COMPROMISO SOCIAL - Universidad Iberoamericana

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A principios del siglo XIX, la mayor parte de la población mundial trabajaba por su cuenta. No vendía su tiempo marcado en un reloj a la puerta de instalaciones ajenas. Trabajaba en su casa o en lo suyo: vendía productos y servicios producidos con los recursos familiares. Tener empleo no era lo más común, ni parecía deseable. Era como caer en la servidumbre. En particular, buscar empleo en el gobierno parecía una falta de sentido común, casi una enfermedad mental, para la cual se usaba un nombre burlesco: empleomanía. En 1827, José María Luis Mora publicó un notable Discurso sobre los perniciosos efectos de la empleomanía que parece escrito para hoy. Sin embargo, lo que hoy parece una locura es trabajar por cuenta propia. Hacia 1970, en los grandes países capitalistas, la mayor parte de la población ya no tenía su propio capital para trabajar: tenía un empleo. En los socialistas, trabajaba para el gobierno. La economía mundial se había burocratizado. El trabajo sólo se concebía bajo la dependencia de jefes que a su vez tienen jefes, que a su vez tienen jefes: en jerarquías piramidales prometedoras de ascensos. Producir en otros escenarios era vivir al margen del progreso, cuando no de la ley. La nueva normalidad fue definida por John Keneth Galbraith en The new industrial state (1967): “Con excepción de los románticos patológicos, todos ahora reconocen que ésta no es la era del pequeño empresario”. En su opinión, la empresa del futuro sería “muy, muy grande”. Años después, The Economist señaló que Galbraith había anunciado esa tendencia precisamente cuando empezaba a declinar. La energía barata subsidia el gigantismo. Las burocracias de la Antigüedad dependían de la energía humana barata: la esclavitud, la servidumbre y los impuestos. Pero la energía humana no es tan barata como la energía fósil. La explotación humana, como la animal, tiene costos de mantenimiento que limitan el margen explotable y la concentración posible. Los primeros gigantismos nunca llegaron a tener la escala que permite la explotación de los recursos naturales, especialmente el carbón y el petróleo. Durante casi un siglo, los precios del petróleo fueron bajos y estables. En 1973, la renovación de la guerra contra Israel y el monopolio de la OPEP los hicieron subir de 3 dólares a 12 en unos cuantos meses, y a 35 en 1979. El nuevo gigantismo se tambaleó. Las grandes empresas, las grandes ciudades y el sector público vivieron situaciones turbulentas y difíciles. El gigantismo tiene rendimientos decrecientes. El poder político y la destrucción ecológica pueden reforzarlo mientras no se generaliza. No es lo mismo que el empleo piramidado en grandes estructuras administrativas ocupe el 1% de la población, que el 10%, que el 30%. El progreso improductivo no puede avanzar indefinidamente, porque concentra recursos cada vez más costosos y menos productivos. La concentración del poder en burocracias públicas y privadas recibió un subsidio extraordinario, pero no renovable, con la energía fósil, cuyo despilfarro empezó en el siglo XIX y terminará en el XXI. Esos grandes depósitos de energía barata (el carbón, el petróleo), que se acumularon durante millones de años para ser consumidos en dos o tres siglos, han servido para que parezcan económicas muchas cosas que no lo son. Muchas economías de escala consisten simplemente en economizar trabajo despilfarrando energía o capital. Al escasear la energía y el capital baratos, cambian todos los cálculos y se reduce la escala de operación justificable. No parece casualidad que en el censo de 1980, por primera vez en la historia de los Estados Unidos, las grandes ciudades dejaran de crecer. Esto no puede desconectarse de lo que sucedió después del censo de 1970: el aumento en los precios de la gasolina, la calefacción y la electricidad, el aumento en las tasas de interés, la quiebra municipal de Nueva York, la negativa del gobierno federal a absorber el déficit de las grandes ciudades, la rebeldía de los contribuyentes al aumento de impuestos municipales. Cuando el gigantismo deja de recibir subsidios, deja de crecer. Muchos progresos del siglo XX son progresos improductivos. Técnicamente pueden ser maravillosos, pero económicamente son deficitarios. Para sostenerse, necesitan energía barata, recursos naturales baratos, crédito barato y, en general, capital barato. Pero no todos los juguetes maravillosos son improductivos. Hay otros que economizan energía, que economizan recursos naturales, que economizan capital. El teléfono celular, por ejemplo, es un progreso digno de la mejor tradición: la que aumenta la productividad del trabajo con inversiones mínimas. Esta tradición viene de los pueblos que hoy se llaman subdesarrollados: los que inventaron el anzuelo, la rueda, la aguja, el alfabeto y tantas otras cosas que seguimos usando. En los tiempos modernos, los pueblos que hoy se llaman desarrollados inventaron otra maravilla: la bicicleta. La bicicleta es un progreso sumamente productivo. Con una inversión mínima, permite moverse cuatro veces más aprisa que a pie, a un costo calórico cinco veces menor por kilómetro recorrido. En cambio, un automóvil puede correr diez veces más aprisa que una bicicleta (suponiendo que todos sean tan amables de hacerse a un lado y dejar la vía libre), pero el costo en calorías por pasajero-kilómetro no es menor, sino treinta veces mayor que andar a pie. Y la inversión no es tan pequeña. Como si fuera poco, el automóvil contamina y mata a muchas personas. 7

