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Emociones de la guerra
Relato de la Guerra de Los Mil Días
en El Gran Santander

Max Grillo
Emociones de la guerra
Relato de la Guerra de Los Mil Días
en El Gran Santander
Colección
Temas y Autores Regionales
Bucaramanga, 2008

© Universidad Industrial de Santander
Colección
“Autores y Temas Regionales”
Dirección Cultural
Universidad Industrial de Santander
Rector UIS: Jaime Alberto Camacho Pico
Vicerrector Académico: Álvaro Gómez Torrado
Vicerrector Administrativo: Sergio Isnardo Muñoz
Vicerrector de Investigaciones: Óscar Gualdrón
Director de Publicaciones: Óscar Roberto Gómez Molina
Dirección Cultural: Luis Álvaro Mejía Argüello
Impresión:
División de Publicaciones UIS
Comité Editorial: Armando Martínez Garnica
Serafín Martínez González
Luis Alvaro Mejía A.
Imagen Carátula:
Óleo: Maqueta iluminada, de la serie de esculturas tituladas “Viacrucis de la
guerra”, de Pedro Villamizar
Primera Edición: septiembre de 2008
ISBN:
Dirección Cultural UIS
Ciudad Universitaria Cra. 27 calle 9.
Tel. 6846730 - 6321349 Fax. 6321364
divcult@uis.edu.co
Bucaramanga, Colombia
Impreso en Colombia

Presentación
De todos los libros que he leído en torno de la Guerra
de los Mil Días, ninguno como Emociones de la guerra,
de Max Grillo. Es la vívida memoria de los ignorados
y olvidados, dibujados por la pluma de un gran escritor
modernista, quien vinculado al ejército Liberal, participó
en la contienda en los escenarios montañosos del
Gran Santander.
Lecturas apasionantes como ésta, desde la orilla de los
anónimos y el reclamo por los ignorados, son aleccionantes
para nuestros jóvenes inquietos por conocer las
claves secretas de la historia colombiana y las cicatrices
que perduran en la geografía de los sentimientos y los
escenarios de las batallas: Palonegro, Peralonso, Cerro
de Armas, Alto de la Cruz, Terán, Gramalote, la Cuchilla
y Palo del Muerto: todos los nombres un nombre,
cuando el vencedor y el vencido sufren la derrota de la
frustración colectiva.
Diversa y dispersa es la literatura en torno de la Guerra
de los Mil Días. La última guerra civil, si no fuera por
el drama vivo que encarna, podría enmarcarse del todo
en el género de las guerritas domésticas, señaladas así por
Ricardo Silva, el padre del poeta José Asunción. Guerra
5

que entra en calor con la Campaña del Gran Santander
en 1899. Una generación de colombianos de espíritu
libre, habría de revelarse contra las ataduras del poder
humano al poder divino, representadas en el fervor
clerical por sostener desde los púlpitos la tiranía conservadora.
Jóvenes brillantes, espejos de la civilización
y del progreso de la nación, cayeron en los campos
forestales de las batallas nombrados por sus propios
nombres. Eran los héroes de una guerra sustentada
en los valores temerarios del coraje que infunde en
la peonada el levantamiento en armas de los hijos de
sus patrones, los finqueros y los hacendados. Oleadas
de peones se levantaban en armas abandonando el
arado impulsados por pasiones ciegas hacia los más
inverosímiles escenarios del dolor y de la muerte.
Una pléyade de jóvenes santandereanos se sacrificó
con la convicción de que entre los abatares de la fé y la
razón, surgía el concepto de libertad como el preciado
argumento de progreso en ese mundo premoderno que
los arrojaba al escenario de la guerra.
Iluminados por las ideas civilistas, aquellos jóvenes
fueron descubriendo al fragor de la lucha sus afinidades
electivas con el pensamiento y su concepción de
estado, del general Rafael Uribe Uribe, héroe y víctima
de aquellas tormentosas jornadas de la Campaña en
Santander, bellamente narradas en su complejidad
humana en las Emociones de la guerra. Su contradictor
y jefe, el octogenario generalísimo llanero Gabriel
Vargas Santos, por sus quebrantos de salud dirigía los
6

atallones a distancia, dejando la suerte del ejército
Liberal a merced de sus generales de confianza y a la
diligencia de los postas de correo en la transmisión de
los mensajes.
Un deliberado propósito anima este libro: revelar la memoria
de los ignorados u olvidados, los sin nombre.
En criterio del poeta modernista nicaragüense Rubén
Darío, Los ignorados era el título preciso del libro de Max
Grillo para un lector europeo, y con ese nombre lo publicó
la Casa Editorial de la Librería Ollendorf, de París,
en 1912. Entre nosotros se llamó y se seguirá llamando
con el sugestivo título de Emociones de la guerra.
En este teatro rural de la guerra, cayeron infinidad de
combatientes sin nombre, los Higinios de las sementeras
y oficios de labranza, con el anónimo designio de la
peonada fiel a los idearios sentimentales que animan la
autoridad de su patrón. En él podemos palpar el alma
elemental de los adversarios que murieron en el campo
de batalla sin conocer a ciencia cierta el verdadero sentido
de la causa por la que peleaban.
¿Tú vas a la guerra, Juan?
¡De la guerra pocos vuelven
Y a la guerra muchos van!
Versos del alma popular, en los que el poeta Max Grillo
le lee las cartas de la suerte a la peonada que a cielo
abierto escucha al corneta en el campo de batalla.
7

La batalla de Palonegro, en los altos cerros de Girón,
es el preludio del fin de un fracaso colectivo. Los campos
desolados y el Club del Comercio con sus puertas
cerradas, por el sobrecogimiento de los comerciantes
de ambos bandos y el luto que los reducía a la impotencia.
Los caminos poblados de cruces, los cielos plagados
de gallinazos y los espíritus en reducido aliento abandonados
a la buena de Dios.
El drama poético subyace en tono melódico al lenguaje
modernista. El preciosismo modernista que se advierte
en el relato y la aguda intencionalidad psicológica,
ahondan en las emociones y sentimientos plasmados
en esa acuarela trágica de la Guerra de Los Mil Días en
la Campaña del Gran Santander.
Bienvenido, amigo lector, a los más crudos escenarios
del asombro, en los más intensos pasajes de la campaña
en el Gran Santander, recobrados por Max Grillo, el
fogoso liberal de delicada pluma.
8
Luís Álvaro Mejía Argüello
Nota del editor: Hemos optado por modernizar la guionización de los diálogos, con
el objeto de facilitar su lectura. Se trata de un trabajo meramente técnico.
De otro lado, hemos procurado identificar a los protagonistas con nombres y apellidos
que habrán de perpetuar su imagen en el lector. En el original se los identifica de
manera escueta por el primer apellido, con un tono de familiaridad que con el tiempo
se diluye.

Lo que conmueve cuando se leen las acciones de esos hombres
que fueron abnegados hasta la muerte, es la sublime
impotencia de su valor, es la esterilidad inmerecida de
su sacrificio. La abnegación y el sacrificio son como las
grandes obras de arte: tienen su objeto en sí mismos. Se
diría que su inutilidad constituye su grandeza.
Anatole France
Iliaci cineris, et flamma extrema meorum.
Virgilio
“¡Oh cenizas de llíon! ¡oh manes de mis
compañeros!”
Estas páginas han sido vividas por
mi espíritu y debieran contener los ingenuos
comentarios de un alma que se interesa por
el infortunio de los hombres.
No las dictó una vacua retórica, ni les
prestará alas el deseo de hacer ruido alrededor
de luchas estériles tan grandes en los
pueblos suramericanos si se las juzga por los
entusiasmos que se consumen en sus hogueras,
y tan tristes y desoladoras a la postre. Este
libro aspira a que se le considere la obra
de un espíritu sincero y ardiente, al cual no
apasionaron prejuicios ni ambiciones sordas
y amargas, y que dice su verdad al modo que
la encontró en las parábolas de su sangre.

S
iente el autor de lo que va a leerse, inclinaciones
generosas hacia las multitudes maltratadas por las
injusticias de los amos y de una moral en que se
hace intervenir a los dioses inocentes de pecado.
Por esto dedica a los humildes la obra en que anheló
dejar un soplo de sentimiento animador, de mentalidad
en que se agitasen hojuelas de ideas compasivas, de arte
sugestivo en que se contuviesen unas pocas imágenes
dignas de quienes se sacrifican en nombre de la hermosa
y pura inconsciencia de los instintos. Dedica las
páginas de su libro –escrito en días de desesperanza–,
a los héroes sin nombre, a los Higinios Cubides, a los
personajes secundarios que, a manera de Kurwenal,
mueren por sus amores inarticulados o por sus inciertos
ideales, sin exhalar una queja y sin prevenir la actitud,
para que así los contemplen las posteridades gloriosas
y los ojos de las futuras gentes.
Si una frase, si un período de los que en seguida
estampo, mereciese ser conservado en memoria de
hombres, y ese renglón o esa imagen no dejara arrastrar
mi nombre en la ronda del olvido sino que lo hiciese
perdurar en elogios agradables, los consagro a los
vencidos ignorados, a los que van a las luchas heroicas
11

impelidos hacia el dolor y la muerte por el alma oculta
y misteriosa de la naturaleza.
El tormento de las multitudes; la tristeza resignada
de los esclavos (y todos lo somos en épocas desventuradas
para las naciones); el grito de las tribus que van
perseguidas al través de los desiertos; las convulsiones
de los pueblos que se ven asediados por la miseria y la
tiranía; el padecer de los que sucumben por un oscuro
ideal entrevisto apenas en la anímula de la vida que
asoma a los ojos de los humildes como se asomarían
las luces errantes de la noche a iluminar el fondo de las
cisternas profundas; la angustia de las turbas acosadas
por un principio desconocido, superior y despótico,
que las azota y selecciona con imperio inmisericorde;
los que acaban silenciosos en sus tugurios; los que se
rebelan y lanzan la imprecación y el reto; los que combaten
en las batallas y vencen para otros y mueren por
otros; los que arrebatan a la tierra las primicias de sus
jugos; los explotados por el despotismo del universo y
por las pasiones educadas, todos, todos los vencidos,
conmueven mi alma sedienta de una justicia nueva, de
una nueva moral, que reformen en provecho de los
rebaños las leyes crueles y ciegas que nos imponen el
derecho del más fuerte.
Concurrí a la principal campaña de la guerra intestina
de 1899, porque juzgué una obligación hacer por
mi parte ese esfuerzo, una vez que en la Prensa había
pedido con fogosidad las reivindicaciones del derecho
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y de las libertades individuales y públicas, que en labor
de quince años no pudieron obtenerse pacíficamente
como concesiones arrancadas a la benevolencia de un
poder tiránico por la predicación de la doctrina.
La generación a la que yo pertenezco no había
conocido, ni quizás conozca, las ventajas y satisfacciones
de vivir en una patria libre, protegido uno por
leyes que se cumplen y respetan por magistrados y por
ciudadanos.
He participado del desasosiego y la ansiedad de una
generación que aspiró a intervenir con nobles sentimientos
e ideas modernas en el desarrollo del progreso
y de la civilidad de Colombia. Parecía un deber impuesto
a nuestra juventud por un imperativo absoluto el intentar
un sacudimiento de animales fuertes para poner sus
aspiraciones de acuerdo con la vida. Cuando se escriba
la historia de estos tiempos, y los amigos de estudiar
hasta las desventuras de los pueblos débiles se enteren
de las causas que nos llevaron a levantar las armas y a
combatir en campos de dolor nos hallarán dignos de
su respeto. El derecho no puede renunciarse en toda su
extensión, de una vez y para siempre, sin que se declare
antes la inanidad del espíritu y se resigne el hombre a
la permanencia del esclavo.
Para obtener los derechos irrenunciables de la personalidad
humana, los pueblos europeos que confiaron
su conquista a la evolución en centenares de años, acudieron
al cabo a los movimientos revolucionarios.
Las generaciones que vengan en seguida de la que
tan dolorosamente ha batallado, estimarán nuestro
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esfuerzo como noble y heroico. Y si este país llegare a
salvarse de la disolución y del destino irremediable que
se le espera a los pueblos que no logran salir de los despotismos
vulgares, podemos contar los revolucionarios
con la gratitud de las futuras gentes. Se rememorarán
entonces nuestros sacrificios y nuestras amarguras, y
las tumbas de los mártires tendrán laureles y flores...
Al presente sólo nos queda la satisfacción de decir con
Ángel Ganivet: Grave error es creer que los triunfos parciales
conduzcan al triunfo final, porque es ley eterna que la victoria
definitiva sea siempre de los vencidos.
Cuando a una tiranía se le intenta vencer por fuerza
de armas y se fracasa en la empresa, sólo se logra
agravar la dolencia que sufren las naciones. Subsiste
el despotismo recrudecido, y el alma nacional se agita
en un cuerpo cada vez más enfermo. Nada puede
hallarse tan triste como los resultados de una guerra
de libertad que se pierde. Los mismos que la iniciaron
con generosos móviles y la conciencia de realizar un
acto justo, se inclinan a renegar de la obra perdida, de
la estéril tarea que en vez de la salud produjo mayores
probabilidades de muerte. Surgen entonces apóstoles
de paz, de miríficas intenciones, aun entre los mismos
que fomentaron la lucha, tímida o audazmente, según
los momentos y alternativas de la contienda; se afanan
por congraciarse con los vencedores; se ciñen las frentes
de olivas rociadas de ceniza; vuelven la espalda a
sus amigos de otros tiempos; hacen zalamas a los que
prevalecen; reniegan de sus anteriores predilecciones;
se defienden de la persecución y del despojo con
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menoscabo de sus conciencias y con perjuicio de sus
antiguos compañeros; alzan donde quiera tribuna para
exponer sus virtudes cándidas, su amor por la paz y su
discrepancia de siempre en ideas y aspiraciones con los
vencidos; se desligan de todo vínculo que los uniera a
éstos y se bañan en la piscina que les muestran los dueños
de la victoria; ignoran el valor del sacrificio, y sin
poder sobrepujarse a sí mismos ofenden a las víctimas
y no tienen suficiente magnanimidad para inclinarse
ante los que perecieron y que ... Yacen ¡En la llanura
ensangrentada, muertos!...
Así pasa en todos los casos iguales o semejantes.
Los relatos históricos nos lo dicen al referirse a las
luchas sociales o políticas de los pueblos. El éxito feliz
o desgraciado en empresas de tal índole, determina
con frecuencia la actitud de los interesados en ellas.
Es humano que las cosas sucedan de este modo, y que
muchos no acepten las consecuencias del mal resultado
en los acontecimientos trascendentales. Individuos
pusilánimes y oportunistas han existido en todas las
emergencias de los partidos y de las naciones, y según
sean su importancia y sus compromisos con los que
caen, los azota o los olvida el comentador futuro. Suelen
las multitudes castigarlos con desprecio agresivo.
Para los cerebros medianamente cultivados aparecen
esos falsos profetas predicadores del bien que se
hundió en el desastre, como manifestaciones naturales
de la vida. El hombre es espontáneamente un ser interesado
y miedoso, y lo que debería admirar es que por
15

esfuerzo voluntario y por razones de educación, guarde
la mayoría de la especie respeto a 1a integridad de la
conciencia y prefiera la persecución, y hasta la muerte,
antes que abandonar una causa vencida que nada ofrece
más allá de la perspectiva del martirio. Y no es que las
causas políticas que laboran en el terreno de lo positivo
necesiten de mártires, a la manera que los requieren las
religiones, porque, como dice Ernesto Renan, sólo los
han menester las causas dudosas.
También es natural que el vaho de la victoria despierte
en los triunfadores, y más si son providencialistas,
el deseo de exterminar a su enemigo. Las pasiones sordas
se agitan en sus cuevas; los sentimientos de la bestia
se revienen y exasperan; la crueldad, primitiva forma de
los impulsos ciegos; el odio exagerado entre el olor de
la sangre, se tornan estados permanentes de alma.
El fanatismo, la más desastrosa de las pasiones
modernas, recalentado por el interés de los bienes de la
tierra, asume la predicación y dicta fallos terribles contra
los vencidos. Nadie es capaz de contener entonces
al vencedor que, sintiéndose dueño del presente, con
estremecimiento enfermizo, comprende que es efímera
su victoria, anhela gozarla en una aspiración suprema
por hallarse destinado a desaparecer con la marcha del
espíritu humano.
El mal hace parte de la armonía del universo y es
la comprobación de la ley moral que rige y pondera las
almas y las cosas.
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El mortal que lleva en su pecho oculto un dios
entumecido es naturalmente cruel, es fiera que en ocasiones
parece domesticada, a la cual basta ponerla en la
vía de los instintos desoladores y sombríos para que se
despierte con toda su furia troglodita, excitada, lo que
es peor aún, por una semicultura religiosa.
Estéticamente considerada la guerra, tiene dos fases:
una grande y hermosa, otra vulgar y mezquina. Es bello
el momento en que los soldados se aprestan a seguir al
combate, nerviosos e inquietos, con los ojos encendidos
por un fuego que chispea y parece oscilar con las fuerzas
del espíritu. Descubre una solemne resonancia la voz
de los que antes de marchar a la batalla saludan con un
grito al jefe que los conduce, para demostrarle que sus
corazones están dispuestos a penetrar en el peligro. Es
sublime la bandera que recibe el beso acariciante de
sus compañeros y se la ve participar de su alborozo.
Llega a los corazones el toque de atención en el instante
de avistarse los combatientes. La trompeta que suena
allí no es la misma que se escucha en los cuarteles o
en las calles de la ciudad tranquila: en los campos de
batalla y en los minutos que preceden a los primeros
disparos, revela su prestigio, su poder animador, su
alma elocuente; vive con el pecho que la anima, habla
por los labios de un hombre que siente en ese minuto
todo el poder de la vida y de la muerte, toda la locura
y todo el desequilibrio del valor capaz de olvidarse a sí
mismo y de arrancar al instrumento bélico una nota,
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una armonía que vuela por cima de los cadáveres y se
impone a las descargas de los fusiles.
¡Nunca la actitud del mármol o del bronce de la
estatua que cincela el artista, tendrá la gallardía, el soplo
inquietante, imposible de eternizar porque la vida
es fugitiva, que tenía un joven de musculatura acerada,
cabeza hermosa y grandes, profundos ojos sonrientes,
que tocaba ¡a la carga! una tarde en la Cuchilla del Ramo,
mientras de la próxima colina disparaban los máuser sus
fogonazos de un rojo de brasero y las balas restallaban
en el suelo como fustas ardientes. Se difunde con reposo
entreverado de misterioso el toque de silencio por
las hondonadas o las sierras donde acampa el ejército
victorioso. Las llamas de las hogueras encendidas en la
paz de lo noche iluminan un vasto circuito, fuera del
cual se aglomeran las sombras, y ascienden las luces
errantes hacía la bóveda en que las estrellas en honda
lejanía sugieren visiones de olvido y de sosiego infinitos
a los espíritus curiosos que desean ver las moradas
de la vida y de la muerte, y que sueñan cuando otros
descansan de las fatigas.
El valor resignado o reflexivo; la abnegación del
que muere satisfecho de su sacrificio sin haber pensado
en fama ni en recompensa; la trágica grandeza de las
pasiones que se desarrollan en la lucha; el desprecio
de los peligros más ciertos; las alegrías que despierta
el triunfo; la tristeza reconcentrada de la derrota; las
exclamaciones de la desesperanza y de la cólera, que
hacen recordar los acentos de los héroes de la Ilíada; la
inutilidad del esfuerzo y el desinterés de los corazones;
la constancia que se sobrepone a las emboscadas de la
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fortuna, y la energía que domeña las cosas rebeldes; las
ambiciones gloriosas del que siente la conciencia de la
acción y la noble pequeñez de los que sucumben por
un deber oscuro, esto, y mucho más, evoca el recuerdo
de la guerra.
El paisaje del desasosiego, se recoge taciturno o se
muestra airado. La vida se desequilibra; los ríos nunca
parecen serenar su corriente; los bosques no sugieren
sensaciones apacibles; la tierra apaga la voz de sus armonías;
no se encuentra en el cielo la expresión conocida,
la luz habitual; las pasan perseguidas por la fatiga; el sol
se inmuta durante las batallas y la luna preséntase alucinada
y enfermiza; las sombras de la noche adquieren un
relieve fantástico y se diría que se condensan alrededor
de los combatientes; las aves huyen; sólo el cuervo, que
lustra su plumaje con la grasa de los cadáveres, sigue
desde las alturas la marcha de los ejércitos y se expone
a los peligros; sus ojos diabólicos escudriñan los lugares
vecinos al centro de los fuegos, y se regocija, saciada
varias veces el hambre, al contemplar a los hombres
que pelean con encarnizamiento.
La guerra es de psicología misteriosa. El alma de las
multitudes es incomprensible; en vano trataré sin miras
científicas de buscar explicación a sus movimientos generosos,
a su sagrado abandono en aras de complicados
ideales. ¿Por qué las voluntades se combinan para el sacrificio?
¿En qué consiste el lazo que las une y la fuerza
que las guía? La guerra parece ser obra de destrucción
divina –como quiere De Maistre–, impulso infundido
a los mortales por un principio recóndito e ignaro. Por
ley natural se ama la vida y por la misma ley se despre-
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cia y se ofrece en sangrienta palestra. Por honor, por
deber, se dice comúnmente, mueren los guerreros. La
gloria los mueve a la conquista de la victoria; el honor
les comunica firmeza para permanecer al pie de la
bandera. En los torneos medioevales el valor y el peligro
eran recompensados por el aplauso de las mujeres
hermosas, el aprecio de los justadores y las dádivas de
los reyes. En las batallas modernas el valor individual
queda casi siempre ignorado; los hechos más heroicos
en el olvido; la destreza personal pasa en silencio. En
la antigüedad no sucedía lo mismo: Aquiles pelea ante
espectadores que celebran su pujanza, su habilidad y
su brío; los contendores se distinguen en el combate,
se increpan y se desafían; la brega adquiere apariencias
de retos personales. La cobardía es demasiado vista; el
valor, luminoso como los escudos de oro recamado de
gemas que llevan los paladines. En nuestras luchas, nada
recompensa la pérdida de la vida; no se celebran fiestas
en homenaje a los muertos: los héroes son anónimos,
y el que muere, el verdadero vencido. 1 Y con todo irán
siempre los hombres a la guerra y será su morir en
cruento campo, morir digno de corazones varoniles.
Yo me inclino a juzgar que hay inconsciencia en los
sacrificios supremos, y que lo inconsciente es lo más
hermoso de la vida, del mismo modo que en el arte lo
más ideal, lo más puro desciende intuitivamente hasta
el poeta.
Yo no había sabido penetrar en el estudio de mi
1 La victoire n’est pas une récompense pour le mort: celui qui est
tué est le vrai vaincu.
E. Renan: Caliban, acto 2.°, escena I.
20

yo, dice un escritor ilustre, más allá de mis cualidades:
el pueblo me ha revelado la sustancia humana, y mejor
que esto, la energía creatriz, la sabia del mundo, lo
inconsciente. 2
Sin entrar en análisis, muchas veces contra su propio
querer, el hombre encamina todas sus acciones en favor
de la especie, como sostiene Schopenhauer. Abona la
tierra con su sangre y fecundiza con su dolor las ideas
para que generaciones siguientes gocen de los jugos
de la una y de la luz de las otras, recordando o no los
esfuerzos y las penalidades que los antecesores pusieron
en la tarea. Pero en la hora del sacrificio no se piensa en
ideales, ni menos en que con nuestra muerte se han de
enderezar los caminos por donde transiten más tarde
nuestros descendientes. Si se me permitiera, diría que
el móvil del valor en la guerra es la voluptuosidad. Es
un placer que, a semejanza del amor, lo experimentan
los grandes como los humildes, los ignorantes como los
intelectuales. El peligro tiene atracciones hermosas, y
el presentimiento de la muerte que llega, de un golpe a
herir un pecho en el vigor de la juventud o del arrojo,
puede producir el éxtasis.
Vulgar es el otro aspecto de la guerra: por el predominio
de la violencia y de los instintos insociables;
por el encumbramiento de personas que suelen carecer
de elevación; por el contacto estrecho con las pasiones
menos delicadas. Se encallecen hasta las almas suaves y
pulcras que hacen esfuerzos imposibles por inadvertir
2 Maurice Barrés.- Le jardin de Berenice. Pág. 188.
21

la vulgaridad ajena; se despiertan sentimientos bajos,
desconocidos quizás de los mismos que los ven aparecer
en su pecho; se vive en comunidad forzada que
exaspera a los hombres educados en la escuela de la
elegancia moral o exquisitos gustos, y pone en relieve
sus discrepancias en ideas y emociones con la mayoría
de sus compañeros. Las penalidades y las miserias diarias
embrutecen; la imaginación se menoscaba con los
excesos de la fatiga. Las palabras son groseras, los actos
violentos. Sufren los sentidos y cualquiera distinción
desaparece en una existencia precaria en que la mugre
señorea los cuerpos y todo se confunde y se mezcla.
Las páginas que siguen fueron compuestas al calor
de un entusiasmo generoso por las ideas y los hombres
representativos que las encarnan en cada momento de
la vida colectiva.
Aspiro a que se me considere sincero y justo. Mucho
pedir es, porque uno no puede dar sino su justicia,
nunca la justicia, ni considerarse exento de vanidades
pueriles o de posturas estudiadas.
Siento mis admiraciones: en este libro constan. Si
uno no admira algo concreto, ¿sería capaz de amar las
ideas, símbolos que viven una vida extrapositiva?
Escribo con el ardor de una sangre que todavía es
joven, pero me absuelvo a mi mismo del calificativo
de apasionado.
No deseo polémicas sobre la materia de este libro.
Ojalá que a pesar de referirse a acontecimientos recientes,
se le hallase sereno.
22

I
S
e dice –interrumpió Luis–, que la guerra estallará
seguramente en el curso de tres días. Es un hecho
que el ministerio de la guerra se halla impuesto
de los preparativos de los liberales de Santander, y que
el ministro, sabedor de las intenciones que tiene el
jefe del partido en ese departamento, ha llamado a los
generales Uribe Uribe y Figueredo para manifestarles
que están en la obligación de contener a sus amigos en
la calaverada que intentan. ¿Qué hay de cierto en todo
ello? –preguntó, levantando los ojos para fijarlos en la
persona que tenía en frente de la mesa, donde les iba
sirviendo un criado los sandwichs y los vasos de cerveza
que al entrar al comedor reservado había pedido
uno de los presentes; pues eran tres los jóvenes que se
encontraban reunidos en aquel lugar en la noche de un
día del mes de octubre de 1899.
El interrogado era un mozo elegante. Al parecer de
22 años, porte airoso, cabeza echada hacia atrás, como
si las líneas quisiesen describir una parábola perfecta,
color pálido. algo terroso y boca de labios delgados que
al sonreír comunicaban al conjunto de su fisonomía un
reflejo de benevolencia que era rasgo definitivo de la
gracia de su alma.
23

—Es verdad –contestó–. La guerra debería estallar
el 20 de este mes; y digo debería y no debe, porque el
doctor Uribe Uribe ha seguido para Santander con el
propósito de influir en el ánimo del señor Villar y convencerlo
de que es necesario contener la revolución,
entre otras muchas razones, porque al jefe del partido,
designado recientemente, es a quien corresponde ordenar
lo que convenga iniciar en estos momentos. Es
posible que Uribe Uribe consiga convencer a Villar y
a los jefes que lo animan a la guerra, y en ese caso la
revolución no estallará el 20. Ustedes conocen el telegrama
que el periodista redactó, con la aquiescencia del
ministro, para comunicar al directorio santandereano
que el gobierno y el público proclaman a voz en cuello
que ha de levantarse el liberalismo el 20, y que para
contrarrestar el efecto que la falsa noticia haya causado
en el país, pide autorización para desmentirla. Ustedes
han leído también que Villar contestó con mucha frescura
dando !a venia a Uribe para hacer lo que te pedía,
si bien la misma publicidad de la especie a las claras
predicaba que era falsa.
—Sin embargo, objetó el primero que había hablado,
ni el gobierno se muestra tranquilo puesto que
persigue a Figueredo y a otros jefes, ni la parte del
liberalismo que se opone a las revoluciones aparece
satisfecha. Se ha apresurado a tener juntas, y de una
de ellas salió el acuerdo, lanzado a los cuatro vientos,
en que se aconseja a los liberales que se abstengan de
todo movimiento que las autoridades puedan considerar
subversivo. Si a pesar del alerta la liebre salta... no
es demostrar mucha previsión decir que ese acuerdo o
24

circular producirá gran desconcierto en nuestras filas.
Ustedes conocen mi manera de pensar en estos asuntos:
soy por temperamento enemigo de la violencia elevada
al cubo; vivo en sosiego alejado de las trifulcas de la
política; pero sí comprendo la desesperación de los
pueblos que sufren el yugo de un régimen de gobierno
que va consumiendo el bienestar y la vida del país como
el gusano que no da tregua a su voracidad y al cabo se
consume a si mismo. Vivo tranquilo en mi cafetal, si
es que puede existir la paz para quien está en espera de
que la ola que todo lo arrasa llegue hasta su retiro y lo
sumerja. Yo no he anhelado la guerra para barrer esto...
le tengo como pereza; como miedo a lo desconocido;
los males de la discordia civil me espantan del mismo
modo que la operación al paciente, mas no haré nada
por contener la borrasca. Me embarco en la nave de
la revolución, aunque temo se vaya a pique. Además,
parezca o no viceversa de mi carácter, yo el tímido y
pacífico cafetero que no se comunica con el mundo de
las agitaciones sino por medio de los periódicos, deseo
sentir las emociones de la campaña.
—¿Vendrá ahora la guerra? –continuó, dirigiéndose
a Jorge Peralta–. ¿Serán estas nubes de verano o se siente
la aproximación de la tempestad?
—Considero casi imposible –contestó el interrogado–,
que las nubes no descarguen pronto sus rayos. Es
verdad que no se considera oportuno el momento y que
Uribe Uribe se dirige a Bucaramanga con la esperanza
de hacer desistir de su empresa a los santandereanos.
Confía en obtener una tregua, pero juzgo que no ten-
25

drá ocasión de conferenciar con los jefes de Santander,
porque la guerra se precipita.
—¿Así lo crees?
—Así lo creo –afirmó, en tanto que levantaba el
vaso de cerveza.
—Y Uribe Uribe ¿qué conducta seguirá en caso de
que sin su consejo estallen los pronunciamientos?
—Estoy seguro de que entrará de lleno en la revolución
y que será el alma y el brazo de ella. Lo conozco
más por adivinación que por experiencia, y presiento
que el guerrero va a ser superior al polemista.
Hizo Jorge una pausa, y luego, con palabras que
tenían caprichosas modulaciones, agregó:
—Yo no puedo querer la guerra por la guerra.
Esto sería detestable en persona de mis inclinaciones
espirituales; siento desvío invencible por el desorden;
las revoluciones todo lo desequilibran: busco en mi
órbita la armonía, la belleza serena de las cosas. Sólo
la libertad y el arte me interesan suficientemente y
sólo sus manifestaciones han hecho que mi vida no se
reconcentre en un silencio interior noble y saludable.
Lo reduzco todo a la noción de lo bello como el viejo
Tarao de Amor etrusco. El arte me parece un reflejo del
universo libre; la libertad es el supremo bien de los
hombres; sin ella no pueden ser alegres y fuertes, no
alcanzan a hermosearse en la amistad de las ideas y de
las cosas. No puedo admitir que un pueblo renuncie
a ser libre plenamente; ; que mientras otros gozan
del ejercicio auténtico de sus facultades, de todas las
26

conquistas efectuadas por la especie, haya un país que
se someta al espíritu de la muerte, que reniegue de la
vida. La existencia es muy corta para que nos dejemos
arrebatar, sin acudir a la defensa, lo que nos pertenece,
y que una vez ido, nunca ha de volver a nuestra posesión.
La libertad es para disfrutarla en la juventud, es
don de los dioses alegres y buenos. Sólo la merecen, ha
dicho el poeta, los que saben conquistarla cada día. Si
un individuo no debe dejarse despojar de su derecho
sin oponer antes la fuerza al conculcador, ¿qué se dirá
de una generación, de un pueblo que con coordinar las
voluntades y las inteligencias se hace invencible? Siendo
el propio derecho un bien que no puede renunciarse
en el sentido inmanente de la palabra, el hombre, los
pueblos deben vigilar la permanencia de su propiedad,
y al serles arrebatada, tienen la obligación ante si mismos,
ante los que ejecutaron su tarea y en seguida se
durmieron en el sepulcro y ante los que han de nacer,
de reconquistar lo perdido, que fue legado de unos y
será herencia de otros.
Cada onda humana de estas que llamamos generaciones
tiene que llenar su misión y trasmitir lo adquirido
a las que vienen en pos de ella.
Hizo Jorge Peralta una pausa y continuó así:
—No les cause extrañeza el calor con que me expreso,
ni sonrían al escucharme. Soy por temperamento
un poco elocuente. A pesar de mis pesimismos, de mis
vacilaciones, de mí ansiedad, conservo el culto de los
ideales que, bien sé, han fallecido, en muchos de los
hombres nuevos; aún confio en el poder de la volun-
27

tad, en la virtud de la energía. Amó las multitudes y me
duelen sus infortunios; considero sentimiento egoísta
el que nos induce a aislarnos dentro de nuestra propia
piel en la torre que fabrica la indiferencia.
La palabra justicia puede encerrar una noción positiva;
a veces tal parece en las luchas de las sociedades. El
mundo presencia actualmente un caso: al verbo de un
hombre que ama a los oprimidos, de un artista que recibe
hospitalariamente en el seno de su espíritu el sollozo
de los infortunados, una nación se ha conmovido, una
clase privilegiada, un ejército de un millón de soldados,
levantaron los ojos para mirar con saña al que se atrevió
a pedir justicia para un individuo aherrojado en prisión
lejana por el voto de un tribunal tan respetable como
la nación que lo instituyó. Un hombre alzó la voz ante
cuarenta millones de compatriotas para decirles: hay
un francés que ha sido condenado sin acatar todas las
fórmulas tutelares del derecho, y gime entre hierros, en
clima insalubre, siendo inocente. La mayoría protesta
encolerizada, los tribunales vacilan, las turbas insultan
al reivindicador de los fueros de la justicia, le lapidan
en las calles de la ciudad luz, la prensa se divide en la
defensa y en el ataque; el honor de una potencia se halla
en tela de juicio, porque si el condenado es inocente
debe existir un delito todavía mayor que aquel por el
cual se le mandó a la isla desierta, y la más poderosa
institución de la República queda sin prestigio ante
propios y extraños. En Rusia, en Colombia, la mordaza
y la cárcel habrían hecho callar al defensor del preso, el
silencio de la muerte habría seguido el grito del poeta.
28

