Rousseau_JeanJacques-Suenos De Un Paseante Solitario

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misma vida, ven a su fin que han desperdiciado sus esfuerzos. Todos sus cuidados, todos sus bienes, todos los frutos de sus laboriosas vigilias, todo lo dejan cuando se van. No han pensado en adquirir durante su vida algo que pudieran llevarse a su muerte. Todo esto me lo he dicho cuando era tiempo de decírmelo, y si no he sabido sacar mejor partido de mis reflexiones, no es por no haberlas hecho a tiempo ni por no haberlas digerido bien. Arrojado desde mi infancia al torbellino del mundo, aprendí tempranamente por la experiencia que no estaba hecho para vivir aquí y que jamás alcanzaría el estado cuya necesidad sentía mi corazón. Al dejar, pues, de buscar entre los hombres la ventura que sentía no poder encontrar en ellos, mi ardiente imaginación saltaba ya entonces por encima del espacio de mi vida apenas comenzada como por sobre un terreno que me fuera extraño, para descansar en un asiento tranquilo donde pudiera establecerme. Este sentimiento, nutrido desde mi infancia por la educación y reforzado durante toda mi vida por el largo tejido de miserias e infortunios que la han llenado, me ha llevado a tratar en todo tiempo de conocer la naturaleza y el destino de mi ser con más interés y cuidado de lo que he encontrado en ningún otro hombre. H le visto a muchos que filosofaban bastante más doctamente que yo, pero su filosofía era, por así decir, ajena. Al querer ser más sabios que otros, estudiaban el universo para saber cómo estaba dispuesto igual que hubieran estudiado una máquina que se hubieran encontrado, por pura curiosidad. Estudiaban la naturaleza humana para poder hablar eruditamente de ella, pero no para conocerse; trabajaban para instruir a los demás, pero no para esclarecerse en sus adentros. Varios de ellos no querían más que hacer un libro, no importaba cuál, con tal de que fuera bien acogido. Una vez hecho y publicado el suyo, su contenido ya no les interesaba de ninguna manera, si no fuera para que los demás lo prohijaran y para defenderlo en caso de que fuera atacado, pero, por lo demás, sin sacar nada para su propio uso, sin preocuparse siquiera de que el contenido fuera verdadero o falso, con tal de que no fuera rechazado. En cuanto a mí, siempre que he deseado aprender ha sido para saber yo mismo y no para enseñar; siempre he creído que antes de enseñar a los demás era menester comenzar por saber lo bastante para sí, y, de todos los estudios que he intentado hacer en mi vida en medio de los hombres, apenas hay alguno que no hubiera hecho igualmente solo en una isla desierta en la que hubiera estado confinado para el resto de mis días. Lo que uno debe hacer depende mucho de aquello en lo que uno debe creer, y en todo cuanto no concierne a las necesidades primarias de la