El aura maravillosa del progreso no facilita los distingos: envuelve todos los juguetes maravillosos como si fueran igualmente productivos, celebra todos los crecimientos como si fueran igualmente deseables. Pero hay que distinguir las innovaciones que ahorran trabajo, a costa de subemplear o despilfarrar el capital socialmente disponible, de las que permiten producir lo mismo o más con menos capital, equipo, materias primas y energía. Hay que distinguir las maravillas faraónicas de las miniaturizantes. Hay que distinguir el crecimiento vertical, piramidal, centralizado, que por lo general produce menos con los mismos recursos, del crecimiento horizontal, descentralizado, comunitario o federativo. Hay que distinguir la productividad que favorece la autonomía personal de la que reduce la autonomía personal. Hay que dis- tinguir la educación que produce burócratas de la que produce innovadores, emprendedores, profesionistas independientes, artistas y artesanos. Suele creerse que las empresas pequeñas son menos eficientes que las grandes. Si por eficiencia se entiende la cantidad de producción por persona ocupada, es verdad. Pero si se entiende la cantidad producida en proporción a los recursos, las pequeñas son más eficientes. En las tabulaciones de los censos económicos que se presentan por tamaño del establecimiento (número de personas ocupadas), puede observarse que la productividad laboral (valor agregado por persona) aumenta con el tamaño, mientras que la productividad de la inversión (valor agregado en proporción al total de los activos) disminuye. Esta asimetría explica otra: las grandes empresas pueden pagar salarios altos, las pequeñas pueden pagar intereses altos. Las economías de escala consisten sobre todo en economizar trabajo, no recursos. El gigantismo concentra muchos recursos en muy pocas personas y aumenta así la productividad de su personal, a costa 8 COMPROMISO SOCIAL meditaciones de reducir la productividad de sus recursos. Si una parte de los recursos destinados al crecimiento piramidal se asignaran al crecimiento horizontal, generarían más empleos y producirían más. Alguna vez, una revista de negocios creyó entender en esta afirmación que las grandes empresas (naturalmente) son más eficientes, pero como las pequeñas son más numerosas, entre todas juntas producen más. No es así. Las grandes empresas, aunque son pocas, producen más que todas las pequeñas juntas. También producen más por hombre. Pero producen menos con respecto a los recursos que concentran. En aquel momento, las empresas que ocupaban más de 750 personas ocupaban ocho veces más capital por persona que las microempresas que ocupaban me- nos de seis personas; pero no producían ocho veces más por persona sino cuatro veces más. Es decir: producían la mitad por unidad de inversión. Con la misma inversión, se podían crear 750 empleos en una empresa grande o 6,000 en 1,200 microempresas de 5 personas. Y si bien las 750 personas producirían lo mismo que 3,000 en 600 microempresas, sólo producirían la mitad que 6,000 en 1,200. En una población de 6,000 personas ocupables, equipar a 750 personas en una sola gran empresa dejaría sin empleo a 5,250 y produciría la mitad. Otra forma de ver lo mismo es que crear un empleo en una gran empresa cuesta millones de pesos (como puede comprobarse en las cifras de “Las 500 mayores empresas” que publica Expansión). En las medianas y pequeñas empresas, basta con la décima parte para crear un empleo. En el autoempleo, basta la centésima. El progreso improductivo tiende a concentrar los recursos donde producen menos. En el sexenio de 1988 a 1994, la política modernizadora y una coyuntura internacional favorable lograron que la inversión extranjera en México aumentara 528% y la inversión fija bruta 54%. Pero el PIB no aumentó más que 18% (la tercera parte de 54%) y el empleo formal 4% (la tercera parte del crecimiento de la población). La productividad laboral de los empleos formales aumentó 13%, pero la productividad de la inversión fija bruta disminuyó 23%. Y en todo el sexenio no se creó más que un millón de empleos formales. Así funciona el progreso improductivo. Las concentraciones de recursos, de poder y de prestigio se refuerzan mutuamente. El gigantismo sirve para negociar, imponerse, piramidar y acumular improductivamente recursos que aumenten la productividad laboral y los sueldos de su personal. A lo cual se suma el prestigio de pertenecer a grandes Hay que combatir la idea de que el único escenario digno del progreso es el gigantismo. Hay que apoyar a los millones de mexicanos que, afortunadamente, todavía creen en trabajar por su cuenta. instituciones y empresas. La seguridad económica, las instalaciones de lujo, los viajes y gastos pagados, prestigian la integración al gigantismo. Este prestigio de la dependencia (la “jaula de oro” que lleva a “la ignominia antes que la renuncia”) parecía ridículo cuando lo prestigiado era la independencia y muchos orgullosamente decían: Prefiero ser cabeza de ratón que cola de león. A la sociedad le conviene prestigiar la independencia y las operaciones en pequeño. Hay que combatir la idea de que el único escenario digno del progreso es el gigantismo. Hay que apoyar a los millones de mexicanos que, afortunadamente, todavía creen en trabajar por su cuenta. No sólo porque la autonomía es un ideal digno del ser humano, sino porque nunca habrá suficiente capital para absorberlos como ejecutivos o funcionarios. En particular, es un desperdicio preparar universitarios para que busquen empleos maravillosos (y se lleven un chasco). Lo práctico es prepararlos para la autonomía creadora que genera empleos para otros. ●