En la nación libre de todo se conmovió, las buenas y
las malas pasiones, pero el defensor del desterrado tuvo
que ser oído.
Si por un caso, si por una injusticia ha sucedido todo
esto, ¿qué haremos nosotros diariamente expuestos a las
persecuciones, a la violación del domicilio, a la inseguridad
de toda defensa? ¿Qué deberemos hacer nosotros
que tenemos tribunales permanentes de injusticia?
—Siento interrumpirte –observó Luis–, porque estás
hablando con mucha elocuencia, tanta que nosotros
hemos consumido tres vasos de Pílsener y tú apenas la
mitad de uno. Quiero que me digas: ¿no opinas que habiendo
atemperado el sistema de gobierno que tenemos
hace quince años, el presidente de Anapoima, quién no
se muestra ni tan cruel, ni tan déspota, ni tan panamista
como otros de sus antecesores, convendría continuar la
lucha pacífica hasta convertir a nuestros enemigos en
amigos de las libertades? La ley de prensa de Fernando
VII, ha sido reformada; las facultades extraordinarias y
las órdenes verbales han caído al parecer en desuso.
—En apariencia, dices bien; pero ahí están en pie
en la Constitución, amenazantes siempre. La libertad no
debe existir por la sola benevolencia del príncipe, sino
por su propia virtud, fundada su permanencia en la base
de la ley escrita. Quince años, según tu cuenta, hemos
padecido la privación casi absoluta de las garantías que
corresponden a los ciudadanos. Hemos sido desterrados
por capricho; por capricho se viola la correspondencia;
por capricho la policía secreta nos insulta en nuestras
29

casas. Quince años hemos pedido en la prensa que se
nos de lo nuestro. Los periodistas han ido al destierro,
a la cárcel, han caído unos y otros se han levantado. A
veces se cansa el brazo de los gobernantes y deja de
perseguir, de importunar a los adversarios.
—Admiro tu convicción y la defensa que haces de
la guerra. Tu tienes todavía ideales políticos. Esa es una
ingenuidad muy laudable, porque es virtud que produce
héroes y mártires, afortunadamente demasiado raros
hoy; mas siempre es provechoso que haya uno que otro
para que no falte la sal de la tierra.
—Deja tu amable ironía para otra ocasión menos
seria –dijo Jorge–, hoy te conviene saber que la trompeta
de la revolución ya suena y que es el momento de
pensar en la actitud que uno debe observar en la lucha.
Por mi parte estoy decidido a salir a campaña. ¿Qué
dicen ustedes?
—Te acompaño –respondió Carlos.
—Me embarco en la nave –contestó Luis.
30

II
orge Peralta se levantó aquel día más temprano
de lo que acostumbraba hacerlo. Compró el
diario liberal que era entonces el vocero de los
partidarios de la guerra y leyó el editorial en que
después de juzgar el periodista la conducta de los
opositores a la revolución dejaba comprender en frases
bastante claras que la lucha sería inevitable.
Este artículo, pensó, es una proclama por más
que su autor haya intentado valerse de hipótesis. El
gobierno suspende hoy mismo el diario y aprisiona a
sus redactores y a los que intenten salir de la ciudad.
Es el momento de tomar el portante... Precisamente
era la mañana del 18 y Jorge había citado para este
día a sus amigos. Volvió con presteza a su habitación;
cambió de traje. Al examinar los bolsillos del vestido
de paño fuerte con que iba a reemplazar el que llevaba
puesto, encontró un par de guantes; vaciló un instante
cual si quisiera dejarlos allí, mas con movimiento despectivo
los arrojó sobre una mesa. ¿Para qué servirían
tales adminículos en la dura campaña que se disponía
a emprender? No le eran conocidas, por experiencia
propia, las penalidades de semejante vida, y porque se
las imaginaba duras y adversa la suerte del soldado, antes
31

de sentirlas renunció a las comodidades de la ciudad
y a cuanto pudiera indicar que en otras circunstancias
las echaría de menos.
En la estación del ferrocarril tomó pasaje de segunda
clase para disimular su presencia entre el mayor
número de viajeros. Parece poco acertado que se valiese
de un vehículo que debía hallarse bien vigilado por los
agentes de la policía secreta, y así lo comprendió cuando
ya era imposible enderezar su falta. Iba reflexionando en
ello a medida que el tren avanzaba por la alegre sabana,
cuyo aire perfumado por el olor de los maizales y el
aliento de las greyes que miraban aleladas al monstruo
de hierro, atenuaba en el futuro combatiente de delicada
sombra de tristeza que le producía el recuerdo de
los que amaba y la insistencia en su memoria de estos
versos que leyó en otro tiempo.
¿Tú vas a la guerra, Juan?
¡De la guerra pocos vuelven
y a la guerra muchos van!
Bajó el vidrio de la ventanilla para que penetrase
en abundancia el aire de los sembrados; variación de
postura que aprovechó un individuo que estaba cerca
del joven para trabar esta conversación, a medias palabras:
—Permítame usted –empezó el desconocido–,
que le haga yo mismo mi presentación. Sé que usted
es el señor Peralta. Me llamo G… Soy un copartidario,
empleado en esta empresa. Supongo que usted se dirige
a Zipaquirá y me he tomado la libertad de acercarme
32

a usted para manifestarle que será reducido a prisión
apenas baje del tren. Mire usted a su espalda al Prefecto
cómo lo viene observando hace rato. Tengo aquí un
telegrama en el cual me dicen que son detenidos los
liberales que llegan a la población. ¿Quiere usted confiar
en mí para salvarlo de este contratiempo?
Todo lo dijo tan rápidamente que Jorge no tuvo
tiempo de interrumpirle. La fisonomía franca y la persuasión
del señor G… no engañaban.
—Sí, señor, agradezco a usted mucho sus ofrecimientos.
Veamos de qué manera me libra de las manos
del Prefecto.
—Oiga. ¿Usted va a Zipaquirá?
—Sí.
—El Prefecto lo sabe sin duda porque lo averiguó
en la estación de Bogotá.
—Exacto.
—Pues bien, vamos a dejarlo burlado.
—¿Cómo así?
—Usted, al parar el tren en la estación de La Caro,
se queda en el vagón hasta que vea descender al Prefecto;
baja usted en seguida por la plataforma opuesta,
de modo que los carros lo oculten de ser visto por los
que han salido por donde es costumbre; recorre usted
aprisa, bien contra los vagones, el trayecto que lo separa
de la casita que usted tendrá presente, situada más allá
de los edificios del ferrocarril. Allí se entra usted. Pide
33

a la mujer que la habita le prepare almuerzo y no se
deje ver de nadie.
—Perfectamente. Ha sido para mí una fortuna
hallar a usted en estas circunstancias. ¿Qué debo hacer
luego?
—En seguida iré allá. Dejamos marchar el tren. El
Prefecto, al subir, buscará a usted en el mismo vagón.
Creerá, al no verlo en el puesto en que venía, que ha
pasado a otro carro; observará los demás, y cuando se
entere de que usted ha desaparecido, ya irá el tren por
Cajicá.
Y de allí puede ordenar por teléfono… ¿A quién?
Los empleados del ferrocarril no se hallan a sus órdenes
y en el lugar no existe destacamento alguno.
—¿Pero, qué hago quedándome en el puente?
—No se afane. En marchando el tren, se dispone
una mesita; lo acompaño hasta el Portachuelo, y por ahí
sale usted con un guía que le proporciono.
—Es usted muy amable. Haré cuanto me indica.
—Ahora me retiro a otro vagón para no despertar
sospechas. El Prefecto continúa en su puesto. Hasta
luego.
—Hasta luego –contestó Jorge–, estrechando la
mano que le tendía su inesperado amigo.
El tren avanzaba. Pronto se detuvo en la estación
de La Caro. El joven procedió de acuerdo con lo que le
había indicado el señor G... A los pocos momentos de
haber emprendido el tren su marcha, llegó el experto
34

empleado a la casuca donde se hallaba Jorge.
—¿Qué hizo el Prefecto al bajar? –preguntó el
joven.
—Dio algunas vueltas por el andén; se asomó a la
cantina y volvió al carro en el momento en que sonaba
el silbato. La cosa va a maravilla. En seguida nos pondremos
en marcha. Si acaso nos preguntan que adónde
nos dirigimos, contestaremos que usted es pariente del
señor Pérez, ahogado hace tres días en el Funza, y que
va a asistir a sus funerales. A propósito –agregó, fijando
la mirada en Jorge–, son dos más las víctimas; todo el
pueblo busca con interés los cadáveres en los remansos
del río. El acontecimiento es demasiado importante
para que se preocupen de otro asunto los habitantes
del vecino pueblo. El accidente reviste para ellos los
caracteres de una catástrofe.
—¡Magnífico! Seré Pérez–, dijo Jorge, sonriente.
Bien. Ya está aquí la mesita.
(En ese momento sonaron sus carretillas en los
rieles, que se hallaban a dos pasos de la puerta de la
casuca).
Al improvisado vehículo subieron Jorge, el señor
G... y el individuo que debía servirle de guía, un antiguo
revolucionario. Dos obreros empujaban la carretilla.
—¡Vamos! –dijo el señor G.... a los conductores–,
si no se achajuanan doy a cada uno dos pesos fuera
del salario. Nuestra presencia –agregó, dirigiéndose a
Jorge–, no llamará la atención de las gentes de la vía,
35

porque yo tengo la costumbre de recorrer la carrilera.
Nada acaeció en el tránsito que interrumpiese el
viaje. Los habitantes de Cajicá se hallaban en extremo
conmovidos con la noticia del descubrimiento del cadáver
del señor Pérez. Menos potaje habría mantenido
la crónica en la Saumour de Mr. Grandet.
En el Portachuelo, Jorge se despidió con palabras
cariñosas del señor G... y, abriendo una puerta de cancilla,
situada al frente de la carrilera, siguió con e! guía
por las dehesas aledañas a la ciudad de los prodigiosos
socavones de sal gema.
Había avanzado pocos pasos, cuando oyó la voz
del señor G... que le decía:
—Contemple usted aquellos potreros (señalaba a
la izquierda), tan fértiles y hermosos. Son de...
—¡Ah! sí –exclamó el joven–. Desde Luego hago
votos porque los fecunden las lluvias del cielo y el sudor
de tres generaciones de ilotas.
36

III
P
recedido del guía atravesó las praderas señaladas
por su amigo y los pantanos formados por un
riachuelo que viene de montañas distantes. Salió
al camino real, el que dejó, después de haberlo seguido
en un largo trayecto, para tomar la senda que conduce
a escarpadas rampas de la cordillera, conocidas con el
nombre de Neusa.
Las sombras de la noche fosforescente cayeron en la
tierra para ser disipadas por el luar del astro que ascendía
por cima de los riscos de Oriente, cuando llegaron los
viajeros a un bosquecillo de chaparros cuyas ásperas
hojas brillaban graciosamente a los besos luminosos del
disco aperlado. Los perros de los labriegos ladraban con
fuerza sin que lograsen con sus destemplanzas ahogar
la armonía concertada en tan suave hora por el rumor
de los arroyos perdidos en lechos de grama, el canto
de los insectos que peregrinaban por el bosquecillo y
el balanceo de los árboles que se disponían al sueño.
En uno de los extremos de una floresta de chaparros
y alisos corría un río de lecho pedregoso y abundantes
aguas, que sorprendió a Jorge, porque nadie imagina
fuente tan caudalosa al pie de la abrupta montaña.
37

¿Con qué objeto se encaminaba a Neusa el futuro
revolucionario? Vamos a decirlo. El día anterior el señor
N..., apenas conocido de Jorge, lo detuvo en las calles
de la ciudad para ofrecerle, por recomendación de otra
persona relacionada con ambas, una cabalgadura que se
hallaba, según afirmó, en el lugar mencionado. Peralta
aceptó la oferta hecha por N... con marcado interés; y
como no existía razón para dudar de sus disposiciones
serviciales, confió en su palabra. No tardaría en arrepentirse
de su ingenua confianza.
En Neusa supo, de boca de una labriega que tenía
por ahí su choza, que en el sitio buscado no se hallaban,
desde mucho tiempo, caballo ni mula del antiguo
arrendatario de las carboneras.
—¡El bruto soy yo! –exclamó Jorge– en haber
creido en promesas de N... ¡En qué ratonera me ha
metido el amigo oficioso! ¿Habráse visto ...?, hacerme
subir hasta semejante nido encaramado en los puros
Andes.... Diga usted, preguntó a la mujer, ¿siguiendo la
falda de los picachos podrá uno salir a Ubaté?
—Sí, señor, pero hay que pasar por los páramos,
que son muy bravos.
—Entonces no me aventuro por ellos. Permítame
usted pasar la noche en su casa y déme algo contra el
hambre.
A pesar del cansancio, Jorge no logró dormir en el
suelo desigual de la choza. Pensaba en lo que debería
hacer a la siguiente mañana. A las tres se incorporó en la
estera que le había proporcionado la campesina. Llamó
al guía y emprendió viaje de regreso por la misma sen-
38

da recorrida en la tarde, pero resuelto a encaminarse a
Nemocón, pueblo que se divisaba a la luz de la luna.
—Quiero –dijo al peón–, que usted me conduzca a
la casa de un liberal que habite a la entrada del pueblo.
¿Es esto fácil?
—Cómo no. Cerca del molino vive don Jesús González
que entró en la guerra de 1895
—Vamos allá.
—Caminando, pues, y en estico estaremos en casa
de don Jesús.
El despertar del día era regio. Nubes de pálido
rosa, crisotopacios amortiguados por los jirones de un
gris que se dirá insomme, se despedazaban unos contra
otros al soplo frío del ambiente. Así las imágenes
interiores del joven palidecían o se ensangrentaban,
tornábanse grises o blancas a medida que en su pensamiento
se movía el espectro de la guerra. El disco de
oro lunar íbase trocando en el blanco de plata de los
vasos en que bebían agua helada nuestros abuelos, y
el florecer de la luz engrandecía los horizontes. De las
lagunillas de la sabana emergían ligeras nieblas. Una
pareja de aves acuáticas, sorprendida por la noche fuera
del nido, volvía a él aprovechando los primeros amagos
de la aurora. Las vacas que se encontraban a la vera del
sendero, al levantarse de mala gana bostezaban, con los
ojos aun velados por el sueño. El paisaje tenia un alma
bella. El sol dando un bote apareció por cima de los
montes. y la tierra recibió con amorosa complacencia
su beso luminoso. Doraban apenas sus rayos la torre
del pueblo cuando entró Jorge a la casa de don Jesús.
39

En pocas palabras le expresó el por qué de presentarse
allí, suplicándole le diera asilo mientras obtenía noticias
de los movimientos revolucionarios que esperaba
tuviesen lugar en corto tiempo. Amigablemente le
ofreció hospitalidad el dueño del cortijo, y después de
informarle de la situación de los ánimos en el pueblo,
se resolvió, como la mejor, llamar por la noche a varios
de los principales copartidarios residentes en Nemocón
para que determinasen lo conveniente.
Permaneció Peralta sin dejarse ver de los que por
ahí se acercaban. A la hora señalada recibió la visita de
los señores Aristipo Latorre y Eduardo Santamaría.
Después de los pormenores de estilo, uno de aquéllos
preguntó a Jorge:
—¿Está usted seguro de que la guerra es un hecho?
—Tal es mi convicción –afirmó el joven–, quien
expuso largamente los fundamentos de su parecer.
—Nosotros –observó Latorre–, contamos con
ochenta fusiles y con más de doscientos hombres dispuestos
a llevarlos. Nos hallamos vacilantes. Por una
parte hemos adquirido compromisos con el jefe de
Boyacá, y por otra nos inclinamos a la abstención, de
acuerdo con lo que nos ha comunicado el directorio de
la capital; pero si usted nos promete y nos asegura que
el general Rafael Uribe Uribe toma participación en la
guerra, nos levantaremos en armas hoy mismo.
—A ejecutarlo, sin pérdida de tiempo. Mañana será
tarde, ustedes reducidos a prisión y los elementos quizá
se pierdan. Vamos a Ubaté, a Chiquinquirá, en busca
40

de las gentes que debe comandar el general Ramón
Neira.
Hombres del temperamento de Latorre, que había
de caer destrozadas las piernas en el combate de
Bucaramanga, y corazones tan abnegados como el de
Santamaría, no son de los que mucho vacilan cuando
se trata de lo que exige sacrificios.
A las ocho de la noche, sin estrépito, se sacaron de
su escondite las armas y los cartuchos, y quedó Jorge
Peralta pronunciado con los buenos nemocones.
En la administración de la salina existía una suma
de pesos que iba a ser enviada al tesorero; los noveles
revolucionarios no quisieron tocarla. Emprendióse
marcha bajo lluvia desapacible quo convertía en lodazales
el camino. A machetazos echáronse por tierra
los postes del telégrafo, medida que, no obstante ser
necesaria, causó a Peralta disimulado disgusto por
tratarse de la destrucción del único signo de progreso
moderno existente en aquellas veredas. La luna nimbosa
asomábase a veces a iluminar la anegada llanura. A poco
andar se encontró la descubierta de los nemocones
con una columna de bogotanos que encabezaba un
fogoso periodista, las cuales, habiéndose reconocido,
continuaron juntas la jornada. Esta primera noche de
fatiga, pasada de claro en claro, fue para Jorge en extremo
penosa; su cabalgadura cayó varias veces al subir la
resbaladiza cuesta del Blanquizcal; el sereno encarnizó
sus ojos; las penalidades de que ya empezaban a quejarse
los primerizos no avezados a esas jornadas, le dolían
como propias. Al levantarse el sol los expedicionarios
llegaron al boquerón de Tausa, célebre puesto militar
41

desde la época de la conquista. En este punto se detuvieron
los revolucionarios para tomar descanso e
inquirir datos precisos sobre lo que pasaba en Ubaté.
Se hallaban en el sitio en que la vía se bifurca, cuando
vieron avanzar hacia ellos a tres jinetes, que resultaron
ser un general nacionalista, un conservador histórico y
un liberal pacífico, en sendas lucias mulas. Disimulando
el temor que el encuentro les producía por el riesgo
de ser desmontados, saludaron a los insurgentes con
sonrisa y expresiones atentas. Cuchicheaban algunos
de los compañeros de Jorge acerca de si debían detener
a los jinetes, a tiempo que el nacionalista llamó
aparte al señor N..., el mismo de Neusa, quien con la
venia de Latorre y Santamaría habíase agregado a los
nemocones en la hora del pronunciamiento. Nada supo
Peralta de lo que parlasen, si bien supuso que ello sería
relativo a lo que en seguida le expresaron después de
llamarlo uno de los recién llegados, el cual le dijo que
era el grupo revolucionario allí presente el único en el
Departamento; que las poblaciones vecinas se hallaban
en paz, y el general Neira, desoído por sus amigos, se
había visto en la necesidad de refugiarse en Ráquira,
lejos del teatro donde hubiera debido suceder su levantamiento
en armas.
Desfalleció el ánimo de algunos al oír la noticia tan
poco halagüeña, mas se repusieron pronto. Sólo N...,
que mangoneaba de coronel, lanzó esta voz propia a
producir desconcierto:
—Yo no sigo de aquí; el gobierno nos declarará
cuadrilla de bandoleros para tratarnos como a tales;
juzgo prudente que nos disolvamos. Los que conmigo
opinen, síganme.
42

Volvió la rienda a su cabalgadura, repitiendo el
llamamiento. Seis hombres armados respondieron a él
y lo acompañaron.
—¡Alto! —gritó Jorge, que en aquel momento tenía
la conciencia del acto que todos realizaban.
N... continuó sin darse por entendido. Hubiera
quizás plantado si al volver la cara mira a dos voluntarios
que le tendían los fusiles con intención de atemorizarlo.
Peralta propuso entonces a sus compañeros que
aguardasen en Tausa mientras se enviaba a Ubaté un
posta para que les trajese nuevas de lo que allí sucedía.
Para que la imaginación suelta no diese campo al
desaliento en sus camaradas, se ocupó Jorge en pasar
revista minuciosa de armas, lo cual les distrajo, así como
reanimó sus fuerzas el caldo que les hizo preparar por
los moradores de las chozas vecinas al sitio donde
acamparon. Rodean a éste, tierras de labranza y los
trigales amarillean con regocijo de los ojos. A pocos
pasos, separada por una zanja, araba el suelo húmedo
una pareja de bueyes de color canela, sin que el gañán
que la dirigía detuviese un minuto su tarea para observar
a los revolucionarios. Más lejos un grupo de mujeres
abría surcos donde otros depositaban la semilla. También
aparecían indiferentes aquellos sembradores de!
grano que iba a espigar entre tempestades de muerte.
Jorge los contempló con cariñosa mirada, y si alguien
hubiera poseído la virtud de penetrar en su alma, habría
sorprendido su pensamiento:
43

Me ruborizo de imaginar que esos labriegos ignorantes de
la libertad política, censuren en sus adentros nuestra conducta y
maldigan quizás a los que vienen a distraernos de trabajo tan
humilde y tan fecundo. ¿Habré procedido contra divinidades inescrutables,
contra las fuerzas pacificas y puras de la naturaleza,
al lanzarme a la guerra? ¿Qué es el mal, qué es el bien?
Su espíritu, con inquietud dolorosa, con el temor al
misterio, se detuvo ante esas cuestiones como el niño
ante el muro infranqueable; acabando por confesar a
su propia conciencia, que su yo, lleno de elevaciones y
de abismos, no era capaz de distinguir en casos complicados
qué cosas eran el bien y el mal absolutos.
Sin aguardar los informes del posta enviado a
Ubaté, se continuó la jornada, atenidos a los que suministraron
las gentes venidas del lugar; de los cuales
aparecía evidente que en la población citada y en otras
se habían levantado en armas los liberales. Entre vítores,
a los rayos de la tarde que iluminaban magníficamente
las sabanas de Ubaté, entraron Jorge y sus compañeros
a la plaza, satisfechos los semblantes y el alma que
rebosaba de sueños victoriosos.
Por la noche debía moverse el pequeño cuerpo,
constante de unos quinientos inconformes, hacia Chiquinquirá,
donde se hallaba el general Neira.
Por indicaciones de Peralta se apresuró la marcha;
de sus preparativos se trataba en el momento en que
llegó N... con grande algazara a manifestarle que, debiendo
estar en camino las gentes de Simijaca o algo
parecido, deseosas de incorporarse a las allí acampadas,
pedía que se les esperase hasta la siguiente mañana.
44

Los procedimientos de N... habían disgustado a
Jorge, por lo que, de mal modo, le increpó:
—¿Usted con que derecho viene a solicitar tal cosa?
Ni existirá Simijaca... Vuélvase a su casa, porque esto
va mal para los que se asustan pronto.
—Sin darle tiempo a replicar, espoléo el caballo en
que montaba y volvióle a N.... la espalda.
Interminable se le hizo a Jorge la jornada de toda la
noche. La vía se encontraba imposible; las lluvias habían
formado lodazales en grandes trayectos. Al aparecer el
sol hicieron alto en la serranía de Fúquene, en frente de
la laguna del mismo nombre, la cual se presentó a los
ojos de Peralta como una perla de oriente caprichoso,
sacada de los tesoros de Tisquesusa y puesta allí, entre
juncales, para que se mirase la pálida Chía.
El sueño asediaba con sus nieblas al joven, haciéndole
cabecear a la manera de los ebrios.
Pasaron por Susa y Suta, pueblecillos de origen
chibcha, rodeados de páramos al pie de los que corren
riachuelos de aguas tranquilas que se detienen en las
grutas formadas por colosales piedras de colores vistosos.
En las orillas de las fuentes medran saucedales
de un verde simpático, y se figura uno que en antiguos
tiempos vagarían por allí, bajo arbolados indígenas, los
caciques de Ubaté con sus lindas thiguyes.
En la mañana del 21 se juntaron las milicias de
Ubaté a las reunidas por Neira en Chiquinquirá, que
fue durante varios días cuartel general de los revolucionarios.
45

