seré juzgado menos severamente de<br />

lo que me he juzgado a mí mismo. Sí, lo digo y lo siento con una orgullosa elevación de<br />

espíritu, en este escrito he llevado la buena fe, la veracidad, la franqueza tan lejos, más lejos<br />

incluso -así lo creo al menos- de lo que jamás lo hizo ningún otro hombre: sintiendo que el<br />

bien sobrepasa al mal, tenía interés en decirlo todo, y lo he dicho.<br />

Nunca he dicho de menos, he dicho de más algunas veces, no en los hechos, sino en las<br />

circunstancias, y esta especie de mentira fue más el efecto del delirio de la imaginación que<br />

un acto de la voluntad. Incluso me equivoco al llamarla mentira, pues que ninguna de estas<br />

adiciones lo fue. Escribí mis Confesiones ya viejo y asqueado de los vanos placeres de la<br />

vida, que todos había rozado yo y cuyo vacío había sentido por demás mi corazón. Las<br />

escribí de memoria; esta memoria me fallaba a menudo o no me suministraba sino recuerdos<br />

imperfectos y yo llenaba las lagunas con detalles que imaginaba como suplemento de tales<br />

remembranzas pero que jamás les eran contrarios. Me gustaba explayarme en los momentos<br />

dichosos de mi vida, y los embellecía a veces con adornos que tiernas añoranzas me<br />

proporcionaban. <strong>De</strong>cía las cosas que había olvidado como me parecía que habían debido ser,<br />

quizás como habían sido realmente, nunca al contrario de como me acordaba que habían<br />

sido. A veces presté extraños encantos a la verdad, pero nunca puse la mentira en su lugar<br />

para paliar mis vicios o para arrogarme virtudes.<br />

Pues si algunas veces, sin pensarlo, por un movimiento involuntario, he escondido el lado<br />

deforme pintándome de perfil, bien compensadas han sido estas reticencias con otras<br />

reticencias más extrañas que a menudo me han hecho silenciar el bien más cuidadosamente<br />

que el mal. Esto es una peculiaridad de mi natural que es muy perdonable que los hombres<br />

no crean, pero que, por increíble que sea, no es menos real: a menudo he dicho el mal en<br />

toda su vileza y raramente he dicho el bien en cuanto tenía de amable, y a menudo lo he<br />

callado totalmente porque me honraba demasiado, y al hacer mis Confesiones habría<br />

parecido que hacía mi elogio. He descrito mis años mozos sin jactarme de las felices<br />

cualidades de que estaba dotado mi corazón y suprimiendo incluso los hechos que las ponían<br />

demasiado en evidencia. Recuerdo ahora dos de mi primera infancia que me vinieron ambos

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