El aura maravillosa del progreso<br />

no facilita los distingos: envuelve todos<br />

los juguetes maravillosos como si fueran<br />

igualmente productivos, celebra todos los<br />

crecimientos como si fueran igualmente<br />

deseables. Pero hay que distinguir las innovaciones<br />

que ahorran trabajo, a costa<br />

de subemplear o despilfarrar el capital socialmente<br />

disponible, de las que permiten<br />

producir lo mismo o más con menos capital,<br />

equipo, materias primas y energía. Hay<br />

que distinguir las maravillas faraónicas de<br />

las miniaturizantes. Hay que distinguir el<br />

crecimiento vertical, piramidal, centralizado,<br />

que por lo general produce menos con los<br />

mismos recursos, del crecimiento horizontal,<br />

descentralizado, comunitario o federativo.<br />

Hay que distinguir la productividad que<br />

favorece la autonomía personal de la que<br />

reduce la autonomía personal. Hay que dis-<br />

tinguir la educación que produce burócratas<br />

de la que produce innovadores, emprendedores,<br />

profesionistas independientes, artistas<br />

y artesanos.<br />

Suele creerse que las empresas<br />

pequeñas son menos eficientes que las<br />

grandes. Si por eficiencia se entiende la cantidad<br />

de producción por persona ocupada,<br />

es verdad. Pero si se entiende la cantidad<br />

producida en proporción a los recursos, las<br />

pequeñas son más eficientes. En las tabulaciones<br />

de los censos económicos que se<br />

presentan por tamaño del establecimiento<br />

(número de personas ocupadas), puede<br />

observarse que la productividad laboral<br />

(valor agregado por persona) aumenta con<br />

el tamaño, mientras que la productividad<br />

de la inversión (valor agregado en proporción<br />

al total de los activos) disminuye. Esta<br />

asimetría explica otra: las grandes empresas<br />

pueden pagar salarios altos, las pequeñas<br />

pueden pagar intereses altos.<br />

Las economías de escala consisten<br />

sobre todo en economizar trabajo, no recursos.<br />

El gigantismo concentra muchos<br />

recursos en muy pocas personas y aumenta<br />

así la productividad de su personal, a costa<br />

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<strong>COMPROMISO</strong> <strong>SOCIAL</strong> meditaciones<br />