IV
D
espertado el ardor bélico con proclamas y
comunicaciones enviadas desde Chiquinquirá,
empezaron a acudir a ésta los pronunciados
de los pueblos de Boyacá y Cundinamarca. La actividad
de los jefes fue extraordinaria: no se daba descanso a
las tareas concernientes a la organización y disciplina
de los voluntarios; se colectaban fondos entre amigos y
desafectos; reuníanse las armas que en distintos lugares
se hallaban ocultas, y se trataba por todos los medios
de aumentar el entusiasmo en las gentes que no parecían
dispuestas a aceptar responsabilidades en la guerra.
Ninguna alegría es más intensa que la sentida por
los soldados bizoños en el prólogo de su primera
campaña. Se dirían sus explosiones de contento y sus
bravatas, preludios de un carnaval en que sólo se han
de recoger coronas y aplausos. Los soldados contemplan
con amorosa deleitación sus fusiles no siempre
lucidos como la plata; los oficiales ostentan y acarician
sus espadas o machetes y en sus palabras y en sus movimientos
pregonan su valentía. ¿Quién fuera osado a
poner en duda que cada uno de ellos es capaz de batir
a centenares de enemigos? Vanagloria es ésta que hace
irresistible el primer ímpetu de las fuerzas así formadas,
pero que no se aviene con la solidez permanente del
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soldado en el combate. Reunidos el ardor en la carga y
la firmeza en resistir el ataque en unos mismos hombres,
se puede contar con verdaderos soldados. La convicción
y la confianza de su propia superioridad les comunican
a los voluntarios el arrojo suficiente para cargar con
bravura en el encuentro; la firmeza y la constancia las
adquieren en los combates cuando sus jefes las poseen
en alto grado. Los conscriptos, por muchas maniobras
que sepan ejecutar al toque de los clarines en las plazas
públicas, siempre serán inferiores a los voluntarios ya
acostumbrados al peligro.
Estando Peralta en uno de los balcones de la casa
donde se encontraban alojados los oficiales de la Plana
Mayor, vio venir por la calle principal de la población a
sus amigos Carlos Ríos y Luis Olano, sus compañeros
de la capital. Descendió aprisa Peralta las escaleras del
edificio para salir al encuentro de sus camaradas. Llegaban
éstos a caballo, los vestidos salpicados de barro
y los sombreros de fieltro con amplias divisas rojas. Se
refirieron los percances sufridos y sus impresiones de
guerreros que empiezan el oficio.
—¿Por qué no salieron por Zipaquirá? –preguntó
Jorge.
—Como sabíamos –contestó Carlos–, que era
peligroso pasar por esa población, echamos por San
Cayetano, donde nos reunimos a las gentes que manda
Pedro Sánchez y al moverse éste a Ubaté resolvimos
seguir hasta aquí para informarlo de lo que sucede.
Además, deseábamos saber tu paradero.
—Gracias, son ustedes muy amables.
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—¡Nos salen a recibir con música –exclamó Luis–.
¡Somos personajes importantes!
—Cierto –afirmó Carlos–, una banda se encuentra
en la esquina. ¡Se divierten ustedes!
—¡Tenernos música –dijo Jorge–, y hasta gobierno
municipal! Va a ser leído un bando de nuestro Alcalde
sobre medidas de seguridad.
—¡Medidas de seguridad, magnífico!, cada Alcalde
ronda su año. Vamos a oír el decreto.
En ese momento estallaron los músicos revolucionariamente,
queremos decir que se oyeron los alegres
acordes de la Marcha de Cádiz.
Pronto se hicieron al patio, que suele decirse, los
jóvenes Olano y Ríos, y se relacionaron con las familias
de pro; en los salones donde se bebía cerveza y se brindaba
por la patria, cantaron bambucos acompañados
por algunos de los mozos robustos y guapos que iban
a verter en las próximas refriegas su sangre abundante
en glóbulos rojos. Visitaron el templo de la Virgen de
afamados milagros; admiraron el candor de los romeros
que van a dar gracias a la madona, llevando lienzos en
que se ven pintados los prodigios que ha realizado al ser
invocada en trances de peligro.
—¿Observaste con cuidado el asunto del cuadro
que se halla a la izquierda, hacia la mitad del muro?
–preguntó Carlos.
—¿El que representa un orejón que acaba de ser
desmontado por los corcovos de su rucio?
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—El mismo. Admirable fe la del que admitió en
lo sucedido la maravillosa intervención de la Virgen.
Un calentano pasaba por las orillas del Magdalena en
un caballo sabanero que se supone bastante brioso. Un
bicho cualquiera, un caimán al zabullir o una rana al
caer, hizo encabritar al rucio; el jinete rodó por la tupida
grama quedando envuelta una de sus piernas en un rejo
o lazo que llevaba consigo. El caballo, azorado por este
accidente, emprendió precipitada fuga. El calentano u
orejón se prende de la cuerda con ambas manos, pero al
verse en inminente peligro de ser descuartizado invoca
a la Virgen de Chiquinquirá y el bruto se planta. ¿Es
este un milagro?
—¿Te parece poco sobrenatural que el caballo en
vez de arrojarse al Magdalena, llevando tras si el jinete,
prefiriera seguir por la orilla del río?
En sus ondas habría perecido el calentano o devorado
por mandíbula de caimanes. El hecho puede parecer
insignificante a los escépticos; para nuestro pueblo es
un milagro, un prodigio patente. Esas humildes multitudes,
que ayer adoraron a Chibchacum y hoy adoran a
la Virgen de Chiquinquirá no siendo capaces de sentir
–y no estaría bien que lo sintiesen– el ritmo inagotable
de las leyes del universo, se refugian en la consoladora
poesía del milagro vulgar y corriente.
—Me anticipo a darles la razón; a lo menos no me
inquieto por averiguarlo ni me enzarzo en arquitrabes
de teología.
—Apunta en tus tablillas, del mismo modo que el
médico de Lucio Cotta, esto: en los templos de Colombia los
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indígenas colocan lienzos en que se refieren con la paleta y a más
no poder con la palabra, los milagros realizados por los santos.
Es costumbre que debe respetarse mientras puede la República
dedicar esos artistas a la cría del faisán en los inmensos llanos
de Oriente.
—Queda anotado, –dijo muy gravemente Ríos.
—Bien. ¿No te parece oportuno que vamos ahora
a visitar las dos provocativas hermanas que tan amables
se muestran con nosotros?
—Me encanta. Sobre la marcha. A propósito: ¿sabes
que he propuesto a Blanquita se venga conmigo? Debe
ser delicioso llevar a la guerra una compañera de los
atractivos de esa morena. Tengo a mi disposición todo
lo que se necesita para una amazona. Imagino que será
agradable verse envidiado por los camaradas que en la
Tebaida de los campamentos…
—Estupendo. Carga con ella si es tan inocente que
se confíe a tus cuidados. ¡No te arriendo las ganancias, ni
te compro los laureles que te permita cosechar tu amiga.
¡Soberbia idea! Hazme el favor de anotar: en Colombia
suelen llevar consigo los jefes y oficiales del ejército, daifas que,
según la fama, estorban la acción en la guerra y contribuyen a
marchitar los lauros de muchos.
—Permíteme –observó el otro, sonriente–, que
prescinda de esta nota, o que la consigne luego; más
me interesa en este momento el recuerdo de Blanca
que el método del diletante romano.
A poco andar llegaron a la casa habitada por las
dos hermanas, Blanca y Julia, ambas morenas, de ojos
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de ciervo domesticado y bocas en que por admirar
la dentadura igual y sana se podía prescindir de la
sensualidad que derramaban los labios. A la casa se
entraba por una tienda, una clase de tiendas común
en Chiquinquirá: los tiples y las panderetas cuelgan al
lado de los cirios de colores, y los juguetes de barro o
de tagua se ven enracimados entre escapularios de la
milagrosa madona.
Mientras los jóvenes se regocijan en compañía de las
dos hermanas, volvamos a los asuntos de la guerra.
Habiéndose reunido tropa en número de 1.500
hombres armados de rémingtons viejos, con 20.000
tiros por todo parque, según nuestras cuentas alegres, el
general Neira resolvió tener Consejos de oficiales para
inquirir su opinión respecto de las operaciones que era
urgente emprender. Se sabía que fuerzas gobiernistas al
mando de los generales Jorge Holguín e Isaías Luján,
de talentos militares aún no revaluados, se acercaban
a Ubaté. Opinaba Neira que debíase salir al encuentro
del enemigo y batirlo en la serranía de Fúquene, posición
llamada a igualar el número de los combatientes
y el superior armamento de los contrarios. Algunos
revolucionarios de inclinaciones más civiles que militares,
y otros de índole completamente guerrera como
Soler Martínez, opinaron era temerario comprometer
en aquellas circunstancias combate al principio de
una lucha que, ante todo, interesaba sostener en sus
comienzos, sin exponerla a un desastre, que sería de
fatal resonancia. Les parecía más acertado emprender
marcha hacia Santander a reforzar a los pronunciados
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allí; los cuales, o eran ya dueños de Bucaramanga, y en
tal caso disponían de valiosos elementos, o se hallaban
cercándola, y entonces sería oportuno el auxilio de los
hombres que se les llevaba. Vencedores en Santander,
quedaban en actitud de tornar hacia los batallones de
la guardia conducidos por los jefes nombrados.
La experiencia no había aún demostrado cuál era la
solidez de las tropas llamadas veteranas, ni se conocía la
débil moral de éstas. Neira tuvo quizás un pensamiento
feliz. Pudo haber sido... Pero atendiendo la opinión
de la mayoría de los asistentes al Consejo, optó por la
marcha hacia Bucaramanga.
El 30 de octubre, hacia la mitad del día, emprendióse
camino. Se dejó pronto atrás el caserío de Saboyá,
edificado en un ribazo de la sabana, y continuó la
jornada hasta las doce de la noche. Fue ésta lluviosa
y oscura. Los jinetes caían y los infantes se atascaban
en los baches. Los torrentes hinchados mugían en la
soledad y los relámpagos prestaban su rápida llama
para iluminar los precipicios. Los caballos se detenían
temerosos en las orillas de los abismos. Las pendientes
del Monte del Moro no eran de tierra sino de jabón que
cedía al ser tocado por los cascos de los brutos y el pie
de los hombres.
En el interior de una choza de minúsculas proporciones
hallaron refugio Ríos, Peralta y Olano, quienes
procuraban ir unidos entre las sombras de la noche y los
peligros del sendero. En la estrecha vivienda se habían
detenido ya quince o veinte soldados. Soportando los
olores de las ropas de éstos, humedecidas por la lluvia
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y el barro, pasaron los jóvenes las horas de reposo, sentados
en una piedra, apoyadas las cabezas en el cañón
de los fusiles de sus compañeros.
Al término de la segunda jornada acamparon en
Puente Nacional, próspera población situada a inmediaciones
del río Sarabita. Fue la tercera a Güepsa; la
cuarta a Suaita; la quinta a Guadalupe; la sexta a Palmas;
la séptima al Socorro; la octava a Curití, Pinchote y San
Gil; la novena a Los Santos, y la décima a la quebrada
La Honda y Lajita.
Por primera vez recibió Peralta la desagradable
impresión que causa en el ánimo el pillaje o pecorea
ejercida por los soldados en las aves domésticas pertenecientes
a humildes moradores de las chozas del
camino: los cuerpos que iban a vanguardia despojaban
sin compasión a las gentes de las veredas; veíanse en
éstas infinidad de plumas de gallina y de pavo; los
gritos de las aves sorprendidas por la irrupción de sus
bárbaros enemigos, aturdían, y las protestas de los
dueños, entremezcladas de lágrimas, eran para ablandar
corazones duros.
—Señor Coronel, señor Comandante –decían los
despojados–, nosotros somos de los mismos. ¡Hágame
devolver mis gallinitas!
—¿Quién se las roba?
—Aquel del sombrero negro se lleva el gallo. ¡Ah!
mi gallo tan bonito, y el de más allá se cogió la amarilla...
mire, señor, le acaba de torcer el pescuezo. (No puede
continuar hablando porque se lo impiden los sollozos).
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—Y ver que somos liberales; que nuestros maridos
están con los pronunciados y que luego pasarán
los otros y también nos quitarán los animalitos... Los
pobres somos los que sufrimos...
—Parece increíble –dice Peralta–, que ustedes se
complazcan en despojar infelices. Si tuvieran necesidad,
pase; pero por el gusto de hacer daño, por destruir los
escasos bienes de los campesinos. ¿No consideran ustedes
que estas gentes son carne de su carne y huesos
de sus huesos? ¿Por qué no se protegen unos a otros?
Los fuertes, los ricos los hostilizan, los explotan, y
cuando debía esperarse que los de una misma clase se
ayudasen, prefieren hacerse la guerra.
Estas homilías las repitió Jorge en la marcha sin
conseguir otra cosa que fastidiarse y que los soldados
lo mirasen con malos ojos.
—Usted sufre con esto –le dijo una vez un viejo
voluntario–, ya se irá habituando a tales escenas. Al
principio de mis campañas mi disgusto era como el suyo
ahora. Un día, en artículo de orden general, dispuse que
sería fusilado el que robase las aves de los campesinos.
Pasaron tres días sin que la orden fuese violada, a lo
menos yo no supe lo contrario; mas una tarde siento
detrás de mí los chillidos y aleteos de un ave que, según
todas las señales, debía ir atada a un morral. Furioso me
vuelvo para averiguar quién era el culpable. Hago detener
la marcha para efectuar una pesquisa. Los soldados
reían maliciosamente y me miraban con insistencia; los
gritos de las aves habían cesado: las aves no aparecían;
de pronto me fijo en las ancas de mi caballo, y... bien
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atados a mis alforjas iban dos grandes pollos causa del
escándalo. Las risas de los soldados estallaron en toda
la fila ¿Quién había colocado allí los pollos?
Nunca intenté averiguarlo. Entre seguir colérico y
tomar parte en la risotada, opté por lo último. Desde
entonces les dejé a mis soldados que pillaran gallinas.
Pobres... sufren tanto, tienen tantas fatigas y son tan
abnegados, que bien puede permitirseles esa falta. Dan
ellos su sangre, que otros, aunque inocentes, den sus
aves. ¡La guerra es así!
Una mujer blanca, casi joven y hermosa, contemplaba
desde un recodo del camino las plumas de sus
aves, y un hilo de lágrimas corría en silencio por sus
mejillas.
Un día de noviembre, al anochecer, acamparon
los revolucionarios en Guadalupe, caserío de aspecto
mezquino. Doloroso recuerdo nos hace inolvidable
aquel pueblo. Desde Chiquinquirá nos acompañaba
el señor P..., persona culta, estimada en la capital, que
llegó a nuestro cuartel con el propósito de seguir adelante
en cumplimiento de misión que le había confiado
una junta revolucionaria. El general S…, demasiado
suspicaz, creyó conveniente detener al viajero, aduciendo
en apoyo de su medida razones que no tenían
fundamento en opinión de todos nosotros. El deseo
del general Soler Martínez se cumplió, lo que produjo
extraordinaria pena en Pereira. En vano, los demás Jefes
le hicieron presente su confianza y le prometieron
puesto de honor entre ellos. El señor Pereira parecía
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en las fronteras de la locura; por nada quería desechar
sus acerbas reflexiones.
Llovía a cántaros. El trueno retumbaba y los relámpagos
penetraban como muecas del cielo por las
rendijas de las puertas, cuando en medio de sus compañeros,
que dormían tendidos en el suelo, se descerrajó
Pereira un tiro en el corazón. No detuvo su brazo la
consideración de que el tiempo le daría oportunidad
para demostrar la honradez de sus móviles, cortejando
la muerte.
A la mañana siguiente sus amigos trasladamos su
cuerpo al cementerio de la aldea, plantamos en su sepultura
una cruz, y al galope de nuestros caballos fuimos al
alcance de la tropa que ya iba camino de Las Palmas.
Sol de fuego abrasaba la sangre al entrar los revolucionarios
a la legendaria Socorro de los Comuneros.
Así como su pueblo se rebeló antes que ninguno otro
en 1781 contra la dominación española, también alzóse
ahora primero que las demás ciudades de Colombia, el
16 de octubre de 1899 Le corresponde la gloria de la
prelación en el tiempo y puesto entre las más heroicas.
—Qué cuesta –decía Olano–, al bajar el camino
del Sube. El calor es insoportable ; las piedras mandan
chispas a la cara: parece que el sol las golpease con diez
mil eslabones y que el aire fuera la yesca.
—Allá abajo –agregó su compañero–, la arena
hierve, Pero el río es fresco. Pasa con tal ímpetu su
corriente que rechaza el fuego de las orillas. Las piedras
se volatilizan o se mueven como tortugas.
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—Por lo oído, usted es antioqueño –dijo un oficial–.
Exageran de un modo sus paisanos que hace reír.
—Pues no lo soy, ni siquiera conozco las montañas.
Llegada la gente al punto en que el Sube toma el
nombre de Jordán, por ser sus aguas curativas de enfermedades
de la piel, atravesó el río por el más hermoso
y sólido puente, de estilo que se diría medioeval, que
entonces contaba Santander. Cuando los revolucionarios
estuvieron en La Mesa de los Santos se ordenó
que fuese cortado el puente para impedir el paso de la
fuerza enemiga. Tal fue el primer signo que manifestó la
guerra para que se juzgase de su terribleza en lo futuro.
En otras contiendas el puente había sido respetado.
El 8 de noviembre se efectuó la fusión de las tropas
que comandaba Neira y las que se encontraban
en La Mesa de Los Santos, acantonadas en La Lajita,
a las órdenes de los generales Juan Francisco Gómez
Pinzón y Francisco Albornoz. Desde el 15 se hallaba
entre ellas Uribe Uribe, quien, después de vagar por los
páramos próximos a Piedecuesta, quebrantada la salud,
guiado por un baquiano había conseguido juntarse a
los revolucionarios santandereanos. Aún permanecía
en los yermos cuando supo los combates del llano de
Don Andrés, donde mojó con su sangre la tierra ingrata
el generoso Próspero Pradilla Fraser, y el del 29
de octubre en Piedecuesta, librado por una parte de las
fuerzas de Gómez Pinzón y las del Gobierno mandadas
por el general Vicente Villamizar. En ese encuentro
los voluntarios pelearon con bravura pasmosa, mas
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hubieron de retirarse, después de haber poseído parte
de la población, porque el número de los contrarios los
abrumó y las trincheras que asaltaban eran formidables.
El ataque fue impremeditado. Gómez Pinzón, joven de
ardientes entusiasmos, de valor a toda prueba, carecía de
experiencia militar y se precipitó confiado en su arrojo
sobre poderosos muros de cal y canto con fusileros
mal dotados de cartuchos, donde la ocasión requería
cañones de alcance moderno. Tanto puede el valor en
corazones como aquellos, que a pesar de lo poco pensado
del asalto, los liberales desalojaron de muchos puntos
a sus contrarios, si bien cada paso costaba la vida de
un héroe, muerto por las balas de los ocultos tiradores
de los baluartes enemigos. En el desfile, algunos que
no se apresuraron a abandonar las casas ya asaltadas,
fueron sorprendidos por los vencedores. Se ha dicho
que se les sacrificó al hallarse rendidos. No podemos
asegurarlo nosotros; quédenos la tarea de lamentar su
muerte, causada por bárbaros combatientes, y citar los
nombres de Juan de Jesús Ogliastri y Fernando Reyes,
Félix Alfonso y Francisco Ruiz García, Timoteo Rueda
y Antonio Martínez, de las víctimas del insuceso en que
los jefes liberales debieron adquirir la certeza de que
ciudades de piedra y ladrillo son intomables sin fuerte y
experta artillería. De la misma manera se intentó por el
llano de Don Andrés la toma de Bucaramanga, obteniéndose
iguales resultados. Después de los consecutivos
fracasos que van referidos, ¿quién habría pensado en
que pronto volverían las armas liberales a quebrantarse
locamente, con furor heroico pero inútil, contra los
edificios de una ciudad defendida por soldados arma-
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dos de rifles modernos? Nadie será osado creerlo si de
sensato se precia, y con todo se repitió la hazaña. Ya
diremos cómo y por qué.
Ahora volvamos a La Lajita, en donde los revolucionarios
de Santander, Boyacá y Cundinamarca,
acampados en número de tres mil, aproximadamente,
reconocieron por Comandante General a Rafael Uribe
Uribe y por segundo a Neira. El doctor Pablo E. Villar
los designó, y los oficiales del incipiente ejército acogieron
sin contradicción los nombramientos. A Villar, en
su carácter de director del partido en el Departamento,
y por ser hombre sin ambiciones de mando militar, se
le concedió la facultad de señalar a los dos principales
cabos de aquella tropa. No pareció haber emulaciones
entre los generales allí presentes.
Desde el pueblo de Los Santos hasta el extremo de
La Mesa de Jéridas. que domina el valle de Piedecuesta,
se extendían los campamentos de los voluntarios. En
mitad de la línea, alejada del camino y discretamente
escondida, existía una casuca de paja, en la cual buscó
hospedaje el señor Villar, retirado así del bullicio de las
toldas. Tres días habían transcurrido desde la llegada
de las gentes de Boyacá y Cundinamarca al campo de
La Lajita, y aún no conocían Peralta, Ríos y Olano, al
hombre, ya famoso en el país que, con la entereza de un
Catón, había declarado la guerra y por cima de las cabezas
de los patricios lanzó los higos de la discordia.
—He averiguado –dijo Olano–, en dónde se encuentra
el doctor Pablo Emilio Villar. El general me
ha dado las señas de su alojamiento, y. me ha encar-
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gado lleve este telegrama para que lo transmitan por
la oficina colocada en la misma tienda de Villar. Debe
tomarse a la derecha por una puerta de cancilla, cerca
de un bosquecito; mas no doy ni con la puerta, ni con
el bosque. Acompáñenme y volvamos atrás, el sitio está
antes que esta quebrada.
Así lo hicieron, y a pocas revueltas del camino dieron
con la puerta buscada. Como al arribar a la vivienda
Peralta preguntase por el doctor al individuo que hacía
de telegrafista, le mostró éste el departamento inmediato,
diciendo que allí se encontraba nuestro director,
reposando en la hamaca. Vacilaban los jóvenes antes
de seguir, por serles enojoso presentarse por sí mismos,
a tiempo que acercóse un tercero, el cual los sacó de
apuros anunciándolos a Villar.
Aparentaba éste de 50 a 55 años de edad; es de
regular estatura, pobre de carnes, de color más bien
moreno o tostado que blanco; de aspecto y maneras
que no expresan energías; ojos negros de brillo reconcentrado;
frente amplia; cabeza pequeña y de escasos
cabellos que van para ser blancos; manos delgadas, que
al hablar levanta el doctor con cierta compostura de
persona aristocrática, y paso mesurado como de quien
teme estropear el suelo o rinde cubo a la dulce pereza.
Poco deja trascender sus pensamientos, y cualquier
juicio que se forme respecto de sus facultades seria
sujeto a rectificaciones.
—¿Qué concepto has formado de Villar en esta
entrevista? –preguntó Olano a Ríos–, al retornar a su
campamento.
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—No sé qué responderte. Es posible que sea un
gran talento... ¿A ti cómo te pareció?
—Me pareció una especie de brujo, de gran reserva.
Creo que al ponerle el cascabel al gato, acepta todas las
consecuencias. Ello es bastante.
—Hay que tener en cuenta –observó Olano–,
que la guerra no es obra de él únicamente. Fuera de
que otros lo compelían y hasta le amenazaban, según
refieren, para poner fuego en la mecha, no olvidemos
que las revoluciones del calibre de ésta no las decreta
un hombre: se incuban en la atmósfera moral de las
agrupaciones sociales y son incontenibles.
—Me dicen –agregó Peralta–, que varios jefes han
empezado a hacer cargos al doctor Villar.
—¿Por qué? –interrumpió Ríos.
—Porque se afirma que ofreció como base del buen
éxito de la guerra la toma de Bucaramanga y la de sus
elementos. Nada de esto ha sucedido.
—Porque al brujo de La Lajita –explicó Olano–,
no le salieron bien sus planes.
—Es algo visionario –dijo Ríos–, a la manera de
los hombres realmente positivos.
—Exacto, es de los que dejan a lo imprevisto gran
parte de la tarea que sólo el esfuerzo humano debe
realizar.
Tratando de cosas semejantes llegaron al alojamiento
del general. Allí supieron que a los tres los había
nombrado sus ayudantes con el grado de tenientes.
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Se apresuró Uribe a convocar junta de oficiales
generales para decidir sobre las medidas que debían
tornarse. Expusieron los principales sus opiniones, y
fueron discutidas. Tenía la revolución un enemigo de
dos mil hombres que combatir en la plaza vecina. Esto
al frente; a la espalda apresuraban su marcha dos mil
quinientos infantes de la guardia colombiana. Es verdad
que no podían los últimos forzar el paso del Sube sin
grandes pérdidas y mayores peligros, mas siempre existía
a retaguardia la amenaza para los revolucionarios. La
necesidad urgía a tomar la iniciativa. Oídos en el consejo
los pareceres de sus compañeros, Uribe Uribepresentó
por escrito un plan que, con pequeñas modificaciones,
fue adoptado por aquéllos.
Moviéronse los batallones por la vereda de San Javier,
con Neira unos, por el agrio camino que conduce
a Piedecuesta, los otros torciendo a la derecha de la vía
real, por enmalezado sendero, tomó la división mandada
por Gómez a ocupar los cañaverales y colinas de
El Caucho, dentro del circuito de la población; por la
cuesta de El Granadillo descendieron gentes de Tona,
las cuales prepararon hogueras en diversos lugares
como manifestación de numerosa hueste, y los voluntarios
a órdenes del coronel Rosario Díaz, afamado
guerrillero, debían situarse en Los Callejones, al norte
de Piedecuesta, en el camino de Bucaramanga.
A las postreras luces de la tarde llegó el general
Uribe con su estado mayor al punto en que se bifurcaba
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la senda por donde había desfilado la tropa de Gómez
Pinzón. Se dominan desde allí las arboledas que se extienden
en la entrada de Piedecuesta hasta el río y cerca
de éste una casa grande en la cual momentos antes se
hallaba la avanzada contraria. Aproximóse al general
en ese sitio un jefe de vanguardia, el coronel Emilio
Matiz, y le participó que se había permitido pasar el
puente para desalojar la avanzada enemiga que ocupaba
el edificio del lado opuesto.
—Está bien, coronel Matiz, gracias –contestó Uribe
Uribe.
Más tarde observaba uno de sus ayudantes:
—¿Por qué el general aprobó el proceder de Matiz,
siendo así que no se había ordenado ese avance?
El exceso de celo del subalterno produjo un resultado
insignificante que pudo ser desfavorable, y si
entonces, en vez de pasar inadvertida esa falta contra
la disciplina, el general la reprende, se hubiera quizás
evitado que el mismo inferior hiciera algo parecido en
caso diverso, lo que tuvo para las armas liberales trascendental
importancia. Luego sabremos qué fue ello y
cómo de pequeños detalles se tejen los más renombrados
acontecimientos.
Empenachados los sombreros con ramos de verdes
hojas, adelantaban los liberales a paso ligero hacia
la población por los distintos lugares señalados a cada
cuerpo de combate.
—¡Somos los soldados de la esperanza! –les decía
Jorge a los voluntarios, mostrándoles, las divisas verdes,
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y los futuros héroes sonreían sin revelar inquietudes.
A uno se le escapó un tiro del fusil; la bala hirió el
brazo del vecino. Se echó éste sobre los guijarros y con
gritos lastimeros se quejaba; vertían sus ojos gruesas
lágrimas. Un oficial se acercó al herido, y le dijo: —Si
así han de lamentarse todos los que reciban un balazo,
el combate que se prepara irá a ser horrible. La quejumbre
llenará el mundo. Los más impacientes o los más
estoicos, agregaban: Que se calle, que se calle: ¡retírenlo a
una casa, que haga silencio!
El desventurado miraba y remiraba su herida, e iba
palideciendo su rostro.
En verdad que en las batallas los pobres soldados no
ululan de dolor a la manera del que allí se estremecía de
angustia y dejaba penetrar sus ayes por el arbolado.
Avanzaban los revolucionarios hacia Piedecuesta
por el sur, por el oriente, por detrás de las torres de la
iglesia, por las calles, y el enemigo no aparecía. Callaba
como muerto; mudas estaban las bocas de sus fusiles.
De pronto, los que iban más distantes, vieron flotar la
bandera roja en las ventanillas del templo. Piedecuesta
había sido desocupada por sus defensores, quienes en
la noche alzaron sus tiendas y sus carros. La presencia
de gentes contrarias, al vivaquear por los cuatro
puntos cardinales, comunicó temor a su arrogancia;
la prudencia y el acierto también intervinieron en su
determinación, que al ocurrir a Bucararnanga acudían
a la defensa de la capital, centro de sus principales intereses.
Rehuír el encuentro en una, era preparar mayor
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masa de resistencia en la otra. Ocupada la población,
el general dispuso que se continuase la marcha hasta
Floridablanca y tomó él adelante con una descubierta de
caballería. Queda el pueblo nombrado a menos de dos
leguas de Bucaramanga y parece mala posición militar;
en ella acamparon los liberales. A guisa de avanzada
fueron colocados ochenta hombres en las colinas de
la quebrada de La Iglesia. El jefe superior, no obstante
desconocer el terreno, previno al encargado del destacamento
no adelantarse de aquel punto, y que si llegaba
a verse acometido, sólo contestara el fuego en caso de
arreciar y de ningún modo empeñase la refriega con
provocación de su parte. Quiso La suerte le tocara a
Matiz, en la continuación de la tarea, mandar la avanzada
y que fuesen jefe y general de día, respectivamente, los
coroneles Marco A. Arango y Alejandro Parra, deseosos
de señalarse por actos de arrojo. No se supo entonces
cuál fue el principal autor de la falta que se cometió al
hacer avanzar el destacamento hasta comprometerse
en pelea con los del enemigo. Más tarde se instauró un
proceso en averiguación de lo sucedido, proceso cuyo
original se conserva. Nada supimos en esa ocasión con
seguridad; lo único que se puede decir es que la contravención
a la disciplina dio lugar al combate del siguiente
día, que terminó con descalabro para los liberales.
En la noche nuestro general dictó larga nota dirigida
al comandante de las fuerzas enemigas, en la cual, después
de exponerle la justicia de 1a causa por nosotros
defendida y lo pujante de sus elementos, lamentaba el
que no hubiese el contrario aceptado la lucha en campo
donde los estragos hiriesen intereses menos valiosos,
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indiferentes a la guerra misma, y concluía por intimar
rendición a los defensores de Bucaramanga. El señor
N. González, conocedor de los sitios que iba a transitar,
llevó el oficio. El gobernador de Santander recibió al
parlamentario con las consideraciones de estilo en tales
casos, y con González contestó también en larga nota
rechazando las intimaciones del jefe revolucionario. Tal
procedimiento del gobernador Alejandro Peña Solano
fue clara muestra de que se reconocía la beligerancia de
la revolución incipiente. A una cuadrilla de bandoleros
no se le contesta por las autoridades con la cortesía que
gastó el mundano gobernador de Santander. Siendo
la beligerancia un hecho, allí quedó reconocida por
primera vez en la guerra.
En altas horas de la noche regresó González, y el
general, bien porque considerase oportuno insistir en
el propósito de obtener la rendición de la plaza, con
lo que se debilitaba la moral del jefe enemigo, siquiera
respondiese de igual modo que la ocasión anterior,
ya porque descubriese indicios de haber vacilado los
defensores de la ciudad, tornó a escribir nuevo oficio
en el que insistía en su demanda. Dictó luego órdenes
para ser transmitidas a jefes divisionarios. A las seis de
la mañana de aquel día salió acompañado de varios de
sus ayudantes, encaminándose por la vía que conduce
a la capital del Departamento. Habría recorrido dos
millas cuando encontróse con el jefe de día, quien le
manifestó haberse empeñado combate entre las avanzadas
y que la revolucionaria se hallaba en las propias
calles comprometida contra fuerzas superiores. Se oían
67

los disparos en el momento en que el general exclamó,
haciéndole tascar el freno a su cabalgadura:
—¿Y quién les ha dado la orden de combatir a esos
atrevidos?
El coronel Matiz ha dicho que la recibió del general
Día... Vienen en retirada y los persigue todo un batallón
enemigo.
—¡Que se pierdan... siento los cartuchos que gastan.
Hoy no vamos a combatir. Yo no comprometo un
ejército por dar gusto a unos pocos indisciplinados!
Vaya usted, coronel –se dirigía a Arango– y comuníquele
al jefe de la División Cundinamarca que debe
ocupar las posiciones que le indiqué, sin provocar a
los enemigos.
En seguida le dictó a uno de sus ayudantes, el cual
escribió con lápiz, sobre su cartera, un resumen de las
operaciones que deberían ejecutar los jefes subalternos,
en que se indicaba la necesidad de alejarse en la marcha
de Bucaramanga. El coronel Guillermo Jones recibió la
orden para llevarla a donde encontrase al general Neira.
Más adelante, ya en las colinas de tierra rojiza que
rodean la quebrada La Iglesia, las balas de los soldados
contrarios empezaron a silbar y el jefe de los liberales
se hallaba inesperadamente en peligro. Allí un proyectil
le fracturó una pierna al doctor Gratiniano Bueno.
—Vaya uno de ustedes –mandó el general–, dirigiéndose
a Samuel Pérez, Manuel Pinzón y otro que le
acompañaba, a decirle a Neira lo que ocurre y que hoy
no se combate; que ordene los movimientos de manera
68

conveniente para que se ocupen las alturas retiradas de
Bucaramanga.
Volvieron bridas los ayudantes y a pocas cuadras
encontraron la División Boyacá, a la cabeza de la cual
venían Neira, Andrés Márquez, jefe del Garibaldi, y
el doctor Felipe S. Escobar, joven fornido, de áspero
ceño y apuesto talante, quien exclamó al oír las órdenes
transmitidas:
—¡Es una cobardía dejar perecer sin socorro a
nuestros compañeros de las avanzadas!
—Lo que hemos expresado –replicó uno de los
ayudantes–, son los mandatos claros del general en jefe.
Él tiene derecho a que se le obedezca.
—Es verdad –dijo Neira con sereno acento–, pero
ya no tiene esto remedio. Los escuadrones de Delgadillo
pasan los barrancos y entran al llano. Miren... y señaló
hacia la izquierda.
Desplegados en guerrilla los soldados boyacenses
avanzaban por el llano. Las banderolas rojas se movían
como en los primeros momentos de una fiesta, y una
banda de música, desde el camino opuesto a la llanada,
tocaba marcha de triunfo.
Tornaron los ayudantes a imponer al general de
cuanto sucedía; éste, sin retirar la vista del anteojo con
que observaba la ciudad desconocida, murmuró entre
dientes, con profundo desagrado:
—¡Maldición! Esto va mal...
69

El fuego se encendía por instantes; los que por
vez primera se hallaban en tales ocasiones de peligro,
movían a un lado y a otro la cabeza al sentir el silbido
de las balas, y Uribe Uribe espoleando la mula torda
que montaba, guardó el anteojo y dijo:
—¡Vamos!
70

VI
A
quel ejército de voluntarios se componía de
jóvenes, en gran parte de niños. Los viejos son
lobos experimentados que no salen a campaña
en guerra civil sino a la postre, impelidos por sedimentos
de alma nómada que se agitan mal de nuestro grado
en cada uno de nosotros y por la tendencia común en
los hombres a repetir los actos menos fecundos y más
mortificantes.
A los viejos les acomete tarde la fiebre del entusiasmo
bélico y con frecuencia llegan a los campamentos
a la hora de las derrotas.
No iban muchos ancianos; en cambio entre los que
acometían a Bucaramanga abundaban los adolescentes.
Unos desertaron de los colegios adonde fueron los
ruidos de borrasca a perturbar inexpertos corazones;
furtivamente se escaparon otros de sus hogares, impulsados
por el deseo de realizar calaveradas, de conocer
los peligros de una vida vagabunda y libre.
Al empezar la refriega se encontró Peralta con
Eduardo del Valle, uno de esos adolescentes, de diez
y seis años, blanco y hermoso como un relieve de
mármol de los que solían decorar los frisos de los
templos paganos: enérgico en sus rasgos viriles como
71

si lo hubiesen trasladado a la vida desde una medalla
de bronce antiguo; en su rostro resplandecían los grandes
e inocentes ojos que parecían preguntar con cierta
inquietud: ¿qué es la vida? A su boca de labios gruesos,
de un rojo pletórico, se asomaba la más graciosa e ingenua
sonrisa que dejara trascender la pureza indemne
del alma. Daba miedo mirarlo, porque dormía en su
corazón, cual ave en el nido, la inconsciencia adorable
propia de los animales humildes, resignados con el destino,
de los árboles augustos en la gravedad de su vida
y de las aguas profundas donde se hunden las pupilas
de los poetas ansiosos de sorprender el misterio de las
ondas silenciosas.
Seguía el adolescente en pos de los soldados sin
darse cuenta del peligro. No llevaba más arma que un
machete tosco. En sus ratos de meditación, cuando
descansaba de las duras caminatas, había querido pensar
en la muerte, en las balas que atraviesan el pecho,
que rompen los brazos, en la sangre que se vierte por
las heridas; y entonces experimentaba miedo inarticulado
y un ligero temblor nervioso se esparcía por sus
miembros; sus ojos negros brillaban como si hubiesen
adivinado qué era la vida. Otras veces se regocijaba
con el pensamiento de que las batallas eran agradables
y sentía el hormigueo de las cosas desconocidas.
—¿Cómo será un combate? –Preguntó en varias
ocasiones a sus compañeros que creía adiestrados en las
peleas–. ¿Da mucho miedo ver a los muertos?
—Bastante, bastante –le contestaban los vetera-
72

nos–. A todos nos coge el miedo a lo mejor de la furrusca,
pero uno se engarrota en la pelea y no corre, porque
los otros no corren.
—Yo quiero saber de qué color es el miedo –agregaba
Eduardo con infantil ironía.
—Ya le verás la cara y también las patas, cachaquín
delicado –observó un obrero.
Ahora iba con agitación visible. El calor ensanchaba
las venas en su cuello de una elegancia de Hemies
pentélico donde el palpitar de la sangre parecía mover
la camisa de algodón azul con listas blancas.
—Oigo hace rato –dijo al salir al llano–, abejas
o moscardones que zumban, piss, piss, y no los veo
pasar...
—Hombre inocente, si parece un santico –exclamó
un soldado guarecido en ese momento por un barranco–,
son las balas que guerrean. De la que uno oye se
ha escapado; la que mata no pone recadito.
—¿De dónde nos disparan? ¡Yo quisiera ver a los
enemigos!
—De aquella ceja de monte. Cuidado los ves muy
cerquita.
—Cachifo sin experiencia –anotó un campesino
vigoroso.
—Nos tiran de la orilla del monte. Allá deben estar
atrincherados los godos; se alcanza a ver un humito,
nos tiran con mauser.
73

Los soldados que avanzaban con el adolescente
buscaron un sitio menos expuesto, una cerca de piedra,
y desde allí rompieron los fuegos.
—¡Ah malhaya! –prorrumpió uno al segundo
disparo de su fusil–, estos rémingtons mohosos se
encascaran aprisa.
—Préstame tu rémington —dijo Eduardo, que se
moría por hacer un disparo–, préstamelo, ya hago un
tiro.
Sin contestar, el soldado puso el arma en las manos
del joven.
Este se levantó imprudentemente hasta sacar fuera
del cercado el busto y los brazos; tendió el cañón hacia
la ceja de bosque en donde de cuándo en cuándo se
veían los pantalones rojos de los enemigos; sacó un cartucho
de su bolsillo y, antes de que sonase la detonación
de su fusil, retiró el brazo derecho y volvióse hacia atrás
con movímiento rápido, diciendo a sus camaradas:
—Me han pegado con piedra en el brazo. Lo siento
entumido. Estoy...
No continuó: sus grandes ojos contemplaban alelados
la sangre que, desprendida de la mitad del brazo,
corría burbujeante hasta derramarse ardiente por su
mano pálida.
—¿Estoy herido? ¡Herido!...
—¡Quién quita!, pareso son las balas. ¿Puedes
mover el brazo?
74

—Sí –dijo Eduardo–, cada vez más pálido y haciendo
el esfuerzo que su voluntad pedía.
—Siquiera no te rompieron los güesos –observó
el soldado–. Pongámosle una venda con su pañuelo,
—continuó, dirigiéndose a sus compañeros.
—¡Gracias! Se me sale toda la sangre! ¡Ay, qué roja
es mi sangre!
A sus grandes e inocentes ojos, que parecían preguntar
con cierta inquietud, ¿qué es la vida?, se asomaba
una dolorosa sonrisa.
75