naturaleza, nuestras opiniones son la regla de nuestras acciones. Para dirigir el quehacer de mi vida dentro de este principio, que fue siempre el mío, he procurado durante largo tiempo y con frecuencia conocer su verdadero fin, y, al sentir que no era menester buscar tal fin, enseguida me he consolado de mi poca aptitud para conducirme hábilmente en este mundo. Nacido en una familia en la que reinaban las buenas costumbres y la piedad, educado luego con dulzura en casa de un pastor lleno de sabiduría y de religión, había recibido desde mi más tierna infancia, principios, máximas -otros dirían prejuicios- que nunca me han aban- donado del todo. Aún niño y entregado a mí mismo, atraído mediante caricias, seducido por la vanidad, embaucado en la esperanza, forzado por la necesidad, me hice católico, pero siempre permanecí cristiano, y bien pronto ganado por la costumbre mi corazón se ligó sinceramente a mi nueva religión. Las instrucciones, los ejemplos de la señora Warens me afirmaron en este apego. La soledad campestre en que pasé la flor de mi juventud, el estudio de los buenos libros al que me entregué por entero, reforzaron junto a ella mis naturales disposiciones para los sentimientos afectuosos y me convirtieron en un devoto casi a la manera de Fénelon. La meditación en el retiro, el estudio de la naturaleza, la contemplación del universo empujan a un solitario a elevarse sin cesar hacia el autor de las cosas y a buscar con una dulce inquietud el fin de todo lo que ve y la causa de todo lo que siente. Cuando mi destino me arrojó al torrente del mundo, no encontré ya en él nada que pudiera agradar por un momento a mi corazón. 1:1 lamento de mis dulces ocios me persiguió por doquier y proyectó la indiferencia y el asco sobre cuanto podía encontrarse a mi alcance, lo que propiamente conduce a la fortuna y a los honores. Inseguro en mis inquietos deseos, esperaba poco, obtuve menos y sentí, entre resplandores incluso de prosperidad, que cuando hubiera obtenido todo lo que creía buscar, no habría encontrado la dicha de que estaba ávido mi corazón sin saber descubrir su objeto. Todo contribuía así a desligar mis aficiones de este mundo, aun antes de los infortunios que debían volverme completamente extranjero a él. Llegué a los cuarenta años flotando entre la indigencia y la fortuna, entre la sabiduría y la confusión, lleno de vicios de hábito sin ninguna mala inclinación en el corazón, viviendo el acaso sin principios bien declarados por mi razón y distraído de mis deberes sin despreciarlos, pero sin conocerlos a menudo bien. Desde mi juventud había fijado esta época de los cuarenta años como el término de mis esfuerzos para encumbrarme y el de mis pretensiones de todo género.

naturaleza, nuestras opiniones son la regla de nuestras acciones. Para dirigir el quehacer de<br />

mi vida dentro de este principio, que fue siempre el mío, he procurado durante largo tiempo<br />

y con frecuencia conocer su verdadero fin, y, al sentir que no era menester buscar tal fin,<br />

enseguida me he consolado de mi poca aptitud para conducirme hábilmente en este mundo.<br />

Nacido en una familia en la que reinaban las buenas costumbres y la piedad, educado<br />

luego con dulzura en casa de un pastor lleno de sabiduría y de religión, había recibido desde<br />

mi más tierna infancia, principios, máximas -otros dirían prejuicios- que nunca me han aban-<br />

donado del todo. Aún niño y entregado a mí mismo, atraído mediante caricias, seducido por<br />

la vanidad, embaucado en la esperanza, forzado por la necesidad, me hice católico, pero<br />

siempre permanecí cristiano, y bien pronto ganado por la costumbre mi corazón se ligó<br />

sinceramente a mi nueva religión. Las instrucciones, los ejemplos de la señora Warens me<br />

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de los buenos libros al que me entregué por entero, reforzaron junto a ella mis naturales<br />

disposiciones para los sentimientos afectuosos y me convirtieron en un devoto casi a la<br />

manera de Fénelon. La meditación en el retiro, el estudio de la naturaleza, la contemplación<br />

del universo empujan a un solitario a elevarse sin cesar hacia el autor de las cosas y a buscar<br />

con una dulce inquietud el fin de todo lo que ve y la causa de todo lo que siente. Cuando mi<br />

destino me arrojó al torrente del mundo, no encontré ya en él nada que pudiera agradar por<br />

un momento a mi corazón. 1:1 lamento de mis dulces ocios me persiguió por doquier y<br />

proyectó la indiferencia y el asco sobre cuanto podía encontrarse a mi alcance, lo que<br />

propiamente conduce a la fortuna y a los honores. Inseguro en mis inquietos deseos,<br />

esperaba poco, obtuve menos y sentí, entre resplandores incluso de prosperidad, que cuando<br />

hubiera obtenido todo lo que creía buscar, no habría encontrado la dicha de que estaba ávido<br />

mi corazón sin saber descubrir su objeto. Todo contribuía así a desligar mis aficiones de este<br />

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Llegué a los cuarenta años flotando entre la indigencia y la fortuna, entre la sabiduría y la<br />

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acaso sin principios bien declarados por mi razón y distraído de mis deberes sin<br />

despreciarlos, pero sin conocerlos a menudo bien.<br />

<strong>De</strong>sde mi juventud había fijado esta época de los cuarenta años como el término de mis<br />

esfuerzos para encumbrarme y el de mis pretensiones de todo género.

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