de reducir la productividad de sus recursos.<br />

Si una parte de los recursos destinados<br />

al crecimiento piramidal se asignaran<br />

al crecimiento horizontal, generarían más<br />

empleos y producirían más.<br />

Alguna vez, una revista de negocios<br />

creyó entender en esta afirmación<br />

que las grandes empresas (naturalmente)<br />

son más eficientes, pero como las pequeñas<br />

son más numerosas, entre todas juntas<br />

producen más. No es así. Las grandes<br />

empresas, aunque son pocas, producen<br />

más que todas las pequeñas juntas. También<br />

producen más por hombre. Pero producen<br />

menos con respecto a los recursos<br />

que concentran.<br />

En aquel momento, las empresas<br />

que ocupaban más de 750 personas ocupaban<br />

ocho veces más capital por persona<br />

que las microempresas que ocupaban me-<br />

nos de seis personas; pero no producían<br />

ocho veces más por persona sino cuatro<br />

veces más. Es decir: producían la mitad<br />

por unidad de inversión. Con la misma<br />

inversión, se podían crear 750 empleos<br />

en una empresa grande o 6,000 en 1,200<br />

microempresas de 5 personas. Y si bien las<br />

750 personas producirían lo mismo que<br />

3,000 en 600 microempresas, sólo producirían<br />

la mitad que 6,000 en 1,200. En<br />

una población de 6,000 personas ocupables,<br />

equipar a 750 personas en una sola<br />

gran empresa dejaría sin empleo a 5,250<br />

y produciría la mitad.<br />

Otra forma de ver lo mismo es<br />

que crear un empleo en una gran empresa<br />

cuesta millones de pesos (como puede<br />

comprobarse en las cifras de “Las 500 mayores<br />

empresas” que publica Expansión).<br />

En las medianas y pequeñas empresas, basta<br />

con la décima parte para crear un empleo.<br />

En el autoempleo, basta la centésima.<br />

El progreso improductivo tiende a<br />

concentrar los recursos donde producen<br />

menos. En el sexenio de 1988 a 1994, la<br />

política modernizadora y una coyuntura<br />

internacional favorable lograron que la<br />

inversión extranjera en México aumentara<br />

528% y la inversión fija bruta 54%.<br />

Pero el PIB no aumentó más que 18% (la<br />

tercera parte de 54%) y el empleo formal<br />

4% (la tercera parte del crecimiento de la<br />

población). La productividad laboral de<br />

los empleos formales aumentó 13%, pero<br />

la productividad de la inversión fija bruta<br />

disminuyó 23%. Y en todo el sexenio no<br />

se creó más que un millón de empleos<br />

formales. Así funciona el progreso improductivo.<br />

Las concentraciones de recursos,<br />

de poder y de prestigio se refuerzan<br />

mutuamente. El gigantismo sirve para<br />

negociar, imponerse, piramidar y acumular<br />

improductivamente recursos que<br />

aumenten la productividad laboral y<br />

los sueldos de su personal. A lo cual se<br />

suma el prestigio de pertenecer a grandes<br />

Hay que combatir la idea de que el único escenario<br />

digno del progreso es el gigantismo. Hay que apoyar<br />

a los millones de mexicanos que, afortunadamente,<br />

todavía creen en trabajar por su cuenta.<br />

instituciones y empresas. La seguridad<br />

económica, las instalaciones de lujo, los<br />

viajes y gastos pagados, prestigian la integración<br />

al gigantismo. Este prestigio de la<br />

dependencia (la “jaula de oro” que lleva<br />

a “la ignominia antes que la renuncia”)<br />

parecía ridículo cuando lo prestigiado era<br />

la independencia y muchos orgullosamente<br />

decían: Prefiero ser cabeza de<br />

ratón que cola de león.<br />

A la sociedad le conviene prestigiar<br />

la independencia y las operaciones<br />

en pequeño. Hay que combatir la idea<br />

de que el único escenario digno del progreso<br />

es el gigantismo. Hay que apoyar<br />

a los millones de mexicanos que, afortunadamente,<br />

todavía creen en trabajar por<br />

su cuenta. No sólo porque la autonomía<br />

es un ideal digno del ser humano, sino<br />

porque nunca habrá suficiente capital<br />

para absorberlos como ejecutivos o funcionarios.<br />

En particular, es un desperdicio<br />

preparar universitarios para que busquen<br />

empleos maravillosos (y se lleven un<br />

chasco). Lo práctico es prepararlos para la<br />

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