VII
El pensamiento de Uribe Uribe no era empeñar
combate aquel día; y ¿cómo puede concebirse
lo hiciera sin haber estudiado antes, con la inteligencia
de que luego dio muchas pruebas a los suyos, el
terreno en donde iba a librarse el encuentro, y sin hacer
concurrir al asedio de las trincheras enemigas todas sus
fuerzas? Huestes formadas por voluntarios, en su mayor
parte bizoños, arrogantes de su valor no medido aún;
oficiales llenos de bríos juveniles, en quienes, todavía
el don de mando del caudillo y sus férreas virtudes no
habían tenido oportunidad de sentar su imperio, nos
precipitaron a acción desastrosa. La ciudad fue atacada
en desconcierto por uno de sus costados, mientras los
demás, por los cuales se hubiera precisamente dirigido
lo principal de la acometida, se desatendieron. En semejantes
circunstancias parecía poco menos que imposible
poner remedio a ello. Al toque de carga, por sendas divergentes,
los soldados adelantaban con furioso empuje.
Los enemigos, que a los primeros fuegos habían salido
en parte fuera de sus atrincheramientos, volvieron a sus
inexpugnables puestos, y desde ellos, ocultos en cercas
de piedra y muros de adobe, sombreados por árboles
rollizos de retorcido ramaje, disparaban sus fusiles con
77

certera puntería, mientras los liberales avanzaban por
caminos descubiertos. A las siete se trabó la lucha; recia
era a las once cuando el general, después de intentar
paso por lugares de que no había tenido ocasión de informarse,
desandando algún espacio tomó por el llano.
La arrogancia de su cabalgadura y el ancho sombrero
debieron servir de blanco a los tiradores enemigos,
quienes, desde las torres de la catedral, en repuestos, en
ingloriosos sitios, se complacían en descargar sus armas
tranquilamente, sin peligro, sobre los jinetes que por
su talante resaltaban en el campo. Así fueron heridos
o muertos los principales. Un joven, un niño apenas,
semejante al Euríalo celebrado en la Eneida, penetró
inerme a la matanza y se agarró a las crines de la cola
de la mula en que iba el general. Un balazo lo hirió de
muerte. Gabriel Heredia se llamaba. Sus compañeros le
decían el héroe, porque tenía en sus facciones uno como
reflejo del Mariscal Sucre.
—¡No se queden, muchachos! –gritó el general, al
volver una curva del llano que le permitió ver el espacio
ya recorrido.
El que yacía en la grama era Heredia, destinado a
exhalar el postrer aliento horas más tarde.
Por La Herradura, sendero que daba el frente a las
trincheras enemigas, las huestes liberales padecían graves
pérdidas. Por allí pasó al galope de su caballo, con
roja banderola, Alberto Díaz. Iba radiante; ¡quién hubiera
previsto que tan bravo corazón quedaría exangüe
en la espesura de olvidado monte, víctima de sombría
emboscada!
78

Los voluntarios avanzaban siempre al toque de
carga. Rápidamente se recorrió el trayecto donde ninguna
fortificación resguardaba de los fuegos contrarios.
Ardían los soldados porque siendo vistos por los enemigos
y fusilados sobreseguro, a su vez no daban con
éstos. Con emoción, mezcla al parecer de encontradas
pasiones, con odio, con rabia, se arrojaron a los primeros
atrincheramientos.
—Aquí están –vociferaban, los infames, los canallas–.
Con razón que ni los viéramos, si se esconden
encaramados en los árboles. ¡Ah! infames.
La batalla se decidía entre La Pedregosa y El siglo
XX. Un combate cuerpo a cuerpo se libró en la Puerta
del Sol. Fue horrible la matanza; veinticinco o treinta
cadáveres de hombres de alta talla yacían en las piezas
y corredores de la casa conocida con aquel nombre;
tomaron allí los liberales sesenta prisioneros con sus
armas. Al sitio llegó Peralta en el momento en que se
les quitaban los fusiles a los últimos. Los milicianos de
la guardia, al entregar las armas, sonreían con sonrisa
casi odiosa.
Por el camino de La Herradura pasó el joven al galope
de su caballo. Las balas se enterraban coléricas en los
barrancos de greda rojiza. Un proyectil le rozó el cuello,
quemándole la piel. Sintió la impresión de una brasa que
le hubiera tocado cerca de la aorta; más todo había sido
un saludo del plomo. Se detuvo un instante para fijarse
en un moribundo que brotaba sangre del pecho mientras
desfallecía la cabeza como descoyuntada. El terror
de Peralta era inexplicable; era un miedo que buscaba
79

la muerte; y seguía adelante, gritando palabras heroicas
que disfrazaban sus emociones reales. La sangre afluía
a sus sienes; lo asfixiaba el aire caldeado; experimentó
el cabrilleo de la insolación; hubiera caído si no halla
sombra y arrimo. Antes de llegar a la Puerta del Sol tomó
harte en el asalto de una casa, disparando su revólver
contra enemigos que no se descubrían. Ya en el reducto
conquistado observó los muertos y los heridos. Olores
ferrosos de sangre aún no coagulada, de pólvora, de
telas consumidas por el fuego, infestaban el aire. Los
cuerpos colocados uno en pos de otro, en fila, cual si
hubieren sido muertos durante el sueño, conservaban
gestos de espanto, hacían muecas de indecible tortura.
Había algunos agonizantes que levantaban las manos
crispadas hasta tocar los rostros de los compañeros que
ya guardaban entero silencio.
Jorge, casi insolado, contempló por unos minutos la
escena, sin que experimentase el horror, la angustia, las
emociones dolorosas que se imaginaba habría de sentir en
caso semejante. Su temperamento delicado, sus nervios,
dormían en el apaciguamiento imbécil de la bestia...
Siguió con los suyos, que ya asaltaban trincheras en
los barrios de la ciudad ambicionada. Los impetuosos
rompían vallas, escalaban muros. Los contrarios, al
dejar un baluarte, invadían el siguiente: aquello era interminable,
y la sangre liberal corría en desproporción
abrumadora.
En uno de los edificios abatidos vio por última vez
a Gómez Pinzón, al cual le oyó decir:
80

—Hoy que me guardian es el día en que me van
a matar.
En el rostro del predestinado a morir le pareció
notar una sombra de tristeza nacida en lo hondo de su
espíritu fuerte y atrevido. También era cierto que Peralta
estaba triste con la seguridad de la derrota, y que veía la
estrella de los suyos hundirse en el horizonte sin haber
iluminado un instante el cielo.
Gómez Pinzón era de elegante presencia, blanco
de cutis; ojos negros y vivos; frente despejada que provocara
ver ceñida por los laureles guerreros; de limpio
origen; afortunado en bienes y, ante todo, un corazón
generoso.
La pelea duró todo el día 12 y continuó al siguiente
con igual encarnizamiento, mas los liberales cejaban.
Entraron los toneros con brío de fiesta. Mozos valientes,
abocados al combate sin blusas, con los brazos
descubiertos y las camisas blancas y limpias, de trabajadores
de la montaña. Jorge los vio marchar al peligro y
casi se le escapa un ¡hurra!; pero era ya tarde y su alma
estaba vencida.
Desde sus comienzos consideró perdido el combate
el general Uribe Uribe. Una esperanza le quedaba en
la tarde del día 13: la aproximación a Matanza de las
fuerzas de Ocaña, organizadas por el general Justo L.
Durán. Por inquirir noticias de ellas y quizás también
con el propósito de estudiar un camino de retirada hacia
Cúcuta, se dirigió a Tona, y a las seis y media regresó a
Piedecuesta, en donde se encontraba ya la mayor parte
81

del ejército liberal, quebrantado su coraje, sin ánimo
para empezar de nuevo la lucha. En vano trató de levantarlo
con palabras ardientes. Los soldados vagaban
por los campos, silenciosos y tristes. La bravura de la
acometida había sido pujante, y en la misma proporción
era el desaliento que invadía sus corazones.
Numerosas fueron las pérdidas revolucionarias;
como no hubo boletín en que se mencionasen, difícil
sería hacer una lista de las más significativas personas
que allí perecieron.
Agustín Neira, gigante de hercúleos brazos, cayó
al apoderarse de una trinchera; envuelto en una bandera
roja buscó fin a sus torturas Cándido Amézquita;
Evaristo Cuervo espiró diciendo: Nada importa que yo
muera, si triunfamos, palabras antiguas y siempre nuevas
en los labios de los héroes moribundos.
Jóvenes salidos del taller, del claustro, del estudio,
de las labores agrícolas, cayeron allí
Cual por la hoz del rústico segadas
En tiempo de cosecha las espigas.
Incontable era el número de los heridos, y entre
éstos estaba Neira, quien al encontrarse con Peralta
le dijo:
—Tengo dos balazos. Las heridas del mauser son
elegantes.
La retirada se imponía. Todos debieron pensarlo
así, pero nadie la ordenaba. Iba posesionándose de
82

Peralta, en la tarde de la batalla, lo que podría llamarse
el miedo reflexivo:
—¿Qué objeto tiene este empecinamiento? –se
preguntaba–. Para mí la lucha es inútil. Si avanzo unos
pasos más, probablemente me toca una bala. ¿Para qué?
¡Todo se ha perdido! Voy a volver a Floridablanca. Seré,
sin duda, el primero en abandonar el combate…
Con fingida calma se encaminó hacia La Pedregosa.
Le dolía la vergüenza de ser el único que se alejaba del
peligro. Su inquietud se aminoró al encontrarse con un
millar, por lo menos, de camaradas que habían hecho
lo mismo antes que él. Gozó al confundirse con el
número, con el rebaño… En desquite experimentó la
amargura inmensa de la derrota; hubiera querido llorar,
y no pudo verter una lágrima; al contrario, sonreía con
un gesto que debió ser de idiota.
Al llegar a la planicie, entre la dispersa hueste que
no apresuraba el paso, cual si no temiera persecución
del contrario, se fijó en un caballo que agonizaba en el
camino, asediado por el pico de los gallinazos. El sol se
había escondido detrás de los montes lejanos y la luz
del crepúsculo doraba débilmente el polvo estremecido
por las plantas de los derrotados. La presencia del bruto
moribundo era dolorosa; no se quejaba él como los
hombres heridos, que por su propio querer buscaron
la oportunidad de derramar su sangre; la agonía de
la bestia era silenciosa, solemne; sólo movía las patas
mientras brillaban los ojos glaucos muy abiertos, y las
83

aves carnívoras con sus alas negras golpeaban su
piel blanca y suave.
Peralta experimentó la tristeza que se apodera
del hombre ante el esfuerzo estéril.
84

VIII
En la imposibilidad de organizar nueva resistencia,
el general dispuso la retirada hacia Cúcuta
por la provincia de García Rovira. El enemigo
le concedió el tiempo necesario para resolver las dificultades
de la situación y alejarse de su alcance. Los
vencedores no intentaron perseguir a los liberales, bien
por haber quedado en extremo fatigadas sus tropas, ora
porque se contentaran con rechazar a los contrarios,
dándose por felices con el éxito conseguido. Según parece
sólo se atrevieron a salir al campo tres días después
del combate. Mientras tanto Uribe Uribe, multiplicando
sus energías, comunicaba bríos a los flácidos espíritus
de sus compañeros para conducirlos, mal su grado, a la
frontera. Por fortuna no existía el puente del Sube y los
contrarios se presentaban por ese lado; a no contar con
tales tropiezos, la mayor parte de los dispersos habría
tomado por allí y el movimiento hubiera sido baldío.
El 14, dejando atrás el camino de la Mesa de Jéridas, se
torció en la marcha a la izquierda y fue la vanguardia
a pernoctar en Bore y Umpalá, pequeños caseríos que
demoran enclavados entre páramos ardientes, en un
estrecho valle, donde espigaban las cañas de azúcar y
florecían los mirtos aromosos. y Umpalá a modo de
oasis proporcionado por la naturaleza al viajero que se
85

dispone a trepar en seguida la Loma de Buey Pelado, árido
espinazo de tierra arenosa de varias leguas y escarpadísima
pendiente. Tiene fama la cuesta en todo Santander.
Los infantes acezaban devorados por la sed sin que se
encontrase una gota de agua en las quebraduras de la
loma; los jinetes se desmontaban para arrear por un
momento sus caballos, que luego dejaban a orilla del
sendero condenados a muerte por falta de alimento y
bebida. En el extremo de la loma acamparon al segundo
día de marcha. Por capricho natural, allí las fuentes son
numerosas y abundantes; en pos de la tierra reseca los
arroyos y la frescura. Por entre sembrados de maíz y
trigo llegaron a San Andrés, población de ricos moradores
y entusiastas liberales, quienes se apresuraron a
proporcionar víveres para la tropa. Con el propósito de
facilitar la incorporación de los retrasados, se detuvo la
jornada por doce horas en el pueblo citado. Ordenó el
general que los soldados se acuartelasen para impedir se
desertaran con las armas; mandato no obedecido al punto
por los que llegaban a la plaza y preferían echarse en la
grama o iban a buscar refrigerios en las tiendas. Repitió
el jefe lo mandado, y como no se le atendiese por algunos,
desenvainó el acero y repartió cin ta ra zos.¿Quién se
atrevió a tanto? Se incorporan varios de los exasperados,
calzan los fusiles y apuntan al pecho de Uribe Uribe,
el cual se contentó con mirarlos fijamente como si
pretendiese, con la sola fuerza de sus miradas, llenas de
indignación y de ira, hacer bajar los cañones tendidos
hacia él; precipitadamente ocurrieron sus ayudantes
a arrebatar las armas de los sediciosos, que cedieron
mohínos y sin duda avergonzados.
86

En la noche se continuó la marcha. Rendidos por
el sueño y el cansancio se iban acogiendo oficiales y
soldados al abrigo de las chozas del camino, abandonadas
por sus dueños. Silenciosos, a veces cabeceando
con fastidiosa trepidación de las vértebras, a veces con
el pensamiento consagrado a la desoladora visión del
desastre, seguían Peralta y Olano.
—¿Qué será de Ríos? –preguntó el primero a su
camarada–, ¿se habrá adelantado?, ¿caería prisionero?,
¿muerto acaso?
Era la segunda vez que hacía la pregunta a su
amigo.
—Lo vi, como te he dicho. Ya, durante el combate
en punto de peligro. El desorden y la confusión me
impidieron continuar a su lado; en un instante se alejó
de aquel sitio. Después nada he sabido de su suerte.
—Malo, malo está eso–, murmuró Peralta, como
si conversase consigo mismo.
A los reflejos de la luna menguante, que vagaba tras
nubes invernizas, descubrieron los jóvenes un cortijo
llamado Lisgaura, y traspasaron su puerta en busca de
asilo; era un granero, las mazorcas a medio desgranar
tapizaban el suelo. Dura fue la cama, infernales las
pulgas y las cuescas, cobardes bichos parecidos a las
chinches, que causan estragos en la piel y huyen al primer
indicio de que se les pretende dar caza. Sus piquetes
se hinchan en forma de cono puntiagudo; el escozor
persiste durante meses, y se afirma que el venenoso insecto
transmite el virus de la elefancia si por casualidad
87

pica a un individuo sano después de haberse saciado
en un enfermo. Olano, que adquirió fama de valiente y
arrojado, que no movía la cabeza al oír el silbido de las
balas, les tenía a las cuescas horror y asco.
De Lisgaura hacia el páramo de La Pica trató una
guerrilla de pozanos de sorprender la retaguardia liberal,
mas fueron los atacantes dispersados. Pasó entonces
por verdadera esta anécdota: yendo de los últimos el
doctor Luis Forero Rubio y dos soldados, los consideraron
presa segura los guerrilleros y se apercibieron
a rendirlos con fusiles y machetes. Los sorprendidos,
que participaban del miedo que todos tenían de caer en
manos de aquellas gentes, optaron por defenderse, si
era necesario con heroísmo; para ello contaban con dos
rifles y un gran mapa de Santander que servía de báculo
al doctor, pues iba a pie y sumamente estropeado. Al
ser acometidos, el uno tendió hacia los guerrilleros su
largo mapa y los otros dispararon sus armas. Eran dos
contra diez, y sin embargo los últimos pusieron pies en
polvorosa, porque, según se averiguó, tomaron el mapa
por cañón de dinamita de los que se valían los liberales
en la pelea. Los guerrilleros no se expusieron a recibir
los proyectiles de arma tan espantosa.
Se designa con el nombre de pozanos a los habitantes
de una vasta comarca, la cual no forma aglomeraciones
suficientemente numerosas para llamarse
pueblos; son estancias diseminadas entre las montañas
y las ondulaciones de las colinas. En todos los grandes
combates librados en Santander se encontraron
ha pozanos y al fin de la campaña quedaban pocos.
88

Son valientes, aunque se les da fama de crueles, quizás
exagerada.
En Concepción reunió el general en casa del señor
cura García a los jefes principales para imponerlos de las
noticias que había recibido de Cúcuta y para exigirles la
promesa de acatar sus órdenes en lo relativo a no desanimar
a la tropa. Después de leerles una larga nota del
general Benjamín Herrera, la cual traía la firma puesta
con sello de caucho, lo que no satisfizo, les habló con
entusiasmo y terminó con estas palabras:
—Espero que de ahora en adelante no habrá Tomases.
Continuaron, sin embargo, los desalentadores, que
sólo esperaban el momento oportuno para rezagarse en
la jornada. Al acercarnos al Cerrito, caserío edificado en
las vecindades del páramo de Almorzadero, el señor X....
comunicó al general que la retaguardia había sido atacada
por fuerza enemiga.
—¿Cómo puede ser eso –exclamó–, si los informes
y precauciones tomados nos aseguran contra tal
accidente?
—He oído los disparos –agregó X...
—Eso no puede ser –tornó a decir Uribe Uribe–,
y mandó inme dia tamente a dos de sus ayudantes para
que averiguasen lo sucedido. Volvieron éstos a confirmar
si era falso lo dicho por el alarmista. A pesar
de ser el peor servicio que se presta a un ejército el
de susurrarle tales especies, y antipáticos quienes las
89

propalan, el general se contentó con afear la conducta
del asustadizo. La circunstancia de hallarnos en el lugar
donde se divide el camino, tomando una de sus ramas
hacia Boyacá por Chiscas, daba carácter grave a los
rumores esparcidos por X... Unido el temor del ataque
por la espalda al deseo que a muchos aguijoneaba, de
torcer en busca de su terruño en ocasión propicia, era
natural que los compeliese a escaparse. Así lo hicieron
cerca de doscientos, y si bien el general destinó a varios
oficiales para que los hostigasen en la huida, disparando
las carabinas, no se consiguió por este medio que volviesen
a sus banderas. El páramo de Almorzadero, una
de esas regiones yermas y frías como existen tantas en
Santander, fue recorrido en una jornada. En sus finales
vimos a Chitagá, sobre el río de su mismo nombre. Allí
nos aguardaba Reyes Carrillo, hábil en adquirir informes
de los movimientos enemigos, por el ascendiente que
poseía entre los campesinos de la comarca, los cuales
desafían los mayores peligros en su oficio de postas.
Por la curva que ya se aleja o se aproxima a Chitagá
avanzamos al día siguiente hasta Las Cascadas. Detúvose
aquí el grueso de la gente y el Estado Mayor siguió
conducido por un experto, quien aseguraba hallarse
Incalá sitio al que era interesante llegar pronto, a una
legua de distancia. Vaya con la legua, que resultó triple.
La noche nos sorprendió en un monte lleno do lodazales,
y precipicios donde echaron pie a tierra algunos
oficiales, otros encendían bujías, para alumbrar la senda,
lo que desconcertaba el instinto de las mulas, y los más
gruñían contra el guía.
90

—¿Adónde nos conducirá este pisco? –dijo un
bogotano–. ¡Si será un enemigo que lleva al general a
una celada!
El guía, que algo escuchaba, observó:
—Estos pepitos se quejan porque pasan un mal
camino. ¡Demuestran estar poco acostumbrados a
la campaña; podían aprender del general, que no se
afana!
La verdad era que los oficiales se hallaban ignorantes
de que en Incalá existía un batallón de voluntarios,
enviado por otra senda, con orden de apresurar la marcha,
desfilando banderas desplegadas, frente a Pamplona,
para dar a entender a los enemigos que se preparaba
un ataque a esta ciudad, y mientras tanto el resto de las
fuerzas liberales ocuparía el paso de Incalá, estrechura
en la cual, sin hipérbole, un puñado de tiradores es capaz
de contener un ejército victorioso. Los enemigos,
admirados de que se les buscase con alarde de bríos en
su amurallado recinto, se conservaron de dentro de él
sin guardar los desfiladeros citados. En toda la retirada,
especialmente en aquel día en que comenzaban los más
auténticos peligros, comprobó el general sus talentos
militares. Parecía poseer cien ojos para observarlo
todo y en cada momento; su pericia nos salvó de caer
prisioneros en masa. Los azares de la atrevida empresa
no habían terminado; eran aún más graves los peligros
que debíamos correr, y sólo una actividad asombrosa y
una inteligencia fuerte serían bastantes a conducirnos
felizmente al fin del empeño.
91

Pasamos el Chitagá después de atravesar las vegas
que los historiadores designan con el nombre de Valle
de míser Ambrosio, porque, tal se cree, fue allí donde murió
Ambrosio Alfinger, el cruel conquistador que hizo
sufrir dolorosos martirios a los indígenas. En las alturas
vecinas del río está edificada Labateca, que celebra
concurridas ferias y mira en frente, a corta distancia, a
Toledo, su rival y perpetua enemiga. En la primera se
hallaba pronunciado el coronel Carlos Olarte, quien
dio informes precisos acerca del territorio que íbamos
a recorrer al siguiente día. Quedó Uribe Uribe enterado,
y se hubiera dicho al oírlo explicar con entera exactitud
la configuración de la montaña de El Oso, con sus
numerosos senderos, sus corrientes de agua, sus malos
pasos, etc., que había transitado ese huraño nudo de los
Andes. Indicó a sus subalternos las distancias, los sitios,
los peligros, todo; parecía que tuviera el mapa grabado
en el cerebro. Hemos observado que los hombres de
intelecto e imaginación, a la manera de Uribe Uribe,
rara vez se dan cuenta del dibujo del terreno en los
lagares accidentados y menos por indicaciones y datos
de otras personas. Posee Uribe Uribe un instinto que
los ingenieros educan y que puede llamarse instinto
corográfico. Adquirimos también la certeza de que sin
esta virtud será difícil encontrar un táctico que gane
firme gloria. Napoleón conocía más exactamente, al
echar una mirada, las ventajas o inconvenientes del
terreno para la guerra, que sus contendores habituados
a contemplarlo. El ojo del guerrero, como el del
artista, debe abarcar detalles y conjuntos con la misma
penetración inteligente. Gustavo Flaubert y Napoleón
92

tuvieron un mismo talento, aunque diversas energías.
En Austerlitz observó Bonaparte desde el primer momento
los pantanos cubiertos de nieve que estaban
dentro del campo; midió los peligros que ofrecían al
enemigo y lo dejó acercarse a los tremedales para luego
romper con la artillería la sábana de hielo y producir la
dégringolade de los regimientos austro-rusos.
Íbamos a hacer las jornadas que anunciaban mayores
contratiempos. Muchos de nosotros, enterados de
la configuración del terreno, de las facilidades que se
presentarían a los de Pamplona para impedir el paso de
los diezmados batallones, considerábamos como cosa
segura que se nos estorbaría y que en tales desfiladeros
iba a fracasar nuestro intento. Entonces hubo quien
asegurara que si se realizaba nuestra unión con las tropas
de Cúcuta, se perdería el enemigo. Antes de cumplirse
un mes, sus numerosas huestes fueron deshechas en el
campo de Peralonso.
En tanto que destacamentos de ciento cincuenta o
doscientos hombres salían a ocupar ciertos puntos (los
mismos en que han debido situarse los dictatoriales),
el resto de la fuerza descansaba por unas horas en Labateca.
De los primeros que se movieron fue X… con
ciento sesenta soldados que debían situarse en importante
eminencia en el camino de Pamplona. Grande fue
la sorpresa de Carlos Olarte, quien había escuchado la
orden recibida por X…, al verlo, dos horas más tarde,
regresar con su gente.
—¿Qué ha sucedido –le preguntó–, por qué se ha
vuelto usted?
93

—Porque es muy peligroso ocupar el puesto que
se me ha indicado.
—Pero, señor, ¿no mide usted las consecuencias
de su falta? ¡Si usted no se posesiona de ese picacho se
pierde! Vuélvase usted y no se exponga a la cólera del
general Uribe Uribe.
Supo éste lo acaecido, al regresar de una excursión
por la vía principal, e inmediatamente mandó a un
ayudante con una hoja de papel que decía: He ocupado
con dos compañeros el punto que usted no se atrevió a ocupar
con ciento sesenta. El ardid produjo buen efecto; los oficiales
y soldados que llevaba X... se impusieron del
contenido del papel, y sin preámbulos manifestaron a
su comandante que si él temía cumplir la orden, ellos
estaban resueltos a obedecerla. Emprendieron camino,
pero en vez de ascender hasta el extremo de la loma, se
quedaron en la mitad de la pendiente; de lo cual resultó
que al otro día los enemigos los atacaron de arriba
para abajo, desbaratándolos de lo lindo. La retaguardia
nuestra se vio en caso difícil; por fortuna el desfile casi
había terminado y sólo se dispersaron de cincuenta a
sesenta hombres.
El general no infligió castigo alguno a X... No
sabemos sí éste se vengó de la benevolencia de su jefe
formando entre sus detractores. Apuntamos el hecho
aquí, con salvedades, porque se repitió en todos los
climas y es humano.
En mitad de la montaña de El Oso queda Tapatá,
y en él una casa en donde se alojaron el general, sus
94

ayudantes y el escuadrón Libres de Bogotá, mandado
por el coronel Manuel Molano B.
Hacia media noche los de facción condujeron a un
individuo que traía noticia de la vanguardia, compuesta
del cuerpo que se hallaba a órdenes de don Rodolfo
Rueda, uno de los camaradas que menos satisfechos
aparecían con el movimiento que se efectuaba. El general
le advirtió al enviado de vanguardia que de ningún
modo pasase de Mejué, tope culminante de El Oso. El
frío, que era mucho; la falta de víveres, que era absoluta
en la alta cima, y la contemplación de la fértil llanada de
Iscalá. extendida al pie del páramo montuoso, con sus
aguas claras y sus blancas habitaciones, decidieron, los
unos por sus atractivos, los demás por sus rigores, al
general Rueda a desatender las indicaciones de Uribe
Uribe. Con el posta llegado a Tapatá le comunicaba a
su superior que, con las precauciones del caso había
seguido adelante.
Apenas había acabado de leer, exclamó Uribe
Uribe:
—Se perdió este señor... don Rodolfo.
Aún no se había perdido, puesto que descansaba
con su gente bajo techo acariciado por las tibias brisas
de Iscalá, sin preocuparse de que pudiera acecharla el
indio Conde, dragón armado de trabuco que guardaba
la hermosa hacienda de don Ramón González Valencia.
Seis horas más tarde, con el despertar de la aurora
inocente, se realizaría lo que auguraba Uribe Uribe.
95

En Mejué refirió al general el bondadoso don Temístocles
del Busto, jefe del Vargas, que se había sentido
en Iscalá un corto y recio tiroteo y que poco después
una tropa, sin duda la del doctor Rodolfo, había entrado a
la casa de la hacienda. Cerca de dos lunas permaneció
Uribe Uribe examinando con el catalejo la región que
se extiende al pie del alto. La tropa se hallaba en las
habitaciones, al decir de Busto, pero no era posible
distinguir su divisa; ya se desesperaba de averiguarlo,
cuando observó el general que se repartían en guerrillas,
y como los que allí estaban, si eran nuestros, sólo
podían aguardar al enemigo procedente de Pamplona,
y por el camino, que bien se dominaba, nadie aparecía,
quedó en evidencia era contraria la gente de Iscalá
y se disponía a la defensa por haber notado nuestra
presencia o porque se acercaban fuerzas liberales por
la vía de Chinácota. Aprisa salimos de la duda, siendo
así que los desplegados hacían el alarde únicamente
para proteger el desfile de los demás por la ruta de
Pamplona. Vinieron a comprobar nuestras sospechas
dos desertores del enemigo, quienes refirieron con sus
detalles lo acaecido a Rueda, y dos oficiales, Dionisio
Uribe G. y otro, enviados por el jefe de vanguardia del
comando del general Benjamín Herrera.
Los restos de los combatientes de Bucaramanga en
número de 1.500, más o menos, se daban ya la mano
con los soldados del Norte: se veían salvos al través
de los contratiempos y les comunicaban brío las faltas
de pericia y actividad de que dieron claras señales los
contrarios.
96

El epílogo de la estupenda retirada, fue fatal y sangriento.
Nos referimos al desastre de Rueda. Descendió
éste de Mejué en tarde magnífica que convidábalo a gozar
de sus tibiezas lejos de la fría montaña, y sin ningún
accidente avanzó hasta Buenos Aires, una legua adelante
de Iscalá, en las pobladas vecindades de Chinácota. No
encontró rastro de enemigo; todo iba a maravilla; acampó
en el amplio edificio del lugar citado; puso retenes
en algunos puntos y se recogió como Pedro en su casa.
Al anochecer, recibió dos postas que le despachó el general
Rafael Leal, excitándolo a seguir a Chinácota, para
hacerle presentes los riesgos que corría al quedarse en
Buenos Aires. Desoyó don Rodolfo el consejo de quien
bien sabría por qué lo daba. Los arrendatarios del señor
González Valencia espiaron su movimiento, contaron a
los que pasaban y fueron a referirlo todo a las avanzadas
de Pamplona. A las cinco de la mañana, hora del alba
inocente, hizo Rueda retirar sus retenes y cuando se
disponía a salir con los suyos encuentra la casa rodeada
de enemigos que, sin intimarles rendición a los sitiados,
los acometen, dan muerte a muchos miserablemente y
a los demás los conducen a Pamplona.
Uribe Uribe a su paso por aquel sitio entró a la casa
de la matanza para hacer incinerar los cadáveres. Ocho
de éstos mostraban, con las heridas de los proyectiles
disparados a quemarropa, las anchas escisiones del
machete.
Entonces se dijo que el general Ramón González
Valencia había autorizado semejante barbarie. No lo
creímos: su cultura y su valor lo escudaban contra el
cargo.
97

Hombres oscuros, de salvajes impulsos, son los
que en tales ocasiones deshonran el oficio de las armas,
llamado noble en pasadas épocas, y mancillan el brillo
de las victorias.
El humo de la pira ascendía en nube pestilente al
cielo luminoso…
98

IX
R
epuestos de las fatigas, rechazadas las incertidumbres
con el trago de alegría que nos suministraban
con su deseada presencia los amigos
del Norte, apresuramos el paso para llegar cuanto antes
a Chinácota. Salió a encontrarnos el general Benjamín
Herrera con su Estado Mayor y parte de sus tropas.
El regocijo aparecía en los semblantes, y vítores
a Uribe y Herrera no cesaron de sonar en el trayecto
recorrido por las fuerzas unidas; las de Cúcuta lucían
banderas tricolores de finas telas; las del Sur, rojos
despedazados pendones; iban arrogantes los unos, decaídos
de cuerpo y de ánimo los otros; se veían éstos a
ochenta leguas de su terruño, derrotados y pobres; se
movían aquellos en su propio solar, fieros de su valentía
y con los recursos de una rica comarca.
Mientras duró la jornada no cesó el general Benjamín
Herrera de hacer galantes manifestaciones a Uribe
Uribe, de repetirle que las fuerzas de Cúcuta estaban
a sus órdenes. El conductor de las huestes rotas en
Bucaramanga expresaba en iguales términos su reconocimiento,
pero sin ilusionarse con la idea de que el
99

llamado a ser su émulo tuviese voluntad en aceptarlo
por jefe de las dos fuerzas que allí se habían juntado.
Se propuso guiar las cosas de modo que nunca se presentase
conflicto entre ellos. Por su parte el general
Benjamín Herrera no desdeñaría las circunstancias que
le prestaban ocasión de ser rival del orador y periodista
a quien había precedido la fama y que ahora, a pesar
de la asombrosa retirada que acababa de realizar, cuyo
mérito no todos veían suficientemente, se encontraba
derrotado. Además, las relaciones del general Benjamín
Herrera con el extinto directorio, influyeron, en nuestra
opinión, en sus determinaciones y prepararon su ánimo
aún para el evento de que Uribe Uribe arribase con los
prestigios del triunfo.
No se achaque a recriminación lo que decimos, sino
al deseo de ser exactos y verídicos. Harto hemos unos
y otros reconocido nuestros errores.
Anochecía cuando llegamos a Chinácota. Se acuartelaron
las tropas, y oficiales y soldados buscaron reposo
en sueño no perturbados por los azares de incierta situación.
La gente del Norte hacía fatiga, o a lo menos tal
creíamos. Grande fue la sorpresa que experimentaron
Uribe Uribe y sus tenientes al saber, media noche por
filo, que alzaba el campo nuestro amigo y que, retirados
los destacamentos que nos anunciarían el asalto de los
no distantes contrarios, quedábamos los reinosos en
grave peligro. Nunca supimos los motivos que urgiesen
a emprender la desfilada. ¿No era la causa solidaria?
100

