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Atzavares - Vicerrectorado de Estudiantes y Extensión Universitaria ...

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–Chsst... Sí –interrumpió Elisa.<br />

–Pero son sólo cuentos... a algún niño se la habrá ido la boca.<br />

–Sí, cuentos. Pero prohibimos durante tres años la entrada a cualquier mujer<br />

<strong>de</strong>sconocida. Un alcal<strong>de</strong> joven, don Eusebio, que marchó hace apenas dos años,<br />

<strong>de</strong>rogó al fin la prohibición. Aquí nada es sólo un cuento.<br />

Manuela encerró a su hija en casa y le suplicó que olvidara todas las coplillas.<br />

Pero su padre se colgó, y tuvo que salir al cementerio.<br />

Lo encontraron al amanecer en la higuera <strong>de</strong>l patio. Había cortado con<br />

cobardía todas las ramas cercanas al suelo salvo una. Nadie gritó, nadie se tiró<br />

a besar los pies morados.<br />

El día <strong>de</strong>l entierro un cielo naranja se cansaba por el camposanto sin conmoverse<br />

<strong>de</strong> que echaran a un hombre a la parcela <strong>de</strong> los infieles. Lo liaron en<br />

una sábana porque todos los ataú<strong>de</strong>s tenían crucifijo y nadie quería pudrirse las<br />

uñas arrancándolo. Entre los terrones <strong>de</strong> tierra que rompieron contra la frente<br />

<strong>de</strong> su padre Lucía buscó con apuro alguna lágrima.<br />

Sólo ella y su madre asistieron al entierro y marcharon antes <strong>de</strong> que se acomodara<br />

la tierra. Detrás <strong>de</strong>l polvo <strong>de</strong>scansaba un joven sepulturero <strong>de</strong> ojos ver<strong>de</strong>s<br />

que la puso colorada.<br />

Camisas, medias, faldas, hasta bragas y sostenes oscuros colgaban como<br />

cuervos <strong>de</strong> los alambres <strong>de</strong>l patio. Lucía sintió un amor a <strong>de</strong>stiempo por su<br />

padre. No quería oír a nadie. Dejó <strong>de</strong> cantar. Aunque a veces se sorprendía fregando<br />

un compás por soleares.<br />

Pasaron dos años y Manuela <strong>de</strong>sanudó su velo oscuro. La pequeña, sin<br />

embargo, lo abrochaba con más fuerza. Aún rumiaba la pala <strong>de</strong>l cementerio<br />

cuando sus pechos comenzaron a pelear, y los ahogó entre sostenes negros. Al<br />

final, comprendió que no podía apretarse el luto hasta la sangre, entonces lloró<br />

mucho, lloró por resignación lo que no pudo por dolor.<br />

Hasta los 17 años, Lucía sólo salía al aljibe con su madre una mañana sí, otra<br />

no. Al terminar el luto, acudía al mercado para que Manuela estirara un par <strong>de</strong><br />

horas la asistencia a Elisa. Recibía cinco pesetas por día. A veces cuando la vieja<br />

iba a la cocina, advertía que la cojera cambiaba <strong>de</strong> pierna.<br />

Una día <strong>de</strong> abril, Lucía cargó el canasto con las primeras fresas <strong>de</strong> la temporada.<br />

Antonio el <strong>de</strong> La Piñona, antiguo compañerito <strong>de</strong> tejo y churro, la persiguió<br />

sugiriéndole que tenía la paja limpia y bien montada en el corral. La joven<br />

siguió sin levantar la cabeza <strong>de</strong> las fresas, pero él <strong>de</strong>sesperó y empezó a estirarle<br />

<strong>de</strong> la falda: “¿No eres esa tan mala que va con tos? Pues a mí no me matas<br />

ná, mira, no me matas ná”. Otra mañana, Albertín, que tenía por entonces una<br />

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