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Rousseau_JeanJacques-Suenos De Un Paseante Solitario

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gran danés se había precipitado contra mis dos piernas y, al chocarme con su masa y su<br />

velocidad, me había hecho caer de bruces: la mandíbula superior había golpeado contra un<br />

adoquín irregular, soportando todo el peso de mi cuerpo, y la caída había sido tanto más<br />

violenta cuanto que, al ser en descenso, mi cabeza había quedado más abajo que mis pies.<br />

La carroza a la que pertenecía el perro venía inmediatamente detrás y me habría pasado<br />

por encima si el cochero no hubiera detenido sus caballos al instante. Esto es lo que supe por<br />

el relato de los que me habían levantado y que aún me sostenían cuando volví en mí. El<br />

estado en que me hallé en ese instante es demasiado singular como para no hacer aquí su<br />

descripción.<br />

Se acercaba la noche. Vi el cielo, algunas estrellas y un poco de verdor. Esta primera<br />

sensación constituyó un momento delicioso. Sólo de esa manera me sentía aún. En ese<br />

instante nacía a la vida y parecíame que con mi leve existencia llenaba todos los objetos que<br />

veía. Todo entero, en aquel momento no me acordaba de nada; no tenía ninguna noción<br />

distintiva de mi individualidad ni la menor idea de lo que acababa de ocurrirme; no sabía<br />

quién era ni dónde estaba; no sentía dolor, ni temor ni inquietud. Veía manar mi sangre<br />

como hubiera visto correr un arroyo, sin ni siquiera pensar que aquella sangre me<br />

perteneciera en forma alguna. Sentía en todo mi ser una calma hechizante frente a la que,<br />

cada vez que la recuerdo, no encuentro nada comparable en toda la actividad de los placeres<br />

conocidos.<br />

Me preguntaron dónde vivía; me fue imposible decirlo. Pregunté dónde estaba; me<br />

dijeron que en la Haule-Borna; fue como si me hubieran dicho en el monte Altas. Tuve que<br />

preguntar arreo por el país, la ciudad y el barrio en que me hallaba. Aquello no bastó, con<br />

todo, para reconocerme; me fue preciso el trayecto desde allí hasta el bulevar para<br />

acordarme de mi morada y de mi nombre. <strong>Un</strong> señor que no conocía y que tuvo la caridad de<br />

acompañarme un rato, al saber que vivía tan lejos, me aconsejó que cogiera en el Temple un<br />

simón que me llevara a casa. Andaba muy bien, con mucha ligereza, sin sentir dolor ni<br />

herida, aunque escupiese todavía mucha sangre. Tenía empero un escalofrío glacial que me<br />

hacía castañetear de un modo incómodo mis dientes rotos. Cuando llegué el Temple pensé<br />

que, ya que caminaba sin esfuerzo, más valía que siguiera a pie mi camino antes de<br />

exponerme a perecer de frío en un simón. Así hice la media legua que hay desde el Temple a<br />

la calle Pláterie, caminando sin esfuerzo, evitando los atascos, los coches, escogiendo y

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