¿No merecíamos ser cobijados por un mismo pabellón
y correr una misma suerte?
Pasemos un velo sobre las pequeñeces que deslustran
y veamos la compenetración de miras en los
batalladores de las etapas siguientes.
Reemplazados los retenes, pudimos permanecer
hasta el nuevo día en Chinácota. El 28 de aquel mes de
noviembre avanzamos a establecer campamento entre
La Donjuana y La Regadera. Por el teléfono instalado en
ésta, se puso el general en comunicación con las autoridades
de Cúcuta. Desempeñaba en la ciudad el cargo
de jefe civil el señor Enrique Alejandro Isaza. Pidió por
su conducto nuestro jefe algunos mantenimientos para
su tropa, que le fueron ofrecidos con finas palabras, y
escasamente suministrados. En La Donjuana y Las vueltas
del Infierno acampamos dos días mientras los soldados
lavaban sus ropas en las aguas del Pamplonita que pasa
por un lado del camino; debían ejecutar la operación
durante el baño, permaneciendo desnudos al fuego de
sol mientras se oreaban sobre las piedras los despedazados
vestidos. Transcurrido el tiempo empleado en esos
menesteres se hizo nueva jornada a Los Vados después
de esguazar el río cerca de Moros por un sitio donde las
aguas se recuestan en la orilla derecha haciendo difícil
el paso. Finalmente se movieron los batallones a El
Pórtico, Los Colorados y San Rafael en las inmediaciones
de Cúcuta.
En el Llano de Carrillo, situado entre La Honda y
Moros, memorable en los fastos de la Independencia,
101

nos encontramos con el general Pedro Rodríguez, personaje
notable en la historia de los últimos treinta años.
Inspira él respeto por sus infortunios, y sentimientos
de simpatía por su valor admirablemente sereno y su
constancia ante los reveses de la fortuna. Aparenta por
lo negro del cabello tener cuarenta años de edad; es de
talla mediana; ni robusto ni escaso de carnes; negros
sus ojos, de mirar malicioso; color amarillento; la nariz
casi aguileña; los labios contraídos con cierta amargura,
es reservado y modesto. Se comprende, después de
tratarlo con bastante frecuencia, que ha aprendido a
dominar sus pasiones con voluntad de hierro y que sabe
disimular como diplomático experto. Es un zorro viejo
que ha sufrido mucho y no le teme a la muerte.
Iban Olano y Peralta frente a Los Patios, elegante
mansión habitada por el buen caballero francés Eugenio
Branger, cuando descubrieron a la ciudad extendida en
su valle; con sus casas de blancos muros y la torre de la
iglesia mayor cortando con su flecha el aire de reflejos
metálicos. Si bien sentían temor en acercarse a ella por
la fama de su fiebre amarilla, apresuraron el paso con
deseo de hallar un sitio civilizado. Pasaron el Pamplonita
por el puente de San Rafael y a poco andar estuvieron
en la hermosa Cúcuta, la amiga de las libertades, la
abnegada nodriza de la Revolución, la que ha ganado
para el lema de su escudo limpios adjetivos.
Admiraron Peralta y Olano las quintas de la entrada,
con alumbrado eléctrico en las habitaciones y en
los arbolados de lujoso verdor y tropical florescencia.
102

Celebraron la limpieza de los muros, lo espacioso de
las aceras, la gloria de su cielo en un ardor de plenitud
lumínea. Más tarde, al penetrar a las moradas de los
laboriosos cucuteños, aplaudieron el gusto y sobriedad
de sus adornos, la elegancia y sencillez de sus muebles.
Con regocijo vieron al pueblo de hombres delgados y
nerviosos, de mujeres de tez pálida, vestidas de muselinas,
garbosas al andar, de modales discretos y espíritu
dispuesto a la alegría sana. Mujeres religiosas sin fanatismo,
elegantes sin afectación.
La Ciudad, por el correcto trazado de sus calles, de
proporciones modernas, es de las mejores de Colombia.
En sus plazas y avenidas lozanean árboles cubiertos
de flores amarillas o rojas: los guarupos con sus racimos
nacarados dispuestos para una fiesta de hadas; los chirlovirlos
rebosando el oro de sus canastillas; el arizá que saca
por entre el verde de sus hojas el flamígero de su única
flor, parecida al rubí del cetro de un rey asiático.
En el centro de la plaza principal se alza la estatua
en bronce del general Santander, el organizador de la
victoria y de la República.
¡Quién les hubiera dicho, a aquellos jóvenes admiradores
del patricio que pronto los sitios recorridos por
ellos serian teatro de feroz combate y que la efigie allí
presente recibiría un balazo en la cabeza, calificado por
un adversario de la libertad de balazo simbólico!
Después del terremoto que destruyó a San José de
Cúcuta, los edificios de la nueva ciudad son fábricas de
madera menos fáciles de derribarse en las conmocio-
103

nes terráqueas. Para trincheras carecen de la solidez y
resistencia de las construcciones de cal y canto o tierra
pisada; la ciudad en sí misma como campo de defensa
no ofrece ventajas, aún contando sus guardadores
número superior de fuerzas. Por esto sorprendió a
militares expertos que, una escasa guarnición en julio
de 1900 esperase dentro de su recinto el ataque de
8.000 hombres conducidos al sitio desde Palonegro por
los generales Próspero Pinzón y González Valencia.
La defensa heroica resultó inútil y, por hallarse enfermo
el generoso Rafael Camacho, dirigida por un jefe
que, si hemos de creer al adversario, la desvirtuó con
actos ajenos a la guerra, por mas que no recibieran el
asentimiento de valientes como Valero y José I. Vargas
Vila.
Sólo en caso extremo debió someterse a Cúcuta a
los estragos de sangrienta lucha y sus consecuencias.
Las desenfrenadas turbas del vencedor la saquearon
sin misericordia. Felices quedarían los enemigos con
haber destruido a la más linda ciudad colombiana, con
haber humillado el pueblo más altivo al poner su bota
de hierro sobre su cerviz y el casco de sus caballos en
los jardines donde tejían guirnaldas para los batalladores
de la libertad las cucuteñas de cutis de jazmín y ojos
negros y ardientes, como se figura uno de los de la
personificación de la noche. Diez mil habitantes tendría
Cúcuta y de ellos la tercera parte tomó las armas por la
revolución, así los ancianos sexagenarios como los niños
impúberes. Y fueron héroes en el más bello y noble
sentido de la heroicidad guerrera. Su valor y constancia
104

deberán citarse siempre al hablar de hombres que saben
morir y que vencen con la muerte. Nunca abandonan
el puesto en la refriega, jamás vuelven la espalda. No
necesitan para avanzar hacia el contrario con el machete
que centellea, ni para sostener un punto de estímulo
de los jefes; poseen la conciencia de su personalidad y
aman el deber; tienen la noción de sus derechos.
Por temor al flagelo, la tropa quedó escalonada
desde El Pórtico hasta San Rafael. Se prohibió pernoctasen
los oficiales en Cúcuta, mas fue imposible evitarla.
Afortunadamente la fiebre no se presentó con los caracteres
de otras épocas y los casos fueron pocos, de
ellos algunos de fatales resultados. Se citaron entre las
víctimas a Roberto Bernal, Sebastián Amador, Hernán
Vanegas, Rafael Prieto y a otros jóvenes de mérito.
También murió el general Hermógenes Gaitán a consecuencia
de las excesivas fatigas.
Desde el 1° de diciembre de 1899 hasta el 5 del
mismo mes permanecimos en la ciudad. En tal día llegó
el general Justo L. Durán con 800 hombres a reforzar
el ejército del Norte. Eran en su mayoría ocañeros que
hicieron gloriosa campaña en la Costa, aunque sus frutos
se malograron en Gamarra, combate fluvial el más
desastroso sufrido por la revolución en ese año. Durán
salió de Ocaña con el intento de asistir al asedio de
Bucaramanga. El descalabro padecido en ésta varió sus
planes. Venciendo la guerrilla del presbítero Ordóñez
que se le opuso, tomó por Bagueche y se dirigió a unirse
con Uribe, al cual se apresuró a reconocer por jefe.
105

Con el fin de poner en unas solas manos la autoridad
militar, tratóse de elegir por iniciativa de algunos
jefes como Leal y Quintero, un comandante de todas las
fuerzas. El propósito no pudo llevarse a cabo porque,
según se dijo, el general Benjamín Herrera deseaba se
aguardase al general Vargas Santos; quien había salido
del Llano de Casanare, encaminándose a la frontera.
Los momentos eran preciosos. El enemigo se acercaba.
Uribe Uribe se apresuró a estudiar las posiciones
de los alrededores de Cúcuta y designó los cerros de
Tasajero para hacerse fuerte en ellos. El 5 en la tarde
movió sus batallones y los de Justo L. Durán por el
ferrocarril hasta El Salado, mientras las milicias de Benjamín
Herrera continuaban en san Rafael. Se propuso
Uribe Uribe con ese movimiento demostrar al jefe de
Cúcuta la urgencia de proceder de común acuerdo, pues
cada uno por sí solo se hallaría en extremo débil para
resistir a los contrarios. Por teléfono hizo transmitir a
Benjamín Herrera lo siguiente:
El movimiento de esta tarde no obedece al pensamiento de
abandonar a Cúcuta a los enemigos. Los generales Uribe Uribe y
Justo L. Durán se hallan dispuestos a coadyuvar con sus mejores
tropas a la defensa de aquélla, y sólo se han dirigido aquí (El
Salado) con el propósito de dedicar los desarmados a la construcción
de trincheras en Tasajero. Están listos para enviar los
cuerpos que solicite el general Benjamín Herrera para reforzar
su línea de batalla.
Se les contestó aceptando la oferta y se disponían
106

algunos batallones a marchar cuando se sintieron
los trenes en que pasaban las tropas de Benjamín
Herrera.
Uribe Uribe no deseaba otra cosa mejor, dadas las
circunstancias de los liberales. Ni quería combatir en
Cúcuta exponiéndola a la ruina, ni aparecer como que
dejaba solos a sus defensores. Con su retirada determinó
la ocupación de Tasajero.
107

X
L
os cerros adonde nos dirigíamos forman exótica
prominencia en el Valle del Táchira; sus vertientes
terminan a orillas del río y en el camino de
hierro de Cúcuta a Puerto Villamizar. Sus arrugas tienen
selvas insalubres; el suelo es fértil en algunos sitios, en
otros escaso de vegetación y aguas; el clima, medio en
las alturas y ardiente en las hondonadas.
Las tropas acamparon así: en la vía férrea de Agua
Clara al Puerto, las de Benjamín Herrera; en el centro
de Tasajero las mandadas por Soler Martínez y Pedro
Rodríguez, y en Igualá, La Venezolana y El Peñón, a
las márgenes del Táchira, las conducidas por Justo L.
Durán. La línea era demasiado extensa, de cinco leguas.
Sólo la necesidad, no la elección libre, obligó a los liberales
a permanecer allí seis días que parecieron años.
Las posiciones deben de ser magnificas pero sostenidas
por 10.000 hombres perfectamente armados, y
peligrosas para ser guardadas por 3.000, desprovistos
de municiones. Si el enemigo hubiera acometido con
el grueso de su poderosa masa, habría desbaratado el
centro de la línea y la comunicación entre las alas se
hiciera imposible. Formaban los liberales la figura de
109

un ave en que el cuerpo lo constituían los cerros, y las
alas Igualá y Agua Clara. Comprenderían lo precario
de la situación los generales Uribe Uribe y Benjamín
Herrera cuando de una hora a otra decidieron moverse,
atravesando selvas, y volviendo la espalda al contrario.
Había espirado la única esperanza que los mantuvo en
Tasajero: el arribo de un cuantioso parque traído por
el señor Gabriel Galvis, quien nada pudo conseguir en
Caracas. Los rifles y los cartuchos para los liberales aún
no estaban fabricados.
Nuestra permanencia en la desolada región fue de
miseria física y de abatimiento en los espíritus. Al ponernos
a repasar la semana de Tasajero nos parecen los días
meses y las horas días. La depresión moral llegó en los
derrotados de Bucaramanga al último grado. Muchos
pasaron las fronteras convencidos de la inutilidad de
todo esfuerzo que atrevieran las disueltas milicias.
Cuando se espera vencer, el hombre puede con
ánimo desafiar la muerte. En la ciudad sitiada resisten
los defensores la penuria y no ceden al solo instinto de
conservación porque cuentan con metralla para repeler
los atacantes cada vez que se aproximen a los muros defendidos.
La fe en el socorro los alienta. Nada infundía
en Tasajero confianza para aguardar la lucha. Los que
ninguna experiencia tenían de la guerra perdieron la
fe en el triunfo. Se necesitan Peralonsos para que más
tarde, al ver unos centenares de hombres hambreados,
desnudos, con malos fusiles, vencer en su bravura y en
su desesperación a huestes diez veces superiores, diga
110

uno: esos descamisados, casi inermes, saben triunfar...
El enemigo en número de 10.000 soldados, en
su mayoría de la guardia veterana, con tanto esmero
disciplinada, se presentó al siguiente día de la marcha
a El Salado.
Equipados a la francesa los peones; orgullosos de
su valor los oficiales de áureos uniformes; brillantes las
armas; extraordinario el número de recursos y el alma
con la seguridad de la victoria. Sólo por exceso de previsión,
porque nadie se resienta de haber sido privado de
los laureles cosechados, se reúnen tantas huestes. Para
vencer a los revolucionarios no se requiere un desarrollo
tan superior de fuerza; es un lujo de poder, un derroche
de grandeza anonadante para los míseros soldados de la
esperanza, ya abatidos. Los jefes se disputan el mando:
Villamizar lo tiene; Casabianca lo reclama; Luján se juzga
el primero por su ciencia; Holguín se titula concertador
de las operaciones previas; Cuervo Márquez muestra las
facultades extraordinarias de que se halla investido; es
un ministro que asiste de levita a las Novaras de la nueva
Italia irredenta. Son 39 generales. Casabianca desea el
combate en Tasajero; Villamizar se empeña en obtener
la rendición de los liberales y en conseguir de don Juan
P. Peñalosa, gobernador de Táchira, nombrado por el
presidente Andrade, la venia para cruzar por territorio
venezolano con la mira de salir por la espalda a los
revolucionarios. Para tener lo primero dirige oficios
llenos de engreimiento al comandante de las fuerzas
liberales. La primera nota la recibió Uribe Uribe en la
casa de Los Verdes. Era un día triste; la lluvia y la niebla
111

hacían más desapacible la naturaleza a nuestros ojos
reflejadores de desaliento. Leyó el general la nota y en
seguida la pasó a uno de sus amigos leales para que
formulase la respuesta.
La prevención empezaba con estas palabras: Por el
favor de la Divina Providencia y el mandato del supremo gobierno
de mi patria, me encuentro a la cabeza del ejército en operaciones
sobre el Norte. Daba luego noticias de la situación de
la guerra en el resto del país y concluía exigiendo la
inmediata entrega de las armas, en cambio de lo cual
prometía a los rendidos el tratamiento que en tales casos se
estila para los vencidos.
La respuesta redactada por el amigo de Uribe Uribe
rechazaba la intimación de Villamizar, aunque no se
escondía el pensamiento de llegar a un arreglo honroso.
Sentado en una silla recostada en la pared del corredor
de la casa de Los Verdes, con la cabeza entre las
manos, en actitud de profunda pena, como nunca antes
ni después lo vimos, se hallaba Uribe Uribe al entregarle
la contestación perjeñada por el ayudante. Impúsose de
su contenido, guardó la hoja de papel y, sin observar
nada, porque su alma meditaba en la muerte y se recogía
en augusto silencio, sacó otra hoja en blanco y con lápiz
consignó la respuesta que debía darse. Era de quince
líneas y empezaba: Por el querer del liberalismo colombiano
me encuentro al frente de un ejército de voluntarios que prefieren
la muerte a la ignominia. A hombres que tienen las armas en
la mano no se les intima rendición sin que antes hayan medido
sus fuerzas en el campo de batalla. En los últimos renglones
dejaba entrever, con el recato debido, que los liberales
112

se hallaban dispuestos a celebrar un tratado con el
gobierno, mas no se insinuaba cuál fuese la índole del
convenio que los satisficiera. La contestación era hábil;
en la expectativa del arribo del armamento convenía
dilatar la hora del combate. El Generalísimo Villamizar
tornó a insistir en su demanda sin ampliar sus términos.
El oficio se recibió en Igualá, y como allí no se encontrase
Uribe Uribe, la respuesta fue a la tarde siguiente;
del mismo modo se hizo con la tercera nota. La cuarta
llegó el 12, y se quedó sin respuesta porque el día 13
se movieron los liberales por la vía de La Arenosa y El
Astillero, movimiento decretado tan en reserva y ejecutado
tan aprisa que no hubo tiempo de comunicarlo a
Jorge Peralta, que se hallaba en territorio venezolano
en cumplimiento de órdenes de jefes superiores. Hubo
oficial sorprendido por la noticia de la marcha que al
no serle posible, por hallarse interceptado el paso, la
incorporación a los suyos, cayese enfermo en Ureña.
Los liberales se proponían penetrar al interior de
Santander, y en sitios de clima sano, provistos de mantenimientos
para la tropa, aguardar al contrario, si no
existía medio de evadir su poderoso encuentro.
Salieron de Tasajero las siguientes fuerzas: 1.500
hombres a órdenes del general Herrera, con armas así:
600 de rifle llamado mauser venezolano, adquirido con
dotación de cien cartuchos, por compra a particulares
de la república vecina; 700 de rémingtons deteriorados
en su mayor parte y con dotación de cuarenta cartuchos;
los restantes iban inermes o con fusiles antiquísimos.
Llevaba esta división artillería formada de cañones he-
113

chos con tubos de acueducto, que aún nos hacen sonreír
al recordarlos. El general Justo L. Durán conducía 700
hombres provistos de rémingtons mohosos, con quince
cartuchos por plaza. Finalmente, 1,400 mandados por
los generales Rodríguez y Soler Martínez, macilentos.
con el recuerdo de la derrota, armados los dos tercios
de diversas armas y con veinte cartuchos por soldado.
Sumaban las fuerzas liberales 3.600 descamisados.
La Arenosa es una trocha que partiendo del ferrocarril
atraviesa las selvas del valle del Zulia y va a
salir por los cerros de La Alejandra a las márgenes del
Peralonso. La senda se hallaba cerrada por invasiones
de la vegetación. La marcha fue continua; no hubo reposo,
y la noche medrosa entre los bosques poblados
de serpientes y tarántulas, sorprendió a los voluntarios
dispuestos a seguir infatigables su camino.
Anegados los vestidos, con hambre y frío, descalzos
y rotos, recorrieron la enmarañada ruta.
El pensamiento de los jefes era alcanzar cuanto antes
el puente de La Laja sobre el río Peralonso y tomar
el camino real de Santiago. Para realizarlo contaban con
el tiempo que transcurriera entre el principio del movimiento
y el imponerse de éste la tropa enemiga, mas
como las avanzadas por el campo de Igualá se avistaban
a dos cuadras de distancia, casi al punto de levantarse
en la noche el destacamento quedaron advertidas de la
marcha. Sin vacilar, los contrarios se movieron también
por la vía expedita de Cúcuta a Santiago. Les tocaba
recorrer una recta a modo de cuerda de la curva seguida
por los liberales.
114

Al acercarse al río la vanguardia capitaneada por
Nieves Quintero, rompieron fuegos los enemigos estacionados
en el puesto con varias horas de anticipación
para impedir el paso.
Empezó la gran batalla de Peralonso el 15 de diciembre
entre las fuerzas de Benjamín Herrera que
desalojaron con empuje soberbio a sus contendores
en La Azulita, sobre las bandas del río. Después de
Boyacá ningún guerrero consiguió en Colombia más
hermosa victoria.
Insertamos en seguida la concisa y exacta relación
publicada en Cúcuta. De cada hecho primordial, de
cada incidente de los que en ella se refieren, quedó un
acta viva en la memoria de centenares de testigos. Si
por emulaciones y disputas, en cierto modo naturales
entre las fracciones del ejército, formadas unas de santandereanos
únicamente y otras de cundina marqueses,
boyacenses y santandereanos de las provincias del sur; si
por rencillas propias de los que amenguan la noción de
patria, hubo quien negase el mérito de la heroica acción
del puente, nadie contradijo el hecho en sí mismo ni los
detalles que se rememoran en lo transcrito:
“Cuando el general Uribe Uribe llegó a Cúcuta,
después de su célebre retirada de García Rovira, lo
primero de que se preocupó fue de hallar una buena
posición militar donde resistir al enemigo, cosa que no
podía hacerse en esa plaza abierta y casi indefendible.
Después de practicar en persona una inspección que
duró dos días, escogió el cerro de Tasajero, al nordeste de
la ciudad y como a cuatro leguas de distancia. Apoyado
115

por el flanco izquierdo en el Táchira y la frontera con
Venezuela, y por el derecho en el ferrocarril, quedaba
reducida la línea de defensa y cubierta la vía hacia el
exterior, fuente inmediata de recursos, y base de nuestras
esperanzas de proveernos de los elementos de
guerra que nos hacían falta, y en cuya busca vinieron a
reconcentrarse las fuerzas en esta región.
Para aumentar las ventajas naturales de la posición,
el general Uribe Uribe mandó construir fortificaciones
de campaña en los puntos adecuados, a fin de equilibrar
con ellas las ventajas que el enemigo nos llevaba en
número, en armamento y en pertrechos. Y tal debió
ser el crédito de inexpugnables que cobró la posición
de Tasajero, que en ocho días el enemigo no se atrevió a
atacarla de frente; antes bien, tuvo el cinismo cobarde de
proponer al general Peñalosa, gobernador del Táchira,
que permitiese el paso de tropas del gobierno por territorio
venezolano, para poder flanquearnos. El general
Peñalosa merece aplauso como patriota de su país y
como liberal, por haber rechazado con indignación esa
tentativa de atropello de la soberanía, en provecho de
una causa odiosa allende como aquende la frontera.
Dos razones decisivas obligaron, sin embargo, a
evacuar la posición de Tasajero: 1° la caída de Maracaibo
en poder de los conservadores venezolanos, nuestros
enemigos, lo cual dejaba sin objeto nuestra permanencia
en un punto donde ya nada teníamos que aguardar; y
2.° el casi total agotamiento de las vituallas para la subsistencia
del ejército, así corno el desarrollo de pésimas
condiciones higiénicas en nuestros campamentos.
116

Una embestida audaz sobre el interior, con probabilidades
de unirnos al general Vargas Santos y de
coger desprevenida a Pamplona, fue el plan que se formó,
aunque con bien escasa seguridad de realizarlo. El
ejército tomó la pica de La Arenosa, que conduce de la
estación de este nombre, sobre el ferrocarril, al paraje
de Limoncito en el Zulia; pasó este río a pie enjuto, por
un vado buscado con antelación, y siguió remontando
por la orilla izquierda hasta La Colorada; de allí torció
hacia Chane y se encaminó sobre Salazar. Comenzaba
a bajar de las alturas, cuando la vanguardia, compuesta
de tropas del general Benjamín Herrera, tropezó de
manos a boca con fuerzas enemigas que trepaban
en dirección contraria. Acometidas con brío por las
nuestras, fueron arreadas camino abajo y obligadas a
repasar el río Peralonso, afluente del Zulia, después de
una ligera resistencia en la casa y corralejas de piedra
que quedan junto al puente de La Laja. Establecidos
nosotros allí, en las colinas próximas y en la orilla del
río, se proveyó, además, al peligro de ser flanqueados
hacia arriba por los puentes de Santiago y El Caimito, o
hacia abajo por La Amarilla. Para ello se situaron fuerzas
en el alto del Cacho, al mando del general Soler, y otras
sobre La Amarilla, al mando del general Julio Gómez
y el coronel Guerrero.
El centro constituyó, sin embargo, desde el principio,
el punto de mayor atención. El Peralonso es allí
un río correntoso e invadeable; por toda su margen
derecha, en poder del enemigo, va el camino real de
Cúcuta a Salazar; y a todo lo largo de ese camino, en
extensión de trescientos metros, hacia arriba y hacia
117

abajo del puente, existe un cerco de tapias, en que el
enemigo hizo innumerables agujeros para colocar sus
tiradores. El puente es una hamaca, de veinticuatro metros
de larga, construida de alambres sobre machones
de cal y canto. Atrás, en el frente, colinas montuosas;
en el flanco derecho, formando ángulo agudo con la
línea de tapias, una loma por cuyo filo o vértice corre
un cerco de piedra, aprovechado como trinchera por
el enemigo.
Así, pues, no obstante lo rápido de la marcha que
hizo el ejército liberal, el enemigo le ganó de mano,
porque la distancia que tenía que recorrer era más
corta y por mejor camino. Nos tocaba forzar el paso,
retroceder, o buscarnos otro camino para cruzar el río
más arriba. Al enemigo le cayó en suerte una posición
soñada, según se ha visto, provista de trincheras ya construidas
y con un río al frente; es decir, para nosotros, el
problema militar más difícil de resolver, y que desde el
Gránico hasta Arcola y El Alma, sobre Sebastopol, ha
dado lugar a victorias insignes y costosas o a derrotas
violentas.
En vano se luchó contra el obstáculo durante todo
el día 15; en vano se continuó la brega hasta el mediodía
del 16. Desde temprano de éste, el enemigo, en número
de 1.500 hombres, cruzó el río por La Amarilla, poniéndose
de nuestra banda, atacando nuestra izquierda
y haciendo excesivamente peligrosa nuestra situación.
Momento hubo en que se apoderó de un picacho que
domina perfectamente La Azulita y las corralejas de
La Laja, y a no haber sido prontamente desalojado, su
presencia en tal punto y sus disparos habrían determi-
118

nado nuestra derrota. Por arriba, el general Soler era
seriamente cargado por 800 hombres al mando del
general Manuel Casabianca.
El problema continuaba sin solución. Todo esfuerzo
se estrellaba contra el obstáculo invencible del río y
de los atrincheramientos enemigos; sólo un nexo ligaba
los dos campos: el angosto desfiladero del puente, y
cuantas tentativas se hicieron por pasarlo, costaron la
vida a quienes lo intentaron.
Efectivamente, detrás de los machones de la banda
derecha estaban apostados tiradores enemigos; de la
tapia frontera zumbaba un continuo huracán de balas a
lo largo del angosto pasadizo; y por añadidura, fuegos
oblicuos lo hacían más peligroso.
La perspectiva del desenlace no podía ser más
triste: el agotamiento de los pertrechos y el desaliento
del ejército imponían en un plazo perentorio de horas
el fin de la jornada. De todas las posiciones llegaba al
Estado Mayor una sola demanda: refuerzos y cápsulas,
y ni una ni otra cosa había de donde suministrarlas. El
número de heridos y muertos era considerable; desde
el 15 temprano, el general Benito Hernández quedaba
fuera de combate por un balazo en una pierna; el
coronel Mendoza caía sin vida; el coronel Carlos Hernández
era sacado moribundo; el 16, por la mañana,
era retirado el general Benjamín Herrera, con el muslo
destrozado por un proyectil; y numerosos jefes, oficiales
y soldados quedaban tendidos en el campo o atestaban,
en espectáculo terrible, las salas y corredores de la ambulancia
de La Azulita. Todo esto causaba impresión
119

de profundo desaliento, que se veía pintado en todos
los semblantes. Había ya más de cuatrocientos hombres
nuestros hacia la cordillera, en calidad de derrotados;
por las quebradas y rastrojos había gran número de
soldados ocultos; el espectáculo en La Azulita era
desconsolador: una multitud de mujeres y de hombres
armados se mantenía delante de hogueras continuamente
atizadas, devorando sin descanso cuanto hallaban a
la mano; si con infinitos esfuerzos se lograba formar
cien hombres para llevarlos al combate, no se llegaba
con veinte; de allí se retiraban los demás poco a poco,
fatigados, hambrientos, o con pretexto de comisiones
imaginarias. La moral militar deprimida. Es lo cierto que
si se hubiera pretendido prolongar el combate, el 17 no
habría amanecido un solo hombre en su puesto. Hacia
el medio día, el enemigo comunicó a Cúcuta la derrota
del ejército revolucionario, y como tal fue celebrada por
el gobierno en todo el país.
El general Uribe Uribe, que en ambos días había andado
recorriendo el campo, a pie y a caballo, colocando
guerrillas de tiradores y estudiando un terreno para él
desconocido, y que acabó por darse cuenta completa del
callejón sin salida en que el ejército estaba metido, fue
a la una al lecho del general Benjamín Herrera, y le dijo
poco más o menos, lo siguiente, que nosotros, como
testigos presenciales de la escena, pudimos escuchar:
“General: vengo del Picacho, desde donde acabo de
observar el enemigo que nos carga por La Amarilla.
Es en número considerable, y aunque los nuestros lo
esperan en posición ventajosa, acabarán por ceder,
120

forzosamente. Del Cacho avisan que al general Soler
lo atacan fuerzas superiores. Del cerro anuncian que
dos batallones subieron del Zulia al alto de Alejandra,
cayeron a Chane y vienen por la misma vía que nosotros
trajimos. Estamos, pues, en inminente riesgo de ser
envueltos. Nos queda la salida hacia Gramalote, pero
como apenas nos restan cápsulas para diez minutos más
de combate, y como la solidez de nuestra tropa no es
tanta que permita esperar una retirada en orden, lo que
se nos aguarda, si nos movemos, es una derrota pura
y simple, por territorio poblado de enemigos, y sobre
todo sin saber a donde vamos, ni qué hemos de seguir
haciendo. Estamos tocando con la mano la disolución
del ejército y el fin de la guerra.
“Ahora, si cuando lo tenga a bien, me librare de toda
culpa en el descalabro de Bucaramanga, en esta vez ni
quiero, ni puedo rehuír la responsabilidad, y lo que es
la reputación de general derrotado y de mal augurio,
no estoy dispuesto a soportarla. En consecuencia, le
anuncio que voy a pasar el puente, a la cabeza de los
que quieran acompañarme. Así, a lo menos, si siempre
ha de acabar esto mal, la revolución caerá con honor, y
nadie tendrá derecho a mofarse del partido Liberal por
la repetición del Papayo, de Chumbamuy o de Capitanejo.
Lo repito sin jactancia, antes bien con serenidad:
voy a pasar el puente”.
Convino en todo este razonamiento el general
Benjamín Herrera, y aplaudió la resolución del general
Uribe Uribe. En seguida, expidieron de acuerdo órdenes
121

al general Soler y al coronel Guerrero, para que a las
cuatro cargaran reciamente sobre el enemigo, porque
a esa hora sería cruzado el puente a toda costa.
Desde la baranda del corredor se dirigió luego el
general Uribe Uribe a los innumerables dispersos de La
Azulita, para anunciarles su propósito de ser el primero
que pasaría el puente, y ordenarles que lo secundaran.
En seguida, montó a caballo y se dispuso a cumplir
su promesa. Una vez ido, oímos decir, refiriéndose a
él, estas palabras al general Justo L. Durán: —O este
hombre ha querido meternos un cañazo, o vamos a
presenciar el acto más solemne de la batalla.
En la corraleja del puente comenzó a tomar el
general Uribe Uribe sus disposiciones. Hizo advertir
a los tiradores distribuidos hacia arriba y hacia abajo,
que suspendiesen el fuego en cuanto lo viesen cruzar
el puente. Llamó a los jefes de batallón y los excitó a
que buscasen entre sus oficiales y soldados, diez que
quisiesen acompañarlo. Mientras tanto, no hubo exhortación
que no fuera dirigida al general Uribe Uribe
para disuadirlo. Le argüían unos que ese no era su deber
de general en jefe; otros, que su sacrificio no sólo sería
estéril, sino que acarrearía la dispersión del ejército y la
pérdida de la revolución, porque una vez muerto, nadie
sería capaz de contener el pánico; otros le decían que lo
indicado era mandar que sus soldados pasasen el puente,
a lo cual el general Uribe Uribe contestaba:
—Si hay quienes lo hagan, está bien: que pase;
pero si nadie se atreve, mi deber es ir primero y dar el
ejemplo.
122

—Espérese usted a mañana –le suplicaban éstos.
—Mire usted –le observaban aquéllos–, que el
puente está desentablado, o bien cruzado de alambres
erizados.
Amigos y compañeros suplicaban al general Uribe
Uribe con lágrimas en los ojos, que desistiese de su
resolución y conservase su vida para su país, su partido
y su familia, en mejores días, que no dejarían de llegar.
Finalmente, se formó el proyecto de prender al general
Uribe Uribe para impedirle, en bien del ejército, que se
sacrificase.
Nada, sin embargo, fue capaz de alterar la tenaz
persistencia del general, ni doblegar su ánimo. Sin impacientarse,
con la sonrisa en los labios, daba por toda
contestación : A las cuatro pasaré el puente.
Mientras la hora llegaba, se echó en el suelo, y durmió
algunos minutos. Lo despertó una carga violenta
del enemigo, sobre la derecha del puente. Cuando hubo
cesado, alzó la voz el general Uribe Uribe, preguntando
cuáles eran los diez compañeros que querían ir con
él, y disponiendo que formasen a su lado. El primero
fue el mulato Saúl Zuleta, sargento del Batallón Villar.
Presentólo el general Uribe Uribe al ejército, diciendo:
—Soldados: este es el sargento Saúl Zuleta, que va a
pasar el puente de la mano conmigo. Por su hazaña,
lo asciendo de un golpe a capitán, quede vivo o quede
muerto.
Indecible emoción produjeron estas palabras. Luego
formaron silenciosamente al lado del general Uribe
123

Uribe, el coronel Neftalí Larreamendi, doctor Carlos
Ordóñez Jaramillo, ayudante de campo; capitán Guillermo
Páramo, corneta de órdenes del general; doctores
Miguel de la Roche y Arturo Carreño, ayudantes de campo;
capitán Alejandro Navas, Samuel Pérez, Dionisio
Uribe y los ayudantes Carlos Reyes y Joaquín Vanegas.
Hecho esto, el general Uribe Uribe llamó aparte al general
Leal, y le entregó su cartera para hacerla llegar a
manos de su familia, si moría, y advirtiéndole que allí
iba su testamento.
El general Uribe Uribe se dirigió entonces a la tropa,
en estos términos: Lo que vamos a hacer es lo siguiente:
los que alcancemos a pasar del otro lado, mataremos a quienes
estén detrás de los machones, y en llegando a la tapia del frente,
meteremos nuestros revólveres por entre las agujadas y troneras,
y dispararemos. Despejado así el frente del principal peligro, todo
mundo se lanza allá y se distribuyen para arriba y para abajo,
metiendo sus fusiles por donde mismo los tienen los enemigos.
Tomada de ese modo la trinchera, el triunfo es nuestro.
Estas previsiones se cumplieron matemáticamente.
El general Uribe Uribe saltó a pie con el ya capitán
Zuleta, el barranco que forma el callejón que conduce
al puente, y a todo escape comenzó a cruzarlo; por la
mitad irían, cuando de detrás de los machones y paredes
recibieron una descarga cerrada, de la cual correspondieron
dos balazos al general Uribe Uribe: uno que le
cruzó el bolsillo del saco, sobre el corazón, y otro que
lo hirió levemente en el costado izquierdo. Sus demás
compañeros salieron ilesos. Lo inopinado del asalto
124

produjo tan inmensa sorpresa, que no hubo tiempo a
una segunda descarga. Los revólveres funcionaron por
las agujadas, apagando los fuegos en la parte fronteriza
del puente, y entonces el ejército comenzó a pasarlo en
torrente. Una carga furiosa se siguió, empleando para
ella los mismos pertrechos del enemigo. En el acto comenzaron
a caer en poder nuestro prisioneros y parque.
De la loma transversal atrincherada, se hacía mientras
tanto un fuego mortífero sobre nuestros soldados; y
cuando se llegó al ángulo de inserción de dicha loma
con las tapias, donde el camino queda al descubierto, el
paso hacia adelante se hizo imposible, y la noche vino
a poner término al combate.
Temeroso el general Uribe Uribe de que en la noche
el enemigo reforzase la loma con dos o tres mil hombres,
dispuso dar en la madrugada un asalto, y envió
un escuadrón y un batallón hacia arriba por el camino
de Santiago. Al amanecer del 17, montó a caballo y
siguió sobre las casas de La Amarilla con los soldados
que debían dar el asalto, pero la halló desguarnecida.
Supo que las tropas que por ahí habían cruzado el río,
lo habían recruzado a prima noche, salvo compañías
sueltas que se habían quedado dispersas entre la montaña.
Supuso entonces que el enemigo esperaría en los
formidables desfiladeros de Los Compadres, y siguió
hacia allá, pero halló libre el paso; continuando luego
el camino, empezó a notar los signos de la derrota, por
los despojos tirados a la vera: fusiles, pertrechos, toldas,
morrales, frazadas, menaje, y los pantalones rojos de los
soldados de la guardia pretoriana, que habían preferido
125

seguir desnudos, a trueque de que no se les conociera
por el uniforme.
Quince hombres destinó el general Uribe Uribe a
guardar esos despojos y sesenta prisioneros alcanzados
en la persecución; y con los treinta y cinco restantes,
puestos al mando del general Pedro Rodríguez, no
vaciló en atacar el grueso del enemigo, ocupado en el
paso del Zulia por el Urimaco. Esto produjo el más espantoso
desconcierto: sesenta cargas de parque fueron
tiradas al río, de donde más tarde fueron buscadas; la
tropa que aún no lo había cruzado, se dispersó en parte,
y en parte se echó al agua, ahogándose gran número;
cargas que en la ribera derecha estaban ya sobre las
mulas, fueron abandonadas; pero, con todo, el enemigo
se desplegó sobre las fuertes colinas de Urimaco, y
con sus fuegos nos causó graves daños y nos impidió
pasar el Zulia.
El general Uribe Uribe dispuso entonces cruzar el
río por San Cayetano, con los escasos refuerzos que
le iban llegando, a fin de salir a espaldas del enemigo;
pero el retardo dio lugar a que éste escapara. A la media
noche del 17, volvía el general Uribe Uribe a mirar a
Cúcuta desde el cerro de la Columna; sin tardanza ocupó
la plaza, desamparada por sus orgullosos poseedores
del día lunes y siguió en su persecución incansable, del
Pórtico para arriba, no obstante estar rendido por la
fatiga y la pérdida de sangre.
Las noticias adquiridas aquí confirman la vasta trascendencia
de la batalla. Las fuerzas enemigas quedan
reducidas a menos de la tercera parte, y ésa, quebrantada
profundamente en su moral y en su disciplina. Las
126

disensiones entre sus jefes tienen trazas de haberse hecho
incurables, pues eran anteriores al desastre. Siendo
imposible que el gobierno pueda volver a oponerle a la
revolución un ejército tan numeroso y aguerrido como
el derrotado en Peralonso, la causa liberal puede darse
por victoriosa y a la regeneración por muerta.
Los que se mofaban de la frase: Armas, las del enemigo,
pueden venir a ver en nuestras manos los rifles y los
pertrechos de los dictatoriales, ganados a machete; y los
que consideraban utópica toda esperanza de triunfo,
sin igualar antes las probabilidades, pueden ver ahora
cuánto pesan en la balanza de los destinos humanos
la fe y el valor.
La victoria alcanzada pertenece en bloque a la causa
liberal. Sería mezquino discriminar quién tiene en ella
mayor parte. Todos nuestros soldados cumplieron
su deber, así los hijos del Norte corno los valientes
ocañeros y los patriotas de Boyacá, Cundinamarca y
Magdalena. La bandera triunfal de la república los cubre
a todos en sus amplios pliegues, y nadie duda que, así
unidos, marcharán por etapas de victorias hasta llegar
al Capitolio.
Nota: La contraprueba de la verdad de esta narración
se halla en el parte que de Pamplona dirigió el
jefe del ejército enemigo, general Vicente Villamizar, al
ministro de Guerra, al día siguiente de la batalla. Y como
ni dicho jefe tuvo a la vista el relato publicado en Cúcuta
el 20, ni el escritor vino a conocer sino mucho más tarde
el informe del general Villamizar, la coincidencia entre
los dos, desde puntos de vista enteramente opuestos,
es la mejor garantía de que los sucesos pasaron como
127

quedan referidos, y que el paso del puente tiene toda la
decisiva importancia que algunos le han negado.
Dice el general Villamizar:
“A las tres de la tarde llegué al campo de batalla. El
puente de La Laja, punto disputado desde el principio,
se hallaba en medio del ejército revolucionario y de
la relativamente pequeña fuerza nuestra que defendía
la posición hacía ocho horas. De una y otra parte se
hacían esfuerzos heroicos, muchas veces de cuerpo a
cuerpo.
“A medida que nuestra fuerza llegaba, iba tomando
parte, de suerte que el empuje del adversario empezó
a ceder a eso de las 8 p. m. Durante la noche extendió
el enemigo su línea de batalla sobre sus dos flancos,
pretendiendo ocupar con el izquierdo el alto de Los
Compadres para impedir el paso de nuestras divisiones
que venían a retaguardia. Dispuse entonces hacer los
movimientos que la situación pedía, y tuve la satisfacción
de ver que produjeran pronto el resultado previsto.
La división enemiga, que amenazaba cortarnos,
fue derrotada en una hora por nuestras fuerzas, que
vadearon el río bajo los fuegos enemigos. ¡Tan recio
fue el combate y tan irresistible la acción del famoso
batallón Boyacá! Quedó pendiente otro movimiento
nuestro, consistente en cortar la línea del enemigo entre
el cuartel de división y el puente, centro del combate.
Los fuegos eran ahora menos fuertes, y parecía que
pronto, al consumarse el ataque que preparamos por
retaguardia, se decidiría el combate a nuestro favor,
cuando tras un vivo fuego de fusilería una columna
numerosísima del enemigo se lanzó sobre el puente y
128

sobre los lados de éste atravesando el río, y atacó con tal
rapidez, con valor tan grande, que las fuerzas nuestras
quedaron tendidas a los pocos minutos, y la columna
enemiga avanzó sobre el campamento.
“Otro de los cuerpos veteranos correspondía a
este ataque y rechazó al enemigo hasta el puente, pero
un nuevo acto de energía desesperada del enemigo,
echó sobre ése y otros batallones nuestros un cuerpo
de soldados armados de machete, que arrollaron de
nuevo las fuerzas legítimas y ocuparon gran parte de
nuestras posiciones. Lo que en esos momentos ocurrió
es indescriptible; no obstante, recogí a mi lado los
batallones avanzados, algunos de los cuales no habían
disparado un tiro, y atendiendo a las consideraciones
que hice al principio, ordené la retirada de las fuerzas
por la vía de Orimaco hacia Cúcuta. En el paso del río
Zulia nos fue imposible evitar que una fuerza enemiga
sorprendiera a la infantería que aún no había pasado. ¡Su
señoría puede calcular la confusión que esto produjo y
las pérdidas que nos ocasionó! El resto del ejército y el
parque fueron recogidos con gran solicitud por todos
sus jefes, y esta noche empieza a llegar a esta ciudad
el total de las fuerzas que hay en ella, contando con la
guarnición de esta plaza que asciende a 2.200 hombres.
En el parte detallado que daré a su señoría en primera
ocasión, le hablaré de nuestras pérdidas personales, que
en verdad han sido de gran valor”. 1
1 Documentos Militares, página. 5 a 22 - San Cristóbal (Venezuela)
1901
129

XI
P
oco agregaremos a este relato, si no es ampliar
algunos detalles. En los momentos en que se
redactaba el parte de la batalla aun no se había
recorrido minuciosaente el campo, ni se conocían la
importancia y trascendencia del triunfo alcanzado. Sea
lo primero rectificar el número de los combatientes
enemigos, el cual se creyó de 7.500, habiendo sido de
10.000 como lo comprobó el dicho de prisioneros de
categoría y la situación original de altas y bajas tomada
en el equipaje de uno de los jefes vencidos. Según este
documento, las fuerzas comandadas por Villamizar
ascendían el 16 de diciembre a 7.500 hombres, sin
incluir las de Casabianca que constituían un cuerpo de
2.500. Todas estas legiones asistieron a Peralonso, y así
lo demuestra el hecho de haber caído prisioneros jefes,
oficiales y soldados antioqueños y caucanos, o sea, de
los que salieron por Ocaña con Manuel Casabianca.
En poder de los liberales quedó Pedro Sicard Briceño1 de las gentes de Villamizar, como Laureano García
Rojas y José Tenorio, de las divisiones de Antioquia y
1 Sicard Briceño, el mismo que dispuso y ejecutó el fusilamiento
inicuo de Victoriano Lorenzo. Fue tratado con las mayores
consideraciones por las fuerzas liberales, y en particular por Uribe
Uribe.
131

Cauca. También apareció entre los rendidos el padre
Pineda, sacerdote valerosísimo que presta los auxilios
de la religión a los moribundos y anima a las tropas
en la refriega. Se le trató del mismo modo que a sus
compañeros presbíteros Ortega y Arenas, con suavidad
y respeto; se les dio la ciudad por cárcel y se les
dejó alojar en casas de personas piadosas, quienes les
debieron prodigar cuidados, especialmente al canónigo
Arenas, enfermo desde el primer momento de grave
dolencia, de la cual murió como ha podido morir en
Tunja. No fueron, absolutamente, no fueron ciertos los
ultrajes que, según escribió un periodista de mala índole,
había sufrido de mano liberal el sacerdote mencionado.
Tampoco fueron ciertas las ofensas que, en opinión
del mismo periodista, se irrogaron a una imagen de la
Virgen.
En la casa de huéspedes, sostenida con abnegación
por Casimira Vega, conoció Jorge al padre Pineda.
Hombre jovial y de mundo, que no rehuye el trato con
los liberales. En tal confianza le dijo un día:
—Me cuentan, padre, que usted se condujo en
la batalla con muchísimo arrojo: por lo menos será
general…
—Nada, hijo, yo no sirvo para eso. Cumplo mi
misión evangélica sin meterme en esos dibujos.
—¿Y el padre Sánchez y el padre Ordónez?
—Ellos si son guapos. Cargan sus carabinas y van a la
cabeza de sus escuadrones. El padre Sánchez es un valiente.
Pero a éste –señalaba con el dedo al padre Ortega,
cura de San Cayetano, y varón de una apacible sonrisa–,
le da un miedo horroroso. Yo lo vi escondido.
132

El padre Pineda se reía con sus ojitos de viejo
ladino.
—¿Acostumbraban llevar machetes? —volvió a
preguntar Peralta.
—No; quedan muy deslucidos sobre las sotanas –y
se reía el irónico padre.
—A los católicos fervientes –insistió– el espectáculo
de los sacerdotes armados deberá causarles un mal
efecto, algo semejante a lo que sentiría uno si viera a
la novia al frente de una banda de tambores tocando
el redoblante.
—¡Quia! Eso es verso, purito verso. Los hombres
somos hombres; a unos nos gusta el dinero; a otros el
amor o la guerra; a algunos muchas cosas juntas. Al
padre Ortega no le gusta sino decir su misita.
Ambos sacerdotes se reían.
—Así es, padre –continuó el joven, y para variar
de tema, dijo:
—¡Qué opina de lo hecho por Uribe Uribe en
Peralonso?
—Que es la mayor bestialidad ejecutada en Colombia.
Rafael no estaba en la obligación de sacrificarse
como un capitán cualquiera. Si allí lo tienden, se quedan
sin general y sin triunfo. Fue una bestialidad.
—Es cierto; pero la Providencia se hallaba de
nuestra parte, y triunfó Uribe Uribe sin morir en la
demanda.
—Qué va a estar Dios con ustedes. Déjese de semejantes
disparates.
—Dios está con nosotros, convénzase de ello. La
naturaleza también se manifiesta en nuestro favor. ¿No
133

observó usted que los cámbulos de las orillas del Zulia
se hallan cubiertos de flores iguales a llamas? Es que la
bandera roja debe flotar muy alto. ¿No se sorprendió
usted con el eclipse de luna sucedido durante la batalla?
Es que la Regeneración, cuya imagen en el cielo es la
luna, astro muerto, va a pasar para siempre 3 .
—¡Sí también tienen sus agüeros estos rojos! Allá
verán cómo el diablo no les ayuda de ahora en adelante.
—No se meta con el diablo, padre, porque a la fecha
debe de estar triste…
Continuó por el estilo el palique hasta terminar,
bien en serio, con un brindis por la concordia entre
los colombianos.
Peralonso fue una verdadera derrota. Los soldados
del gobierno, masa de hombres inocentes de pecado
contra la libertad, llevados a combatir por la fuerza,
se rendían de rodillas e imploraban con las más compasivas
palabras el perdón y la vida. A juzgar por lo
precipitado de la fuga, nadie intentò contenerlos en
las recias posiciones del camino. Sólo del otro lado del
Zulia, en las colinas del Orinoco, el general Arboleda,
según informes, organizó mediana resistencia mientras
se salvaba el Estado Mayor. En su terror se arrojaron al
río las deshechas columnas. Muchos perecieron, como
el joven Cock Bayer, en las serenas aguas.
Vertiendo sangre de su herida del costado, causada
por bala de carabina, al trote de su mula iba el general
3 El mismo día 16 de diciembre se dió la batalla de Colenso, en que los
boers, en número de 3.000, derrotaron a 10.000 ingleses.
134

Uribe Uribe. Ni el hambre, ni la fatiga de treinta y seis
horas de lucha, ni el sol que lanzaba rayos de cobre
derretido, ni lo áspero de la senda, detenían su marcha.
Cubierto de polvo y de sangre llegó a La Columna y
contempló a Cúcuta; sus habitantes desarmaban a los
fugitivos, cuando el vencedor penetró en las calles de
la ciudad ardiente. La multitud lo vitoreaba y también
a sus dignos compañeros Herrera, Durán, Rodríguez,
Hernández, albornoz, Soler, Amaya, Ardila; las hermosas
les ofrecían ramos de mirtos y de flores acabados
de cortar por sus manos; las cigarreras, las vendedoras
de frutas, al paso de Uribe Uribe rompían frascos con
aguas olorosas; el regocijo atronaba el espacio.
Y la más hermosa sonríe al más fiero de los vencedores.
135

XII
Uribe Uribe no quiso dormir sobre los laureles
conquistados ni perder un momento en el empeño
de ensanchar los resultados de la victoria.
Con sus tropas extenuadas, rendidas por el choque,
llegó a la ciudad satisfecho del alcance del triunfo, gritando
al pueblo que tomara las armas y continuase en
la persecución hasta la Donjuana. La multitud tenía más
deseo de espaciarse en su alegría que de contribuir con
su esfuerzo a la perfección del hecho realizado.
Mientras Benjamín Herrera yacía en su camilla de
herido, Uribe Uribe forma sus huestes y les dirige la
palabra en frase sobria y exacta. No exagera la importancia
de la victoria, ni desvirtúa la emoción sincera
de las cosas con excesos retóricos. Brillaba en su rostro
una palidez extrema; tenía los ojos velados por la
sombra del cansancio; se adivinaba en su conjunto la
tranquilidad de un alma que se encuentra a sí misma
merecedora del respeto; su brazo derecho al levantarse
con la emoción de la palabra, pregonaba la serenidad
de quien ha escalado una ardua cima. Por primera vez
en su vida vestía el uniforme militar, levita de paño azul
con bordados de oro.
137

Efectuada la curación de su herida, tres días después
tomó Uribe la vanguardia con el pensamiento de acosar
al contrario en la ruta de García Rovira, o con el de caer
sobre las fuerzas estacionadas en Bucaramanga.
Más se acercaba el momento en que las virtudes
nuevas debían ceder el paso a las virtudes antiguas.
El 17 de diciembre había concluido la brega de
Peralonso, el 24 se hallaba la descubierta liberal en
Pamplona y se recibía la misma noticia de encontrarse
en camino hacia la misma población el señor general
don Gabriel Vargas Santos, a la cabeza de 1.200 voluntarios.
El anuncio del arribo del patriarca llanero designado
conductor del liberalismo, colmó de regocijo. El joven
vencedor, contento con el vaso de gloria que le habían
servido los hados en una hora magnífica, se dirigió al
encuentro del jefe a quien él había sacado triunfante
en los comicios del partido.
El día fue solemne, el momento grandioso.
A modo de un profeta que abandona su reino, la
gruta donde todas las verdades lo visitaron y todas las
contemplaciones interiores le enseñaron su doctrina,
el anciano Vargas Santos aparecía con aureola de patriota
prudente, de sabio sencillo, de corazón bueno,
habituado a sentir con nobleza y a obrar con generoso
impulso.
El hombre que abarcaba las complicaciones de
los actos realizados, salió con la compostura de un
138

caballero, prevenido por la trascendencia del suceso, a
recibir al patriarca.
El cielo fulguraba graciosamente; la luz se diría
contenta por modo espiritual y en colaboración con
los hombres. Un testigo presencial decía, refiriéndose
al encuentro de los dos generales, que semejó una misa,
una misa primitiva oficiada al aire libre, entre la hermosura
del cielo y el silencio de la tierra, en que iban a
levantar sus cálices, sus corazones, dos almas sinceras,
dos espíritus rectos.
—¡Hoy es pascua, general –exclamó Uribe Uribe
en poético giro–, la pascua florida del liberalismo que
con su primera victoria y con la llegada de usted ve
reverdecer el árbol de sus libertades y reventar en brote
prodigioso todas las flores de sus esperanzas!
Allí mismo lo proclamaba director supremo de
la guerra, Generalísimo y presidente provisional de
Colombia. Tocan las bandas; ondean las banderas
rojas agujereadas por el plomo de gloriosas lides, y los
soldados de Bucaramanga y Peralonso presentan las
armas al pasar el hombre de la blanca cabellera, de la
sonrisa papal y amable.
El bienvenido era un símbolo y era una esperanza.
En él veíamos todos al compañero de Mosquera, de
Gutiérrez, de Salvador Camacho Roldán. Sus tradiciones,
si no en los hechos, por haber sido un puesto
secundario en otros días y otras contiendas, eran gloriosas
por el espíritu presente en nuestras luchas desde
mediados del siglo. Aparecía como lazo de concordia,
139

cual conciliador sereno, como el llamado a suavizar las
asperezas nacidas de la fogosidad y de las emulaciones
naturales en los nuevos caudillos. Con su tacto, con
su benevolencia, con su firmeza, con sus imparciales
sentencias, con la autoridad y perspicacia que le dieron
los años, con todo esto reunido en el haz formado por
sus buenas intenciones, iba a ser –¿quién se atrevería a
dudarlo?– el coordinador de las voluntades, el que las
empujaría a un fin inteligente, el conductor de la hueste
anhelosa del triunfo.
Acompañaba al Generalísimo un ejército compuesto
de hombres robustos, procedentes de comarcas
sanas, los cuales hacían contraste con los soldados de
las Divisiones de Uribe Uribe y Benjamín Herrera, azotadas
por hálitos de muerte, bajo el cielo de las batallas
y el cielo de los climas ardorosos.
No asistimos al encuentro de los dos Generales.
Llegamos a Pamplona cuando se disponía a salir Uribe
Uribe, con la venia del Generalísimo, en la empresa de
perseguir al enemigo de Bucaramanga, si era ya esto
posible, estrechándolo en el paso de Sube. La columna
continuó su marcha el 26. ¿Por qué no se efectuó
desde el mismo 24 y en seguimiento de los vencidos
en Peralonso? Porque la llegada del Generalísimo varió
el curso de los sucesos; porque él no opinaba por la
persecución, antes de que se juntaran las fracciones
del ejército; porque la necesidad de organizarse y el
cansancio obligaron a la estadía en Pamplona. Es muy
difícil que un triunfo tenga efecto definitivo en un
140

país montañoso y sin comunicaciones rápidas como
Colombia.
Siempre, en casos iguales o parecidos, se han hecho
criticas a los jefes vencedores por no haber completado
la victoria. “En Poblar Grove, dice un escritor de la Revista
de Ambos Mundos, donde el general French arrolló
el flanco derecho enemigo, hubiera podido apoderarse
del presidente Kruger si con más vigor persigue al
contrario en la retirada”.
Se ha dado como excusa de esta falta el cansancio en
hombres y caballos o la aproximación de la noche. En
realidad, el descuido se debió al agotamiento nervioso,
a la tensión moral causada por el peligro que produce
tal fatiga en ciertos hombres no relevados en todo un
día, que han resistido durante largas horas el fuego, y
por lo mismo se sienten incapaces de un esfuerzo más.
Con las armas modernas la tensión es mayor todavía y
causa depresiones mayores.
Con todo, Uribe Uribe manifestó el anhelo de perseguir
sin descanso por García Rovira los deshechos
batallones de Casabianca. No sabemos quién tuvo
razón entonces, si el jefe de la indomable actividad o
el prudente Generalísimo.
Era grande el deseo que teníamos de conocer y
tratar a Vargas Santos. Uribe Uribe nos lo presentó, a
tiempo que nos exigía permaneciéramos al lado del jefe
supremo para prestarle nuestros servicios de escribas.
En una silla de madera antigua, colocado en la mitad
de un vasto salón atestado de muebles y adornos, vimos
141

por primera vez al Generalísimo. Vestía de negro y se
embozaba en capa española de visos rojos y broches de
plata. Su aspecto era el de un hombre atediado por el
frío de los vientos de Pamplona. El rostro rubicundo;
la cabeza blanca por el soplo de los años. cubierta con
gorro de irónica borla; los ojos brillantes y expresivos y
la boca sonriente. Nos recibió con amabilidad acentuando
su sonrisa; habló con gracia de varios asuntos y nos
dejó la impresión de una persona culta que conversaba
anecdóticamente y con facilidad.
Con intención laudable nos propusimos desde el
primer momento estudiar su carácter y darnos cuenta de
los valores de su alma. Los datos nos los suministrarían
no sólo el estudio propio y personal sino también los
informes de los que venían desde Casanare. Entre estos
se hallaban varios intelectuales, algunos conocedores
íntimos de los méritos de su jefe, los cuales refirieron lo
siguiente: “La noticia del desastre del gobierno en Peralonso,
había llegado oportunamente al Generalísimo,
establecido en Labateca. Los señores generales Rafael
Camacho y Lucas Caballero, comisionados de paz, que
se vieron en la necesidad de ocultarse en Pamplona al
saber el resultado del combate del 16, comunicaron al
Generalísimo la nueva con el aditamento de que las
fuerzas enemigas iban llegando a la ciudad en completa
desorganización hasta el punto de que su mayor grupo
constaba de cinco a diez soldados. Le participaron de
igual manera que el comandante de las tropas enemigas
había sido insultado y desconocida su autoridad, sin
conseguir sus tenientes avenirse en la designación de
nuevo cabo. Es de creerse instasen desde Pamplona al
142

Generalísimo a aprovechar las circunstancias presentándose
en las inexpugnables posiciones de sus vecindades
para dar un toque feliz y definitivo al triunfo de
Peralonso.
Los tenientes del Generalísimo, en particular Eugenio
Sarmiento, reciben la nueva como un aviso de
la fortuna; deliberan con su superior y se conviene en
avanzar a ciertos puntos para impedir la salida de los
que se verían por tal modo atacados de frente y por la
espalda.
Sarmiento adelanta con 600 hombres armados
de rémington, con 25 cartuchos por plaza. Esto era
suficiente, esto era providencial. Los soldados de Duitama,
Sogamoso y Casanare venían frescos y vigorosos
estaban en el momento psicológico de la victoria.
Casabianca y Luján habríanse visto en la urgencia de
capitular, su pérdida era inevitable. Unos pocos disparos
y luego bandera blanca, había dicho en Pamplona el primero
de aquellos jefes, según nos refirió uno de los
comisionados de paz. Sin embargo el Generalísimo da
contraorden; Sarmiento suspende operaciones y a su
regreso al cuartel general le dice el director:
—Yo no soy guerrillero. Yo no he venido a presentar
certamen de valor.
El subalterno obedece mesándose los cabellos. Y
queda perdida para siempre la inaudita oportunidad, se
nubla el cielo acaso y la fortuna se retira de los liberales
con gesto desdeñoso. ¡Vive Dios!, ella no teje coronas
para quienes rehusan cortejarla.
143

XIII
S
e dedicó el tiempo de permanencia en Pamplona
a organizar el gobierno en su provincia y en la de
Cúcuta; en comunicarnos con el doctor Foción
Soto, a quien se le enviaron comisionados que debían
comprometerlo a entrar en la guerra, y en participar a
los presidentes de las repúblicas amigas, e! triunfo de
Peralonso y los sucesos posteriores.
Por orden general nombró Gabriel Vargas Santos
a Benjamín Herrera jefe de Estado Mayor, esto es,
su segundo, y secretario a Uribe Uribe, quien como
tal firmó antes de seguir algunos de los documentos
citados. Mas tarde, en Bucaramanga, el Generalísimo
dispuso se formaran dos cuerpos de ejército de todas
las fuerzas con los nombres del Norte y del Sur, los cuales
quedaron a órdenes de Herrera y de Uribe, respectivamente.
A1 primero fueron agregados los batallones
mandados por Eugenio Sarmiento a pesar de que éste
deseaba otra cosa.
Cinco días habían transcurrido desde la partida de
Uribe Uribe hacia la provincia de Soto y ya el Generalísimo
manifestaba el temor de que su teniente le hubiera
desobedecido avanzando del lugar señalado como
145

término de sus operaciones. Varios sostenedores de la
concordia se esmeraron en llevar al ánimo del supremo
la convicción de que Uribe Uribe sería sinceramente su
subalterno. Se tuvo entonces la vislumbre de una verdad
dolorosa que había de ser lentamente torturadora para
muchos: el Generalísimo no confiaba en la buena fe
de las manifestaciones de desprendimiento hechas por
Uribe Uribe. Se supo también que el Generalísimo se
expresaba en malos términos al juzgar las ambiciones
y carácter de su compañero, apoyado en esto por su
primer ayudante, quien ejercía poderosa e incontrastable
influencia sobre su jefe, hasta el extremo de no
ejecutarse nada sin su venia. Nefastos augurios se esbozaban
en los horizontes revolucionarios; y los que
considerábamos a Uribe Uribe el brazo más vigoroso
y el cerebro de la revolución, alcanzamos a entrever
que sus dotes irían a ser reemplazadas en las futuras
etapas por más que mediocres facultades de otros. Así
lo dijimos al hombre en quien pusimos la confianza
de que nos guiaría al triunfo, y en caso de venir el desastre,
no sería sin antes haber agotado su actividad y
su talento.
Su respuesta fue para calmar nuestros temores.
Vargas Santos lo estimaba, tenía que estimarlo, y nunca
rechazaría sus consejos. Pasando por Mutiscua. la
Piñuela, y Tona, llegó la vanguardia a la capital de Santander
el 28 de diciembre. El Cuerpo de Herrera con
el Director Supremo entró a la ciudad el 3 de enero.
El gobierno había abandonado el campo, dejando a los
146

presos por delitos comunes custodiados por individuos
de la colonia extranjera.
Fue recibido Uribe Uribe en Bucaramanga con
entusiasmo delirante. Lo coronaron a él y a Saúl Zuleta
con guirnaldas de laurel y rosas. No impidieron las
ovaciones que cayese enfermo con fiebres ocasionadas
por la herida que recibió en Peralonso. Los cuidados del
doctor Olaya Laverde lo repusieron, y pronto se halló
en disposición de emprender operaciones, bien hacia
Ocaña, donde, se decía, se encontraban fuerzas enemigas
al mando de Domínguez o hacia San Gil, población
escogida por Alejandro Peña Solano para sede de su
gobierno. La expedición a Ocaña nos desembarazaría
de un contrario que, en caso de seguir nosotros al sur
hubiera avanzado a Cúcuta, base de operaciones, como
en realidad lo efectuó al tener noticias de la marcha por
Suaque. Adelantar en busca de los ocupantes de San Gil
o contra los acampados en Onzaga y Soatá no pareció
oportuno al Generalísimo, una vez que se aguardaba
el armamento comprado en el exterior por los agentes
del señor Villar.
Se han hecho inculpaciones al director por no haber
continuado en seguimiento de los restos del ejército
enemigo. La censura, aceitada cuando la ocasión propicia
se presentó en Pamplona, no tenía razón en aquellas
circunstancias. El Generalísimo observaba, con fundamento
a nuestro parecer, que habiéndose juntado a los
dispersos de Peralonso las reservas enviadas de Tunja y
esperando, como esperábamos, armas, no debía jugarse
147

entonces la suerte de la revolución. Desaprovechado el
momento de la audacia, se imponía la prudencia.
Durante veinte días permanecimos en Bucaramanga,
con el espíritu azorado los partidarios de que las revoluciones
no deben perder en sus comienzos un solo
instante; perfectamente bien avenidos a los dedicados a
organizar el gobierno del Estado Soberano de Santander
con su civilista jefe señor Uscátegui y sus secretarios,
doctores Delgado, Lleras y Montaña.
Acondicionado un vestido de telas ordinarias para
la tropa y preparada una emisión de papel moneda,
para la cual se aprovecharon esqueletos del extinguido
Banco de Santander, nos movimos por Piedecuesta
hacia García Rovira. Pasamos por el camino de Suaque,
tajado en desfiladeros medrosos donde pereció gran
parte de la brigada, y nos detuvimos en Guaca y San
Andrés. El enemigo del otro lado del Chicamocha, se
desconcertó no pudiendo adivinar claramente nuestro
objetivo. Según telegrama del general Próspero Pinzón a
Alejandro Peña Solano, interceptado por liberales, aquél
suponía ambiguo nuestro avance, y que contramarcharíamos
haciendo un ángulo en busca de Domínguez. En
realidad así lo dispuso el Generalísimo al tener nuevo
aviso de la presencia de un cuerpo de ejército en la vía
de Ocaña a Cúcuta.
En veinticuatro horas recorrió la vanguadia el inmenso
y riguroso páramo de Mogorontoque, ganando
enseguida rápidamente las jornadas de Silos, Mutiscua
y Pamplona, donde aguardó la retaguardia. Este movimiento
fue celebrado por Uribe Uribe, y su confianza
148

en las dotes del Generalísimo pareció acrecentarse. Por
desgracia, el paso por el helado yermo afectó la salud
del anciano conductor. Quizás desde entonces hizo
propósito de no desafiar en adelante inclemencias de
tal laya, y eso había de costarnos la victoria.
149

XIV
Al entrar los liberales a Bucaramanga salían a
su encuentro, o se asomaban en ventanas y
puertas, los compañeros levantados del campo
de muerte después de las infaustas jornadas de
noviembre.
Eran rostros exangües, cuerpos macerados. Saludaban
a sus amigos, expresando sus ademanes el estado
intermedio entre la alegría y la tristeza.
Jorge Peralta y Luis Olano averiguaban con interés
por sus camaradas, de quienes no volvieron a tener
noticia, y con temor y esperanza se atrevieron a preguntar
por Carlos Ríos, su íntimo compañero de las
primeras fatigas. Un pensamiento doloroso entumecía
en sus labios las palabras y quebrantaba sus corazones
hechos ya a la fraternidad con los infortunios y hasta a
contemplarlos con desvío.
No les fue difícil hallar quien les informara la suerte
de su amigo.
—Pasen ustedes adelante –les dijo la persona que
los guiaba–, esta es la casa de las señoritas Martínez
Aquí halló asilo el señor Ríos. Ellas les referirán sus
padecimientos y...
151

—Pasen, señores –dijo con acento gutural la voz
de una mujer que salía del interior de las habitaciones–,
pasen ustedes.
Se encontraban ya en el corredor de la casa, invadido
por los follajes de las plantas trepadoras cultivadas en
el patio. Rosales de flores aristocráticas por la suavidad
de los matices; unas rosas del color de las heridas frescas
en pechos blancos y vírgenes; acacias de un verde
anémico; lirios vestidos episcopalmente sin haber hilado
sus vestiduras como los súbditos de Salomón; bejucos
de campánulas de un azul tenue, glorias de la mañana,
se condundían en amor inconsciente.
La mujer, señora o dueña –aún no lo sabían los
jóvenes– los guió a la sala de recibo donde se hallaban
en indolente actitud una dama de ambigua edad y una
doncella de hermosura ingenua que resaltaba entre lo
blanco de su traje de muselina y el discreto verdor de los
arbustos ávidos de sol, separados de sus carias para vivir
mezquinamente en la sombra. Los cabellos de la niña
eran de un rubio de hoja marchita, y sus ojos negros
y sus labios exangües expresaban íntima tortura. Con
nerviosidad visible se entretenía en retorcer los flecos
de su abanico de plumas de pavo real, sedosas, de reflejo
dorado y azules, como debieron ser los ojos de Juno,
un abanico hierático que simulaba entre las manos de
su dueña el símbolo de una princesa de Oriente.
Al entrar los jóvenes a la sala, la señora colocó
en una silla cuidadosamente un falderillo bastante
desagradable, al cual acariciaba en esos momentos. La
152

conductora de los visitantes sonrió con intención al
ver el perrillo de aguas, y la niña guardó su postura de
heroína.
—Tengo el gusto de presentar a ustedes –dijo el
amigo–, a los señores Peralta y Olano, compañeros del
señor Ríos.
La del faldero se estremeció con un gesto que decía:
El natural. La joven levantó la mirada casi interrogante
y conmovida.
—Antonia Martínez (la del perrillo).
—Úrsula Martínez.
—Ana Estrada (la señorita del abanico).
Cesaron las frases cotidianas, las dichas en semejantes
casos. Luego Olano pensó: Ya es tiempo de preguntar
por Ríos. Se hubiera creído rehusaban todos descorrer
el velo de una historia dolorosa.
Ahora las miradas eran trágicas. Se comprendía que
los presentes estaban enterados del asunto del drama.
Sólo Peralta y Olano ignoraban los detalles. No podían
soportar el silencio: era agresivo, del mismo modo que
lo es el de los combates cuando se suspenden los fuegos,
mientras se atisban entre sí los irreconciliables. El
silencio silbaba como los proyectiles. Olano lo atacó.
—Señora –dijo dirigiéndose a Úrsula–, háblenos
de Carlos, cuéntenos sus padecimientos.
Su voz era vibrante y seca.
—Debo darles gusto, aunque me hará daño revivir
los recuerdos...
153

—Ana, Anita –exclamó la del perrillo–, si no te
sientes capaz de oír nuevamente .... retírate. Puede
causarte mal.
—No, tía. No me hace daño. Oiré ( agregó con una
sonrisa delicada).
—Bueno, bueno. Ven acá Rubi. (Todos miraron
de reojo al perro de aguas que intentaba gruñirle a
Olano).
—Voy a referirles –empezó la señora Úrsula–, la
manera como llegó a nuestra casa el amigo de ustedes,
nuestro amigo. A su madre, a sus hermanas, pueden
ustedes referirles mis palabras.
Hubo un silencio. Parecían los circunstantes respirar
con angustia. Úrsula continuó:
—Al tercer día del combate se atrevieron las gentes
de la ciudad y de sus alrededores a recorrer con calma
los sitios de la matanza. Quedaron tan aterrorizados
los habitantes, que se olvidaron de los deberes de la
caridad cristiana. Las virtudes se entorpecieron con los
instintos; pero en seguida se despertaron. Una viejecita
que vive por la quebrada de La Iglesia fue de los primeros
visitantes del campo. Se deslizó por los callejones,
entre los árboles, y en la ceja del bosque oyó un débil
lamento. Era un herido que con las piernas rotas se
arrastraba trabajosamente en busca de lo desconocido.
La anciana se acercaba a reconocer los cuerpos
tendidos en el camino. Les quitó a los muertos algunas
prendas. El primer vivo a quien halló fue a Ríos; estaba
moribundo; su sangre había brotado en abundancia;
luego le llegaron los tormentos del hambre y la fiebre.
154

Sáqueme de aquí, alcanzó a decir a la viejecita. Corrió
ésta a su choza: contó a su marido lo que acababa de
ver, y con presteza ambos arreglaron una parihuela de
varas y juncos, dirigiéndose al sitio donde permanecía
el herido. Con dificultad lo trasladaban, y ya veían la
choza, cuando se presenta una partida de soldados
ebrios; lanzan palabrotas y groseramente empujan a
los conductores de la camilla, la cual rueda martirizando
al herido. Quieren rematarlo con las bayonetas.
Los viejos, de rodillas, piden por la virgen la vida del
agonizante. Los soldados acceden con la condición de
que, si se salva, presenten a Ríos en el cuartel. En casa
de los campesinos pasó unos días. Los viejos le llevaron
hilas y ácido fénico. Después fue traído a la ciudad. Lo
recibimos en esta casa...
Hizo otra pausa la señora Úrsula y prosiguió
luego:
—Era un joven interesante. Nuestros cuidados le
volvieron a la vida. Creímos salvarlo. Llegó un día en
que cantamos victoria; desapareció la fiebre, las heridas
perdieron el color alarmante; pero si el cuerpo se
reponía, el espíritu ansiaba la muerte. Lo invadió una
tristeza desoladora. Sentábase en el lecho y pedía una
guitarra para entonar canciones de amor y de guerra
que nos hacían llorar. Sus ojos brillaban con reflejos
de acero y parecían enloquecidos; su voz penetraba
los corazones.
Un día nos contó los padecimientos que experimentó
después de ser herido.
Iba a cumplir una orden de su jefe. Las balas cru-
155

zaban el aire candente. De pronto sintió un golpe, un
latigazo como con vara de hierro. Su sangre acudía al
cerebro, y nada más sintió... Al despertar reinaba el
silencio de la noche. Las estrellas le parecieron muy
turbias, muy frías, muy lejanas. Aullaban los perros con
fatídico desasosiego y se oían débiles lamentos. Pasó
un animal montés olfateando los despojos. Extendió la
mano, tocó un rostro frío, yerto. ¿ Quién sería ese compañero
mudo? La luz llegaría; la luz iba a presentárselo;
pero el sol no tornaba nunca a los cielos negros, donde
asomaban las estrellas indiferentes sus pupilas eternas.
Los minutos eran años. ¡Horror, horror!
¿Qué habrá sucedido? ¿Dónde se hallaban sus compañeros?
¿Derrotados? ¡Imposible! Su fe en la victoria
era inquebrantable. ¿Por qué sentía aquel espantoso
silencio, y por qué las cosas aparentaban aquel aire de
eternidad y de reposo infinito? Gritó, llamó a sus amigos.
Su voz no tuvo respuesta; sólo el viento agitaba las
hojas de los árboles y hacía caer ramas muertas. Creyó
sentir el ruido del combate, el silbido de las balas al
restallar en el viento: era el eco que aún resonaba en
sus oídos; la sangre que volvía a sus sienes como una
culebra agitada por el insomnio y la fiebre.
El sol al fin se levantó por cima de los montes. Risueña
era la mañana, risueña e indecisa. El hambre lo
mordía, la sed lo devoraba. Miró con ojos de angustia el
campo; se bebió los primeros fulgores. Dos cadáveres,
rígidos los miembros, hinchados los vientres, con las
pupilas abiertas y vidriantes, le hacían cerco. Envidió
su muerte: para ellos el destino se mostró compasivo;
156

¡pero cómo sufría él todos los dolores! Si pudiera matarse,
poner fin a sus amarguras. Se arrastró con grandes
esfuerzos en busca de un herido que le acompañase,
que muriese con él en un mismo instante. Se arrastró
en busca de un manantial, de un charco. Se aproximó
a una fuente, mas no pudo llegar a sus ondas, porque
le fue imposible salvar un foso que lo separaba de su
frescura. Con los ojos desmesuradamente abiertos,
miraba las aguas, y en los remansos le parecía ver a su
alma cabrillear y bañarse, separada para siempre del
cuerpo....
Se arrastró luego hacia los manglares de la ceja del
bosque. Así lo halló la viejecita. Las heridas tomaban
mal aspecto; en opinión de los médicos podía sanar
porque la complexión del enfermo era robusta y la
juventud es una fuerza reparadora, pero siempre que el
espíritu se preste a la labor de la naturaleza, y Carlos se
empeñaba en morir, en acabar a todo trance. Nos pedía
café como otros pueden pedir morfina, y mi sistema
nervioso se conmovía demasiado. Sintió impulsos de
locura ....
No debo seguir. Ustedes saben el fin de Carlos.
¡Reposa allá...!
Y la Señora Úrsula mostró el camposanto de Bucaramanga.
A las palabras de la exaltada amiga, cuyo espíritu había
recibido el contacto del alma ardiente del difunto y
participado de sus alucinaciones, siguió largo silencio.
157

—Gracias, infinitas gracias –dijo Peralta–, damos a
ustedes en nombre de la familia de Carlos y en el nuestro.
Agregar algo sería mostrarnos inoportunos.
Se levantaron los visitantes para despedirse.
En su silla, en extremo pálida, la doncella vestida de
blanco agitaba entre sus pestañas los flecos sedosos de
las plumas doradas y azules de su abanico que parecía
el símbolo de una princesa de Oriente.
Cuando estuvieron en su alojamiento, Olano inició así
la conversación:
—La señora Martínez no debía ciertamente referirnos
los últimos detalles de la muerte de Ríos.
—¿Y cuáles fueron? –preguntó maquinalmente
Peralta.
—La criada de la casa los ha hecho públicos en Bucaramanga.
Se refiere que Ríos en un acceso de fiebre se
lanzó del lecho a besar a la señorita Ana, creyéndola la
imagen de su novia que venía a despedirse de su amado.
El esfuerzo fue tan grande y la conmoción nerviosa tan
fuerte que, rotas las suturas de las heridas, se escapó la
sangre débil y fue a salpicar el traje blanco de Ana.
—¿No te parece bien doloroso esto?
—¡Ah! sí. Siempre el amor y la guerra serán los dos
grandes juegos del hombre.
—Los más peligrosos –concluyó Olano.
158

XV
S
onaban los últimos tiros de un combate librado
en Pamplona, en el momento en que se presentó
Uribe Uribe sobre las alturas dominantes de la
ciudad.
Habíase dejado en ésta una guarnición de doscientos
hombres para defensa de la plaza, que podía
ser atacada por los guerrilleros de Mutiscua y Toledo.
El doctor Julio Vanegas, estimable médico que había
trocado el caduceo de Esculapio por la espada, era jefe
del destacamento.
Como pareciese fácil a los miembros del clero
pamplonés y a los conservadores, dar con éxito laudable
un asalto sobre los cuarteles ocupados por los dueños
de la plaza, animaron a los guerrilleros de las cercanías
que intentaran la sorpresa. Dirigieron las señoras a sus
copartidarios una excitación firmada por las principales,
invitándolos a la acometida, y dispusieron algunos
pamploneses el acarreo de mantenimientos en las iglesias,
las cuales debían ser ocupadas en la noche por los
libertadores, para servir en caso de sitio o prolongación
de la lucha. Las llaves de tales iglesias fueron suministradas
oportunamente a los que iban a refugiarse en su
sagrado recinto, donde se construyeron con materiales
159

ecogidos anticipadamente, trincheras de buena resistencia.
Al abrigo de las sombras penetraron en silencio
los guerrilleros hasta sus aderezados reductos, y en la
mañana aún no presente el sol en las áridas serranías,
arremetieron a los liberalitos, quienes no se hallaban
por completo desapercibidos. Resguardándose dentro
de las torres y muros de la catedral, no tanto por oponer
basílica a iglesias parroquiales, como por defenderse de
trinchera con trinchera. Eran más o menos quinientos
los asaltantes, buenas sus armas y regular su brío.
Tras unas horas de fuego cerrado contra los baluartes
de los sitiados, determinaron éstos silenciar la
boca de los fusiles en la esperanza de que los enemigos
saliesen de sus parapetos. El ardid produjo el resultado
apetecido. Los guerrilleros se abocaron al campo libre,
y los liberales abrieron entonces las cerradas puertas, se
precipitaron sobre los contrarios y los arrojaron fuera
de los arrabales de Pamplona.
Sea esta la ocasión de relatar algunos de los hechos
realizados en la ciudad, que merece ser colocada entre
las más notables por sus servicios en la guerra.
No es el menor haber proporcionado al parque revolucionario
cuarenta y cuatro cargas de proyectiles que
fueron enterradas por los fugitivos en los momentos
que precedieron a su desfile. Por denuncio de particulares
se supo que las cajas habían sido depositadas en
el recinto de las iglesias y en casas de los desafectos. De
la catedral se extrajeron tres cajas de municiones para
fusiles Grass. Para efectuar la ronda se pidió la venia del
padre Alarcón, encargado por la Curia de la vigilancia
160

del templo, y a la pesquisa asistió en compañía del presbítero
González, a quien se le oyó manifestar allí mismo,
que nos asistía perfecto derecho para hacer la rebusca,
una vez que no podía negarse la existencia de proyectiles
escondidos o asilados en el santo circuito del templo.
Afanóse el padre Alarcón, protestó no ser responsable
ninguno de los miembros del clero de haber dado permiso
para guardar elementos de guerra en la catedral
y no tuvo empacho en atribuir la falta a un humilde
carpintero que se hallaba refaccionando deterioros del
edificio. Crecía su azoramiento al recordar que en la
sacristía se ocultaban bajo tierra los aderezos y joyas
de más estima, pertenecientes al culto. Con fe segura
temía que los revolucionarios lo despojasen de cálices
y custodias. Le volvió –como suele decirse–el alma al
cuerpo, al notar que las intenciones de los intrusos no
iban hasta menoscabar el tesoro de la iglesia.
Respetáronse por los revolucionarios las personas y
bienes de la clerecía; quedó en su poder la imprenta de la
diócesis, aunque contaminados sus tipos con la publicación
de proclamas liberales, y a los sacerdotes ausentes
se les hizo saber que gozaban de las mayores garantías.
Los Hermanos Eudistas levantaron en su morada la bandera
francesa para evitar que se buscasen pertrechos y
armas en sus dependencias. Mas se les advirtió no se
reconocía la simbólica extraterritorialidad, inaceptable a
todas luces; acudieron los Eudistas, al tener noticia de lo
resuelto, a la residencia del Generalísimo, y con muchas
zalemas expusiéronle los motivos de sus procederes.
Gracioso fue para los circunstantes oir a los Hermanos
llamar Excelencia a nuestro director supremo.
161

Dicho queda que al llegar por segunda vez a
Pamplona se halló patente la animadversión hacia los
liberales por parte de varios sacerdotes, que facilitaron
las llaves de las iglesias a guerrilleros para que se fortificasen
en ellas. Uno de aquéllos fue retenido en un
cuartel, y tanto se amañó entre los alegres voluntarios
–lo decimos con entera certidumbre– que manifestó
con instancia su deseo de seguirnos, sin que fuera posible
satisfacerlo entonces. La tipografía de la diócesis
imprimió durante nuestra ausencia algunas piezas entre
las cuales recordamos ahora un folletito con este epígrafe:
Deprecación al gran poder de Dios, para tiempo de una
calamidad. Es todo el escrito una proclama semejante a
los cantos guerreros de los profetas judíos.
¡Oh Dios y señor de inmenso poder! –dice– desconcertad los
inicuos proyectos de estos hombres impíos que se han declarado
vuestros implacables enemigos, y por vuestro Santo Nombre salvad
a vuestros siervos. Librad con vuestro infinito poder y ayudad
a los defensores de vuestra santa causa que confían en vuestro
auxilio. Escuchad benigno, ¡oh Padre amorosísimo!, la humilde
oración de vuestros fieles hijos, y despachad favorables nuestros
fervientes ruegos.
Léase cuál era la sustancia de la humilde oración y en
qué forma se pedía fuesen despachados los ruegos de los
creyentes:
Y hoy que vuestros siervos, al amparo de vuestra protección
soberana, quieren libertarnos del poder tiránico de la impiedad,
socorredlos, Señor, con aquellos prodigios singulares con que protegísteis
a los hijos de Israel, vuestro pueblo, cuando por ministerio
de Moisés los sacásteis de la esclavitud de Faraón y los llevásteis
162

a la tierra prometida a sus padres. Entonces, Señor, extendísteis
vuestras miradas sobre los campamentos de los egipcios que
armados perseguían a vuestro pueblo, confiados en sus carros, en
sus armas y en la multitud de sus guerreros. Los mirasteis, y las
tinieblas los rodearon. Sujetó el abismo sus pies y los cubrieron
las aguas; y vuestro pueblo quedó libre de sus perseguidores, por
un designio de vuestra voluntad. Por tanto, Señor, hoy que se
verifica entre nosotros aquella representación del Egipto, repetid
también los prodigios que obrásteis en el Mar Rojo y en la tierra
de Canaán. Mirad los campamentos: levantad vuestro brazo al
frente de vuestro enemigo; estrellad su fuerza contra vuestra fuerza.
Caiga al golpe de vuestro poder el furor de los que pretenden violar
vuestro santuario, profanar el Tabernáculo de vuestro nombre,
derribar vuestros altares y apropiarse de vuestros templos. Refrenad
sus designios, humillad su soberbia y levantad a vuestros
hijos que esperan en vuestra protección. Este será, ¡oh Dios mío!,
un monumento de vuestra gloria, porque no consiste vuestro poder
en la multitud, sino en vuestra voluntad divina. Vos mandásteis,
y cayeron los muros de Jericó; quisisteis, y un Sansón destruyó
a los filisteos, una Judith libertó a Bethulia y quitó el terror de
Israel dando la muerte a Holofernes.
La humilde oración fue recibida en las alturas donde
habita Jehová: en Palonegro las tinieblas nos rodearon;
sujetó el abismo de la Trocha nuestros pies y las aguas
nos cubrieron. Sólo que Faraón, nuestro Faraón, no
pereció en el Mar Rojo, y por esta parte el prodigio
apenas admite semejanza con el referido por Moisés,
pues probado está no se escapó un egipcio de la catástrofe,
y en nuestro caso sí se salvaron muchos, hasta
formar hueste; Sansón murió bajo las ruinas del templo,
mas aún alientan innúmeros filisteos, y no hubo
163

–gracias sean dadas a Marte y a Minerva– una Judith
para nuestro Holofernes.
Con todo debemos confesar que el autor de la
Deprecación, al escribir fue un iluminado bastante
respetable, poseído del espíritu sombrío de un Jeremías
moderno. Véase un brote de sus divinos ímpetus:
Dios y Señor de las potestades, mandad a vuestra milicia
angélica en auxilio de los fieles. ¡Oh monarca esforzadísimo,
ceñid vuestro luciente acero! Revestíos de vuestra inefable gloria
y hermosura, salid al combate, venced, triunfad y subid a vuestro
trono!
Nos parece estar escuchando a un Napoleón de los ejércitos
celestiales en momentos de anarquía cerebral. Quien así habla
debe ser por lo menos abuelo de Jehová.
Así y todo el folleto lleva al pie de la última página
la aprobación del señor Obispo de Pamplona, quien
concede cincuenta días de verdadera indulgencia por cada vez
que se recen (las preces insertas) devotamente.
Y como le fuesen leídas al Generalísimo, y existiese
un decreto sobre prensa, expedido en Bucaramanga, en
el cual se prohibían las publicaciones inconvenientes,
hízole dirigir al señor Obispo un oficio en el cual le
exhortaba a evitar en lo sucesivo que viesen la luz pública
escritos de índole semejante a la censurada por la
Dirección de la guerra.
El señor Obispo contestó del modo más correcto
y caballeresco, sin empeñarse en demostrar la inocencia
del folleto, lo cual pareció inteligente y cristiano.
Había en Pamplona, según nos refirieron varias
señoras, una congregación de Hijas de María, formada
164

en su mayor parte de damas liberales y dirigida por un
sacerdote tolerante y benévolo. El que fuesen hijas de
María o de la Adoración, bien estaba; mas el ser liberales
las devotas, produjo mala espina en el ánimo del cielo
y de algunos fieles. Era posible que las Mariítas o adoradoras
implorasen en las misas que les decía su director
espiritual el favor del Dios de los Ejércitos en auxilio de
sus copartidarios; y ¿quién aseguraba que El no vacilaba
entre los bandos contendores dado que fueran humildes
las oraciones de las radicales? Para resolver dificultades
se dispuso la dispersión de las Marías, y así se dejó al
Eterno en libertad para ceñir su luciente acero.
Tales muestras de fanatismo medioeval causan
tristeza en los espíritus que aman la patria y consideran
necesario y eficaz el concurso del clero en la obra
de civilizar las masas populares. Muchas veces se ha
dicho que el sacerdocio colombiano debe elevarse en
la práctica de su misión evangélica, ser una clase verdaderamente
respetable en la sociedad por la alteza de
sus miras y la educación de sus instintos. La República y
las tendencias de la época exigen de su parte labor muy
diferente de la de fomentar las pasiones oscuras de las
luchas religiosas. Entre nosotros su puesto es señalado
y su tarea puede ser más benéfica que hasta el presente
lo ha sido; goza del respeto que en otras sociedades ha
venido perdiendo y a sus energías cristianas se abren
terrenos apropiados al cultivo de todas las virtudes. En
este país no hay socialismo ni anarquismo; el pueblo
escucha la voz del sacerdote, y la nación entera lo considera
y atiende. Nadie le pide al clero que renuncie a
165

combatir las ideas o manifestaciones de la cultura moderna
opuestas a sus enseñanzas; únicamente se desea
que no abuse de armas anticuadas y disonantes en el
actual estado del mundo.
Los liberales colombianos no somos enemigos de
la Iglesia ni de sus sacerdotes. Ojalá florezca como el
rosal místico: se llene de flores y de aromas; produzca
Velascos y alcance todos los frutos de sus buenas
siembras. Elemento civilizador por excelencia cuando
se mantiene en las praderas evangélicas, anhelamos su
ayuda en el empeño de sacar al país de la postración en
que lo sumió un imbécil despotismo.
Nuestro respeto por los ministros de la religión se
ha hecho visible en los días de esta brava contienda.
Dondequiera que los revolucionarios hallaron un cura
en ejercicio de los deberes de su ministerio, le atendieron
con manifiesta buena voluntad, le tuvieron las
consideraciones debidas. Agradecidos quedamos de
muchos sacerdotes que nos ofrecieron su techo y nos
probaron que alientan en los humildes pastores de las
aldeas generosas virtudes difíciles de encontrar en los
palacios. Ya sabíamos que el párroco que abandonaba su
grey al tener noticia de la aproximación de los liberales,
o era de los fomentadores de discordias en su rebaño
por asuntos políticos, o de los que empuñan el trabuco
al modo del carlista Santa Cruz, de célebre historia, y en
la pelea, así salen de sus labios voces de mando como
de sus fusiles bocan adas de fuego.
166

XVI
Se movieron los liberales hacia Cucutilla descendiendo
la escarpada vía de Los Callejones. Luego,
por el camino que bordea el rumoroso y limpio
Sulasquilla, avanzaron hasta Arboledas, un pueblo
bonito, rodeado de cámbulos que erguían sus copas
recamadas de rojas florescencias. En sus cercanías se
confunden el río de su mismo nombre y el antes mencionado,
los cuales forman en seguida el Zulia. A Salazar
entraron nuestros batallones pocas horas después de
haber abandonado el sitio las fuerzas enemigas, que
fueron a ocupar las posiciones de Gramalote y Terán,
cuidando de tener expedita la vía de San Pedro a Ocaña,
la vanguardia, que continuaba dirigida por Uribe Uribe,
apresuró la marcha hasta El Hato y las colinas aledañas
desde las cuales se divisaban las toldas de Domínguez.
Con laudable actividad el Generalísimo había ordenado
al general Rafael Leal que, dejando a Cúcuta, se moviera
hacia el alto de La Canal, eminencia que destaca sus
picos abruptos encima de Gramalote. De un vistazo
reconoció Uribe Uribe la posición y estado del enemigo,
y como comprendiese que su objetivo al acampar en
aquellos puestos era rehuir el combate en caso de no
acercarse en breve tiempo Casabianca, quien quedaría
167

a nuestra espalda, colocó dos cuerpos de tiradores en
la loma de La Chuspa y en sus repliegues para inquietar
al contrario con sus fuegos y evitar que, a lo menos
durante el día, emprendiese la fuga. Corre al pie de los
cerros citados el Peralonso, haciendo ángulo saliente
sobre Gramalote, a distancia de cerca de tres leguas.
En la casa de Terán y en las vegas del río estaba
situado el grueso de las fuerzas enemigas. No tardó
en observarse que su intento era evitar el choque, y
para cumplir su deseo fue destruido el puente sobre el
Peralonso, medida que hacía imposible la disputa del
paso. Era preciso empeñar el combate en forma práctica
por Gramalote. Mas antes de continuar en el relato de
este extraordinario hecho de armas, debe hablarse de
un incidente que lo precedió y que, con apariencias de
insignificante, fue decisivo en el triunfo.
Cuarenta y ocho horas antes de empezar el ataque,
Uribe Uribe insinuó al Generalísimo la conveniencia
de redactar un parte anticipado haciéndolo imprimir
en Salazar para repartirlo por Arboledas y Cucutilla,
y desconcertar así a Casabianca, dándole a conocer la
pérdida de las fuerzas de Domínguez. Aprobó el Generalísimo
el ardid y dispuso fuese rotundo el sentido
de las declaraciones de triunfo contenidas en el boletín.
Se había descubierto en la casa del señor Yáñez,
rematador de aguardientes en Salazar, una imprentita
que serviría para el objeto apetecido. En una pieza de
la granja de El Hato, donde acampaba el Estado Mayor,
Uribe Uribe dictó el parte de la futura victoria. Mandóse
a un cajista, Alejandro B. Garcés, acompañado de mi
168

atallón, y en pocos minutos quedó impresa la hoja,
distribuida por la vía en que marchaba Casabianca, llega
a sus manos, la lee, y desconcertado, figurándose con
justos motivos que los liberales de Domínguez volverían
inmediatamente contra él sus armas, vacila, retrocede
a tomar parapetos trocando de nuevo la ofensiva por
el principio opuesto.
La imaginación se entorpece cual ninguna otra facultad
entre las brutalidades de la guerra. Conservarla
siempre viva es propio de verdaderos capitanes. Sin
duda, la guerra tiene una parte divina.
Entretanto, Leal sale de Cúcuta con sus 600 soldados,
y Uribe Uribe y Benjamín Herrera reciben orden
de atacar a Gramalote, castillo inexpugnable, nido de
hurones encaramado en los Andes. Deja su campamento
de El Hato el Generalísimo, pero apenas había
caminado una legua se siente enfermo y sus compañeros
se ven en la necesidad de trasladarlo a un bohío de la
ruta. ¿Qué ha sucedido? Su vigor quebrantado a los 72
años de edad por los rigores del páramo de Mogorontoque,
experimenta grave desfallecimiento. Según declara
allí el doctor Miguel de la Roche, padece un síncope
alarmante. En tales aprietos llega el General Rogelio
López, vecino de Salazar, y le espeta al Generalísimo la
noticia de hallarse en La Regadera, es decir, en Cúcuta,
la vanguardia enemiga.
—¿Cómo, acaso poseen alas, son hipogrifos que
corren parejas con el viento los soldados salidos se
Onzaga?
169

—¡Imposible! observan algunos de los presentes.
Sin embargo, el Generalísimo da crédito a la nueva,
y entre el sopor de su malestar físico dispone se le
envíe contraorden a Leal y hace tocar alto y frente a los
batallones que, pasado el puente de El Caimito, iban
hacia Gramalote. No oyen el toque del clarín o no lo
atienden. La marcha continúa. Eran las doce del día
2 de febrero. A las cuatro le comunican sus tenientes
haber sido tomada la formidable posición defendida por
los gramalotes y parte de las fuerzas de Domínguez al
mando de Hoyos. La plaza es ocupada primero por Leal,
en seguida por Benjamín Herrera, Camacho y Uribe
Uribe. Saluda éste con un ¡viva! a su bravo compañero
y le dice: General, persiga usted a los desbandados por la vía
de San Pedro, yo voy a Terán.
¡A Terán!, los que deseen seguirme –agregó, dirigiéndose
a sus Ayudantes de campo. Conocía sin previa
inspección los diversos senderos de Gramalote. Sin más
demora ¡por aquí!, gritó, y espoleó su cabalgadura.
Había recorrido largo trecho cuando le manifestó
el general De la Roche que la tropa no los acompañaba,
y le pidió permiso para hacer tocar pasitrote.
—No se necesita –contestó Uribe Uribe–. Apresurémonos
porque se fuga Domínguez.
En las viviendas del trayecto averigua si ha pasado
alguno de los defensores de Gramalote. La negativa de
los campesinos lo afirma en el pensamiento de que el
jefe enemigo ignoraba el abandono de la plaza. El ca-
170

mino es tortuoso y sombreado por bosques. Al divisar
las tiendas de Terán se vuelve al grupo de oficiales que
lo escoltan y les hace quitar las divisas, insinuándoles
al mismo tiempo: ¡griten vivas! a Casabianca. Así arriban
a la casa en donde permanece el Estado Mayor de
Domínguez. Uribe Uribe se aboca a la puerta y lanza
como una bomba su nombre: Deme un abrazo, mi general,
entrégueme usted su espada y ríndase: yo soy Rafael Uribe Uribe.
mande usted rendir a todos estos señores (los jefes, oficiales y
tropa que estaban en Terán y que hacían cerco a Uribe
Uribe).
Nunca un hombre de temperamento sanguíneo
se ha puesto más pálido que Domínguez en aquella
ocasión. Pasado el primer instante de sorpresa, los oficiales
que se hallaban dentro del edificio tomaban sus
carabinas; antes de darles tiempo de dispararlas, una
descarga hecha por los compañeros de Uribe Uribe
tiende a dos o tres de los asaltados.
La situación de los liberales era allí de inminente
peligro. Menos en número, aunque la audacia los conducía,
bastaba se impusiesen los batallones enemigos
de su presencia en la casa para que, avanzando pocas
cuadras, trocaran el papel de prisioneros por el de
vencedores.
El momento fue de suprema inquietud para los
liberales. Si no se apresuran a desarmar a los liberales,
si no se distribuyen haciendo alarde de serenidad, al
reaccionar los sorprendidos las cosas hubieran tomado
un cariz nada halagüeño.
171

Al fin llegaron las tropas revolucionarias, a menos
de tres cuadras de las de Domínguez, colocadas en las
riberas del Peralonso, sostenían inútil combate con
Gaitán y el Maceo, situados en La Chuspa y El Saladito.
Todo su empeño tendía a enviar pasasen el río e
ignoraban la prisión de su cabo.
El veterano Soto Ortega, Comandante del Gaitán,
ajeno a cuanto estaba sucediendo, no desistía de hacer
fuego, y ahora éste rebotaba sobre sus amigos. En
vano se le toca cesar los fuegos con la señal de su División.
Arrecian sus descargas, porque desconoce la voz
de la trompeta y ya sus contrarios habían acudido a lo
mismo en son de ardid. Gritan los oficiales de Uribe
Uribe vivas a su jefe. Nada; Soto Ortega se enfurece
por conocer las artes, gastadas por lo repetidas, de las
tropas conservadoras.
Las balas del Gaitán hieren a varios. Por desgracia
no estaba allí Guillermo Páramo, el corneta de Uribe
Uribe, conocido de todos al tocar su vibrante requinto.
Desafiando el más doloroso peligro, el capitán Diego
Márquez atraviesa el río para imponer a Soto Ortega
y al Jefe del Maceo, coronel Varela, de lo acaecido en
Terán.
Viose obligado el general gobiernista a dirigirse a
sus propios soldados para comunicarles la entrega, por
hallarse él prisionero y el ejército revolucionario dueño
del campo. Protestaron los subalternos con ánimo de
perecer en la ocasión, mas su jefe les observó los en-
172

volvía un ejército superior en número, el cual reclamaba
los derechos de la victoria.
Triste debió ser para los sometidos desarmar sus
batallones. El coronel Ricardo Restrepo Uribe, quien
mandaba el Medellín, derramó lágrimas que honraron
la sinceridad de sus convicciones. Se le dejó en libertad
plena. Mayor disgusto experimentaron al ver a sus
soldados aclamar a su vencedor y seguir alegres bajo
sus banderas.
Espantosa es la guerra para los corazones buenos
que asisten a sus matanzas entre hombres conducidos a
ellas por su voluntad y con la conciencia del valor de su
sacrificio; supremamente horrible para quien arrebata
de sus hogares a los humildes y los empuja a la muerte
contra su querer, contra sus hermanos y contra sus
amigos. Para los que en la empresa de sostener intereses
mezquinos, ambiciones sordas y odios seculares
y tristes, arrastran a los combates a los hombres, no
existen penas suficientemente graves en lo humano. A
la contienda asistimos muchos animados de poderoso
sentimiento de amor a las multitudes ignaras. La Revolución
en Santander nunca reclutó por la fuerza sus
soldados. Jamás se castigó un desertor. La certidumbre que
tuvimos de esto aligeró responsabilidades y reatos de
conciencia en muchas almas.
Volvamos a Terán.
Recogidos los elementos proporcionados por la
victoria, tornó Uribe Uribe con sus legiones en busca
del Generalísimo, alojado en el puente de El Caimito.
173

En el cerebro del audaz vencedor germinaba un nuevo
pensamiento: volver contra Casabianca, cuya tropa
debía encontrarse debilitada en su moral, y obligarlo a
combatir o a emprender marcha de regreso al Chicamocha.
El Generalísimo no opinaba del mismo modo, y
sin aguardar a Uribe Uribe, continuó su camino con
las Divisiones de Benjamín Herrera, Leal y Sarmiento.
En Cornejo, orillas del Zulia, débil y enfermo esperó a
su teniente. La escena del drama que allí se representó
parecióse a la ocurrida en Pamplona el 25 de diciembre.
Le entrega Uribe Uribe al Generalísimo Vargas Santos
las espadas de los generales prisioneros y en explosión
cariñosa le manifiesta que el triunfo se debe a los esfuerzos,
a la tenacidad y a los planes del Generalísimo.
Conmovidos se abrazan los dos caudillos. ¡Ah, si los
sembradores de cizaña hubieran sido arrastrados en ese
momento por las ondas de aquel río que salpicó nuestra
sangre!... pero calle la musa de las recriminaciones
estériles, y séanos dado decir con el poeta cantor de la
fatalidad de los pueblos:
No hay compasión ni tregua en el combate
Con tu legión de inicuos, ¡oh Fortuna!
Llegar a Cúcuta, estacionarse en Cúcuta; sólo esto
apetecía el Generalísimo. Era una como obsesión de
su cerebro. No temía los peligros de la propagación de
la fiebre amarilla entre sus soldados; Cúcuta, costare
lo que costare, ¡Cúcuta! Y nos entramos a Cúcuta, la
de los arizáes de rojas floraciones, la de los guarupos
174

semejantes a canastillas nupciales, a la ardiente sulamita
del Zulia.
El pueblo aguardaba a los jefes vencedores; a todos
los quería recibir con alborozo, especialmente a su ídolo,
al de la audacia, al héroe que hablaba con timbre de
proyectil al clavarse en la madera. Se dirigió a la multitud
para convencerla de que él no era allí el triunfador sino
el benemérito patriarca, y rehusaba las coronas porque, en
justicia, debían ser para la frente del anciano caudillo.
Hagamos otra digresión para conversar de las censuras
que frecuentemente se le dirigen a Uribe Uribe.
Quizás ningún hombre público ha sido en Colombia
motivo de mayores ataques de amigos y de enemigos.
Los grandes obstáculos que dondequiera se le oponen
están en razón directa de sus méritos y de los entusiasmos
que despierta.
Su energía incansable precipita a veces la acción a
muchos fines; su falta de pereza le impide dejar en reposo
los pensamientos en su cerebro, siempre vibrante;
tiene la terquedad de los vascos; casta de la cual quizás
proceden la mayoría de los pobladores de Antioquia;
ama demasiado la lucha y se complace en derribar enemigos;
se yergue con arrogancia sobre su yo, y esto no
lo perdona el inmenso número de mediocridades que
pululan en las democracias criollas; no puede permanecer
con los músculos inactivos, que dice Nietszche al
175

hablar de los héroes; lo desconcierta su gloria; no cree
nada imposible; suele olvidar como Bolívar y Santander
el valor del silencio; se inquieta por las críticas de
pequeños malquerientes; parece soberbio, cuando es
humilde; manda con dureza, y en la campaña perdonaba
pocas faltas; combina con serenidad admirable el plan
de batalla, y ya en la brega se exaspera su sangre; no
conoce el miedo, no tiene la localización correspondiente
a él en el cerebro, y esta cualidad sorprendente,
apenas propia de los dioses, choca mal al común de
los hombres; no podemos soportarla en quien reúne
al valor una inteligencia poderosa.
Refiere el general Marbot que entre los aplausos
tributados por Napoleón al Mariscal Lannes, observaba
que tal vez no llegaría a ser un gran Capitán, por la sola
falta de permitirse disputar con sus subalternos.
Supo Lannes lo dicho por su Emperador y corrigió
su defecto. La muerte lo detuvo en el camino de
triunfos, sembrado en plena juventud de los laureles
guerreros.
Si no existe, ni existir podría, paridad entre nosotros
y Marbot, y entre las campañas y los ejércitos de
Napoleón Bonaparte y las campañas y ejércitos de nuestra
humilde contienda de libertad, sí existe semejanza
entre Lannes y Uribe Uribe, aunque fuera sólo por su
bravura y porque de ambos se dirá que disputaban con
sus inferiores.
Los adversarios han calificado la audacia de Uribe
Uribe en Terán de felonía impropia de un valiente y
176

de contraria a las prácticas del derecho, permitidas a
los beligerantes con el fin de obtener la victoria por
medios lícitos.
A la censura, oponemos los siguientes argumentos:
1°. La sorpresa se efectuó dentro de los accidentes de
un combate, en el cual había de esperarse la estratagema
o malicia del enemigo.
2.° Cabía en lo posible que Gramalote fuese poseído
por los liberales durante la lucha, y por consiguiente,
el General Domínguez debía suponer que tomada
la plaza sus expugnadores tratarían de sorprenderlo
por la espalda.
3.° Por torpes que Uribe Uribe considerase al jefe de
Terán y al defensor de Gramalote, siempre imaginaba
que el uno aguardase el evento de la pérdida del
sitio y el otro tuviese precaución de comunicarla a
su compañero.
4.° Las fuerzas enemigas habían usado en otros combates
y en aquel mismo, de gritos falsos, de las ajenas
señales de clarín y del uso de la bandera roja: su
astucia debió prevenirlas contra las represalias.
5.° Uribe Uribe al acercarse al campo enemigo en la
sola compañía de treinta o cuarenta oficiales, desafiaba
peligros ciertos.
6.° Es evidente que Domínguez tuvo conocimiento de
la toma de Gramalote por el teléfono establecido
entre el pueblo y su tienda de campaña. ¿Por qué
177

no se previno? Tal fue la inculpación que le hizo
su segundo, el señor José del Carmen Villa.
La estratagema de Terán no puede considerarse
igual a la ejecutada por Lannes otro de los Mariscales
franceses cuando, deduciendo la celebración de una tregua
entre el general austríaco y el Emperador, lograron
hacerse ceder el paso del Danubio, porque en esto no
existía peligro y era un auténtico engaño.
Los censores de Laureano García, quien no retuvo
a Uribe Uribe en un buque en el Magdalena cuando el
jefe liberal pasó a bordo a conferenciar por llamamiento
de su contrario, ignoran la hidalguía del valor militar
y se equivocan al establecer semejanza entre el ardid
perfectamente permitido por el jus belli, y el desafuero
que hubieran deseado se realizara en el otro caso.
En nuestro diario se halla este párrafo, el cual ha de
servirnos para dar fin a las impresiones sobre Terán:
“Febrero 2 -Pedí la venia al general Vargas Santos
para seguir a Gramalote con el batallón Casanare. A
las siete de la noche llegamos al pueblo. Una que otra
bala rebota en las piedras de las calles. Soldados ebrios
circulan por ellas, y se ven puertas rotas y tiendas saqueadas.
Los jefes no pudieron evitar que al verse libres
sus tropas, después de un violento empuje de bravura,
bebieran aguardiente de inmensas cubas colocadas en
el Estanco. La pugna contra Gramalote, las pasiones
enardecidas con el triunfo y el fuego comunicado a las
entrañas por el licor alcohólico, los deseos de venganza
en quienes sufrieron el saqueo de los gramalotes en
178

otras guerras, excitan a los soldados al despojo bárbaro
de las casas de los vecinos. Por suerte no han cometido
violencias contra las personas. Los jefes no saben qué
medida tomar para contener el desorden. Echan maldiciones
sobre los defensores de la población por haber
dejado esas grandes pipas de aguardiente.
—“Ellos estaban borrachos también y se mataron
unos con otros por rencillas caseras –observa un extranjero.
“El Coronel Manuel José Nieto y yo hacemos salir
del Estanco, auxiliados por el Casanare, a los ebrios.
Vertemos por coyabradas el maldito aguardiente, y conducimos
a sus cuarteles a los dispersos. Distribuimos
el Casanare en patrullas. ¡Qué noche! ¡Dios mío! Me
planto contra una ventana a mirar el horizonte de los
cerros donde palpita el misterio; luces como cocuyos
atraviesan los matorrales. Un tiro suena. El corneta
del Casanare, borracho también, es herido; acudimos a
recogerlo; la bala le rompió la corneta; el disparo salió
del fusil de otro ebrio. A cada instante me figuro han de
bajar los gramalotes a rematar en su sueño torpe a los
incautos vencedores. Me refieren que hace precisamente
tantos años, en un 2 de febrero, fiesta de la Purificación,
los habitantes de este pueblo saquearon a San Andrés,
en García Rovira. No observo nada. ¿Para qué? Hay
momentos en que las multitudes no oyen sino la voz
de los instintos y sería inútil recordarles las virtudes
suaves y generosas”.
Y en otro lugar del mismo diario, bien adelante,
se lee:
179

“Cáchira, julio 20 —Hemos sabido por desertores
del enemigo, que Cúcuta fue tomada a sangre y fuego.
La ciudad sufrió todas las torturas: la saquearon, rompieron
las mesas de mármol, los espejos biselados. Ni
siquiera respetaron a las familias que aguardaron su
entrada”.
180

XVII
Los había sorprendido la noche en la marcha, una
noche de horizontes resplandecientes, acerados
y firmes, surgidos de las reverberaciones del mar,
extendido allá, muy lejos, detrás de las selvas color de
humo dorado por entre las cuales corren el Catatumbo
y el Zulia. Los sorprendió la noche a orillas del Peralonso,
que se precipita con rumor sordo y reconcentrada
cólera formando tumbos entre las piedras.
Las luciérnagas, temblorosas chispas de luz verde,
pululaban en el ambiente de olores de osario, o se
detenían en las campánulas moradas florecidas en los
grumos de follaje dispersos en las veredas amarillentas
y solemnes.
La luna apareció, y su lumbre sugestiva al iluminar
los árboles y las ondulaciones del camino, prestó al cuadro
de la naturaleza ocre, de tierra caliente, un aspecto
melancólico en que se sentía transitar un alma taciturna.
Pasaba la tropa por el campo teatro de batalla cincuenta
días antes. Los soldados iban rememorando los detalles
del formidable choque. Se acercaban al célebre puente
que resplandecía con sus blancas paredes mordidas por
los proyectiles.
181

Y pisaron los despojos de los muertos en la lid.
Albeaban los huesos insepultos; las calaveras blanquísimas,
como de hombres jóvenes, con los dientes
intactos, brillantes y apretados; los fémures y las tibias
limpios de todo nervio por el pico de las aves de rapiña;
los costillares encorvados, como de animales que no se
han disuelto bajo la tierra en estrechos sepulcros donde
los gusanos corroen las cales y fosfatos, donde nuestra
madre silenciosa se asimila su pitanza; las manos con la
piel convertida en pergamino, en guante, por entre cuyas
costuras sacaron los cuervos la carne, dejando los dedos
separados, distendidas sus cuerdas como amenazantes,
como dolientes, como dispuestos a levantarse y a herir
a sus profanadores. Aquello espeluznaba, producía en
Jorge Peralta un escalofrío inarticulado, una compasión
infinita que le hacían creer era su alma el asilo piadoso
de las almas de los muertos insepultos…
Los soldados reían sin leer en el cuadro otra línea
que la grotesca, sin que la poesía de la desesperanza,
la rememoradora de los sacrificios inútiles, de los esfuerzos
estériles, les revelase una nota de su íntimo
sentir, hondo y triste, sin que se escapase de sus labios
la queja del desengaño en presencia de la ingratitud de
los hombres, de los dominadores, de los amos.
“Indudablemente, pensó Peralta, las multitudes son
extrañas al dolor de lo pasado y sólo en los rasgos permanentes
de su fisonomía moral se reflejan en pueblos
y en razas las tristezas, los infortunios de los rebaños
sometidos a la sombra del despotismo, de la miseria y
de la muerte”.
182

¿A quiénes pisaban? ¡Bah!... los despojos de los
enemigos, de los odiados, puestos allí para manjar de
gallinazas y gavilanes.
Y se reían diciendo gracejos mientras colocaban los
cráneos vacíos en estacas a la vera del camino.
Las calaveras estupefactas, con sus ojos recónditos
y sombríos y sus maxilares sardónicos, movían a veces
los dientes cual si masticasen una frase. Mordaz debería
ser la palabra escapada de una boca de esqueleto. Peralta
se estremeció al pensar en el apóstrofe que podía surgir
de repente en las bocas sin carne, sin vida.
El río agitaba sus olas espumosas sobre los peñascos
y las raíces de las ceibas y los písamos. Gemía ahora
con doloroso mugido de bestia prisionera.
Peralta dejando libres los impulsos del ensueño,
se imaginó ver una fantástica ronda de esqueletos, una
danza macabra urdida a la luz del astro color de perla
húmeda, filtrada al través de los árboles dormidos. Las
calaveras animadas por voz inaudita buscaban su centro
en el armazón de los huesos. Incorporábanse tibias y
peronés, vértebras y omoplatos, fémures y cúbitos, e
iban en bailoteo sonoros a ocupar sus antiguos sitios.
Chocaban las coyunturas con ruido de dados en manos
de jugadores expertos; producían los huesos chasquidos
de porcelanas que se rompen; gesticulaban las
fauces escuetas, y las manos enguantadas en su propio
pergamino, aristocráticas en su palidez muerta, finas,
delgadas, como dolientes, le llamaban, le hacían signos
para que se acercase. Iban a decir una palabra...
183

Mas, de pronto resonó en el bosque una música
bárbara, una charanga armoniosa en su desarmonía,
cual compuesta por un Wagner alimentado con savia
de los montes; una música flexible y salvaje, airada y
tierna.
La procesión de esqueletos danzaba a los acordes de
la orquesta escondida en las selvas. Eran instrumentos
indígenas, gaitas y pífanos primitivos que expresaban
en sus acentos, en sus voces ingenuas, la pesadumbre
de una raza vencida, la amargura de la esclavitud y la
ira de los que luchaban antes de someterse al yugo extranjero,
antes de permitir la persecución de sus dioses
y el despojo de sus heredades.
El bimburrio parecía absorber sus sonidos profundos
en su ánima, y las maracas le contestaban con notas secas
y ásperas; los chimborrios, los triángulos, las guacharacas,
los chuchos, las panderetas, atronaban el recinto selvático
con sus agrestes explosiones. El río expelía su vaho
lento y su mugir sordo.
Las gaitas, las castañuelas, las ocarinas y los tamboriles
daban las notas suaves, las que mejor decían la
melancolía de las razas extintas en el amanecer de su
vida. Allí escapábase la queja de chibchas y taironas:
de panches y chimilas; de chitareros y pijaos; la cólera
indomable de calarcáes y nutibaras; los míseros vagidos
de las tribus errantes que van con el carcaj y la manta
por las selvas indianas.
Peralta sentía llenarse su espíritu de angustia sagrada,
de temor semejante al causado por las enfermedades
184

divinas. No era un sentimiento vulgar; era la poesía gris,
ansiosa, atrayente; la sentía penetrar en sus nervios habituados
a vibraciones exóticas. Sus imágenes angustiadas,
sus pensamientos compasivos creaban a su alrededor
fantasmas torturantes y visiones enloquecidas. Su espíritu,
bien lo comprendía él, estaba allí solo, aislado, y no
participaban los demás de sus emociones. ¿Qué habrían
hecho los soldados si hubieran visto la escena del campo
de batalla desde la ventanilla extraordinaria abierta por
él, Jorge Peralta, a las vaguedades del ensueño? Tirar
las armas y las banderas renegando de conquistar una
libertad engañosa que nunca alegró las viviendas de
los pobres con la luz de sus enseñanzas, con el fruto
de sus victorias. ¿Para qué morir con el pecho erguido,
disparando el fusil contra los otros? La libertad era una
mentira. ¿Cuándo habían sido ellos libres? Sí... ¡cuándo!
Vinieran los jefes a sostenerlo delante del montón de
huesos hollados por sus plantas irreverentes, sin conmoverse
en presencia del dolor que auguraban aquellos
restos blancos, agresivos. Los pobres voluntarios ni
siquiera merecían sepultura, dormir todos en una fosa.
Los soldados eran bagazo, cañas que después de rendir
su juego, su sangre, nada valían, nada significaban: pasto
de los galembos (Chulos), despojos que iban a danzar a
la luz de la luna en el campo del triunfo.
Peralta pensó: “Si a estos hombres se les ocurrieran
mis meditaciones, si no fuesen tan sanos para ignorar las
cosas punzantes, se rebelarían furiosos. La desbandada
de la Columna, ¡eso nunca! ¡También era él de los amos y
de los que van adelante por encima de los cadáveres!
185

Para desterrar cualquier asomo de disgusto en
los voluntarios, le propuso su imaginación un medio
magnífico.
Se acercaban a los estribos del puente por donde
pasó con palidez cesárea el general cuyo recuerdo hacía
chispear los ojos de sus soldados con el fuego de un
heroísmo latente.
—Descubrámonos al pasar, muchachos, y que los
clarines saluden al puente con los honores de General
en jefe.
Los soldados reían con la risa cristalina de fuente
limpia, propia de almas sin complicaciones.
Sólo leían la nota alegre, la caricaturesca, la más
exacta, la más humana.
tal.
Realmente Peralta se hallaba demasiado sentimen-
Presentaron las armas y las trompetas tocaron la
marcha de triunfo.
Los voluntarios reían al marchar alborozados entre
el ambiente tibio de la noche, y Peralta continuaba mirando
las manos envueltas en su propio pergamino, las
manos finas, aristocráticas, en su palidez muerta...
186

XVIII
Acampó la mayor parte de las milicias en la
ciudad. Y el resto en sus afueras; más tarde
en El Balconcito, Los Vados y otros puntos. A
instancias de los jefes divisionarios, quienes no veían
peligro en avanzar, dispuso el Generalísimo la ocupación
de las cercanías de Chinácota y de Bochalema en
una larga línea de defensa.
A medida que los liberales avanzaban, retrocedían
los contrarios, al parecer nada dispuestos a la resistencia.
Al enterarse de nuestra falta de acción optaron por
construir atrincheramientos en Chopo, El Oso y los
desfiladeros vecinos, en serie de posiciones afamadas.
Nuestra permanencia en Cúcuta, desde febrero
hasta el 23 de abril, fue verdadera desgracia para la Revolución,
a pesar de que las apariencias engañasen por
el momento con ventajas diferentes de las resultantes
de la acción en la guerra.
Cúcuta fue Capua para los liberales; mas no porque
las tropas se entregasen a la molicie, sino porque los
enemigos aprovecharon el tiempo de nuestra inactividad
empleándolo en sanar el ánimo de sus soldados y
187

en acarrear nuevas fuerzas enviadas desde las más distantes
comarcas de Colombia. Así llegaron a circunvalar
la región ocupada por los liberales. ¿Qué se proponía
el Generalísimo al reconcentar sus fuerzas en Cúcuta
después del glorioso combate de Terán?
Claramente manifestó su pensamiento a los subalternos.
Su plan consistía en la expectativa de acontecimientos
en gestación en otros puntos de la República
y en la espera del armamento comprado por el señor
Jones.
Pasaban los días ocupados en la resolución de pequeños
incidentes, entre el sopor del ardoroso clima y
la escasa inventiva de los personajes principales. El armamento
no llegaba. Era aguardada la correspondencia
de Maracaibo como el maná del cielo. El armamento
no asomaba por el horizonte. El doctor Foción Soto,
quien se había decidido a entrar en la revuelta, disputaba
el precio de los cartuchos y el Rayo, el soñado buque,
el fantasma de los mares con su cañón de dinamita,
se esfumaba en las lejanías de nuestros anhelos. Su
compra en Inglaterra se hizo muy tarde, porque muy
tarde en hora oportuna e inoportuna se decidieron los
antiguos directores de la política a entrar en la aventura
de la guerra.
Los días pasaban en la tarea de organizar un gobierno
de mentirijillas, un gobierno en el que era ministro
universal el primer ayudante del Director Supremo, un
caballero empleado antes de la guerra por el General
Vicente Villamizar, en la apertura de un camino del
188

Sarare. Él firmaba los decretos, las notas, las cartas
del Supremo, redactadas a veces por un Antonio José
Restrepo o un Villamizar Gallardo. Siempre ponía: El
General, Primer Ayudante General, luego su nombre. Sus
órdenes prevalecían sobre las de Uribe Uribe y Benjamín
Herrera, Soler Mariño, etc., y buen cuidado se daba
en hacerlas sentir sobre sus inferiores. Era, por último,
el amigo intimo e indispensable del Generalísimo.
Aquel simulacro de gobierno adolecía de inanidad
y toques ingenuos, y por todo él trasegaba un espíritu
de mediocridad en auge, de campechana burguesía.
Fue lamentable el ensayo, ciertamente lamentable. No
alcanzaron a libertarlo de ser caricatura la grandeza de la
causa defendida en las batallas, la elegancia y distinción
de las mujeres de Cúcuta y el destacarse de cuando en
cuando en los esbozos grotescos una cabeza donde se
adivinaba el pensamiento, o se veía la rama de laurel
y encina.
Tiene el Generalísimo la creencia de que haciendo
las cosas trivialmente, sin comunicarles elevación,
aparece uno dechado de modestia. Así se les daba a los
asuntos en Cúcuta un tinte de trivialidad desesperante,
sin perjuicio de oír sonar la suficiencia en quienes menos
podían cultivarla.
Situó su cuartel General en Las Lomitas, donde
pasamos los mejores ratos de la campaña los a lateres
de la Dirección Suprema. Quedan Las Lomitas en las
inmediaciones de la ciudad, en la vía férrea, a pocos
pasos de la frontera.
189

Cuántas veces desde el corredor de la posesión de
la señora Villamizar de Serrano, mientras las brisas del
Táchira se regocijaban en los quitasoles de los cocoteros
y en la amplia copa de los mamoncillos; cuántas veces
mientras el aroma embriagador de los mirtos saturaba
el ambiente, nuestro espíritu presintió desastres. El Generalísimo
quizá soñaría en victorias desde su hamaca
mecida por el soplo perfumado. Allí estaba el llanero
en su elemento.
Palmeras erguidas y flexibles decoraban el cielo con
sus encajes de oro bañado por un polvillo de azul débil;
madroños fornidos donde sentaban sus parlamentos
los guacamayos y los loros, indianos insufribles; pasaba
por el corral a tarde y a mañana, camino de la dehesa de
suculento pasto pará, el toro con su vacada, un gigante
de piel blanca lustrosa, con manchas negras, digna de
un sultán de las llanuras sin término donde el sol surge
con un bote de escudo sangriento, la tempestad agita
las crines poderosas y cada jaguar es un contendor
dispuesto a combatir contra las retorcidas astas.
Pensaba el Generalísimo en sus fundaciones, en El
Mismís; en El Limbo, dos vastas haciendas recorridas
por su imaginación nostálgica. Acariciaba en sueños el
lomo de sus greyes dispersas en el llano como pueblos
de sencillas costumbres. Las veía dormir escampadas
del sol irascible a la sombra de árboles solitarios y en
el disfrute de la libertad indómita de la vida de los
desiertos. Recalentaba en su mente el recuerdo de sus
arrendajos y de sus turpiales que venían a picar la fruta
en su mano y a prodigarle sus caricias. Oía la traílla
190

de sus cazadores correr por la llanura husmeando las
huellas del jaguar o del venado; y los veía tristes por
la ausencia del amo, volver con los ojos bajos y la cola
decaída a echarse al pie del lecho.
De repente murmuraba frases a media voz, sin sentido,
o cantares de su Llano. Había sido, pensábamos
incalificable crueldad, sacar del regazo de sus hatos al
buen patriarca para lanzarlo al torbellino de la discordia,
a que sufriese las penalidades de la campaña. Pero tantas
veces había empuñado la lanza o el fusil, que también las
refriegas de la tierra y sus quebrantos formaban parte
de sus remembranzas y de sus querencias.
Las armas no venían, y del no venir se felicitaban
los enemigos, que al paso iban juntando batallones a
batallones en sus reductos de Chopo.
Como no se disponía de tiempo, se prescindió de
pedir ganado a Casanare, cartuchos de rémington a las
Antillas y se olvidó arreglar un vestido para las tropas.
Cuando se hizo lo último fue ello de prisa y con precarios
medios.
Se expropiaron los fondos del Lazareto en la seguridad
de poderlos devolver con sus intereses. El dinero
se necesitaba para enviarlo al general Siervo Sarmiento,
con el objeto de pagar la artillería del Rayo. Se tomaron
los rendimientos del Ferrocarril y los de la Aduana
para proveer a las raciones del Ejército. Se trabajó en
los trapiches por cuenta de la Revolución. Se ocurría
a todos los expedientes para suministrar comida a los
cinco mil hombres del Ejército, el Grande y el temido.
191

Sólo se conseguía ración de hambre.
Los impacientes empezaban a murmurar de la prolongada
estadía en espera de un armamento dudoso; a lo
menos iba siendo dudosa su venida. Oficiales y soldados
se aburrían de lo bueno en sus tiendas, en inacción sin
halagos. “Esto va mal, decían; el general Vargas Santos
nos conducirá al desastre: La historia se repite. En 1885,
caudillos jóvenes entregaron triunfante la Revolución a
los mismos personajes de ahora, y éstos la perdieron.
Se echaron a dormir en Barranquilla, dando tiempo a
Mateus y a Briceño para salir por Antioquia”.
En sus campamentos los subalternos disciplinaban
las milicias; hacían estudios del terreno, y con sobresalto
observaban el engrosamiento diario de las huestes
enemigas. Los recursos suministrados a la tropa no
bastaban, y los jefes los pedían más abundantes, haciéndole
con frecuencia cargos al Generalísimo por la
falta de actividad de sus agentes.
A principios de marzo dirigióle Uribe Uribe una
carta fechada en Bochalema, en la cual le exponía sus
quejas por la mala distribución de los víveres, y en
representación de sus soldados le pedía la venia para
ir a tomarlos de los almacenes bien abastecidos de sus
contrarios. La carta, veladamente dejaba trascender el
disgusto de su autor y la pérdida de su fe en la victoria.
En respetuosos términos, era un desahogo natural de
los bríos de Uribe Uribe sometidos a la pasividad, y era
toque de campana inteligente dado en los oídos medio
sordos del ilustre patricio. Convenía recordarle que
192

mientras él dormitaba otros practicaban la vigilancia.
No lo entendió así el Generalísimo, quien entre sus
valiosas cualidades de patriota abnegado, no tiene, por
desgracia, la del don de recibir consejo y la virtud de
examinar con calma la censura de sus tenientes.
Irguióse en cólera y dejó la carta abandonada para
ser leída para cuantos la apetecieran en el Cuartel general.
En presencia de varios dictó respuesta desabrida,
matizada de versalillas en donde aludía a las ambiciones
de su subordinado y a la suficiencia de su carácter.
La réplica de Uribe Uribe fue una visita a Las Lomitas.
Al divisar al Generalísimo, le tendió las brazos
diciéndole:
—Usted no conseguirá que peleemos.
Al fin, en los tres últimos días de marzo arribó el
anhelado armamento en los pesados bongos y lanchas
del Zulia. Constituíanlo 1.500 fusiles malincher con
suficiente dotación y una pieza de artillería de mala
clase.
Vino con el parque el doctor Foción Soto, caballero
de mucho renombre de honradez, temperamento
nervioso, en extremo impresionable, y de los que ven
un tirano en cada caudillo ambicioso de sobresalir con
su esfuerzo. Le recibió el pueblo con entusiasmo y cariño.
Le acompañaba el doctor Antonio José Restrepo,
quien en discurso animado y elocuente presentó a la
multitud, desde el zócalo de la estatua de Santander, la
nueva arma, aprovechando los resquemores de su frase
irónica y sutil para punzar a los regenerativos.
193

Nombrado el doctor Soto jefe del Estado Mayor,
se dedicó a sus tareas como hormiga acuciosa, hormiga
de tierra Caliente. Formó su Plana Mayor con Restrepo,
Secretario, el cual fue designado en seguida para cumplir
una misión en el Extranjero, don Luis E. Villar y dos
Ayudantes de campo. Llevó a efecto la expropiación
de telas para un mísero vestuario que hicieron las costureras
de Cúcuta con amor de hermanas y casi sin
recompensa.
Pasaban los días y el Generalísimo no se decidía
a mover sus reales; aún aguardaba. Como Napoleón
Bonaparte, quería emprender la gran campaña terrestre
en combinación con la escuadra. ¡Qué lejos se hallaba
la nuestra y cuán inciertas, se veían sus operaciones! Se
necesitaba otro cachorrito (con esté amable diminutivo
designa el general Generalísimo los cañones); con otro
cachorrito íbamos a ser invencibles; era preciso adquirir
uno más, de lo contrario, la empresa se malograría.
¡Pobres cañones!, tragados a la postre por el barro y
que, con perdón del General Vergara y Velasco, sirven
escasamente para asustar a una infantería de coraje
como la liberal, en combates donde se pelea siempre
con los peones; que diría el politécnico citado, dispersos
en guerrillas. Científicamente manejada, la artillería
será otra cosa.
Andaba abril por la primera quincena cuando
Uribe Uribe escribió un oficio al Generalísimo proponiendo
un plan para evadir el cerco mantenido por los
enemigos. Acompañó sus minuciosas proposiciones
de los planos del terreno levantados por él y por los
194

ingenieros Olimpo Gallo, de la Escuela de Troy, y Ramírez,
práctico en Colombia. El Generalísimo después
de imponerse de sus particulares, exclamó: El General
Uribe Uribe como tiene tanto talento, nos niega a los demás el
sentido común. Así acogía las indicaciones de sus tenientes;
tal era la buena voluntad de aquel espíritu llamado a
conservar sereno criterio, altas y desapasionadas miras.
Todos los militares de mérito han oído con serenidad
los pareceres y conceptos de sus subalternos principales
para ilustrar sus determinaciones, aunque, como en el
caso de Ulises Grant, les sirvan sólo para ver claros sus
propios pensamientos.
Las noticias llegadas del resto del país eran poco
halagadoras: el triunfo de Peralonso despertó el ardor
revolucionario, mas la escasez de elementos hacía casi
impotente el concurso prestado al Gran ejército. El Tolima
realizaba prodigios con Aristóbulo Ibáñez, los Sánchez,
Rosas (a éste se ordenó por la Dirección Suprema lo
desconociesen), Pulido, Marín, Carriazo, Caicedo, Pedrosa,
Herrán y mil más; sus tenaces y sufridos soldados
ponían en práctica el aforismo de los héroes: “Armas,
las del enemigo.
Un extranjero, que acaba de recorrer gran extensión
del país, hizo en Cúcuta este relato. en son de magnífica
nueva: Los liberales. están por lus cerrus, bien encaramadus,
y los conservadores por lus llanos, porque lus liberales no tienen
fusiles y los godus tienen bastantes, muchus, bastantes.
—Por allá –le decían al Generalísimo–, barren a
nuestros copartidarios.
195

Terminada la operación en una parte, envían a
Pamplona las fuerzas desocupadas.
—Nos han tirado a la cara hasta los trastos –respondía
el Supremo.
Si no eran visibles los esfuerzos encaminados a
sacarnos de Cúcuta y tendientes a recuperar el prestigio
perdido, en cambio las labores de índole política se
conducían con acierto y miras trascendentales.
Los dos cuerpos de tropas designados del Sur y del
Norte se convirtieron en cinco unidades, simples Divisiones
de 800 a 1.500 plazas. De la mandada por Uribe
Uribe se formaron dos: una de 1.200 soldados se puso a
las órdenes del General Luis F. Ulloa, quedándole 1.300
a las de su primer organizador y jefe. Creyóse entonces
que éste no aceptaría se mermase su autoridad y por
grados se le fuesen disminuyendo los medios de que debía
servirse en el logro de la final victoria. Se adivinaba,
lo advirtieron los soldados, el objeto y la intención de
la medida: todo se encaminaba a reducir a Uribe Uribe
a la categoría de un modesto comandante de Brigada.
Corrieron rumores sordos de protesta entre numerosos
grupos y aún se llegó a creer no aceptaría el vencedor
de Terán el nuevo arreglo, dirigido a incapacitarlo para
empresas de mayor aliento.
—Ahora sí –exclamaban algunos–, no podrá el
ambicioso alzarse con la República, después del triunfo.
Ha sido una gran jugada la de los generales Gabriel
Vargas Santos y Foción Soto.
196

Un ingenio muy estimado hizo entonces ésta redondilla,
síntesis de la opinión general:
¡No pasará, si Dios vive!
La nueva organización,
Porque tiene Uribe Uribe
Mucha gente en El Balcón 1
Al imponerse el desposeído de las medidas del
Mayor General, ocurrió a señalar la inconveniencia
del nuevo acomodo. Nada, o bien poco, logró de sus
superiores jerárquicos, quienes experimentaron íntima
fruición, no disimulada, viendo al indisciplinado, al ambicioso,
inclinarse ante sus órdenes, si desastrosas para los
fines de la guerra, admirables para mortificar al caudillo
y para precaver al liberalismo de los resultados de la
preponderancia del señor Uribe Uribe. En el combate
podía mandar las tropas entregadas a Ulloa, pero fuera
de la acción no conservaba ninguna autoridad sobre
ellas. Contrasentido sin antecedentes. Se le permitía
las condujese a la matanza, pero se le retiraba el derecho
de disciplinarlas, de hacerse amar y temer de ellas.
Todo con el fin de que no se desarrollase en las tropas
afecto hacia su jefe, o mejor, para hacerlas olvidar el
apasionado entusiasmo con que lo seguían, porque los
soldados no aman a quien los adula sino a quien los
lleva a la victoria.
Cincuenta y cuatro días, desde el 2 de marzo hasta el
25 de abril en que se movió definitivamente el Ejército,
permanecimos en la provincia de Cúcuta después del
1 El doctor Ricardo Tirado Macías.
197

arribo del armamento conducido por el señor Jones. En
este tiempo no se aumentaron las tropas por estar ya
dado el contingente que podía suministrar la comarca;
no se consiguieron elementos de mayor valía, pero los
enemigos reforzaron su línea.
Una feliz circunstancia se presentó en los mismos
días, la cual, al ser aprovechada, hubiera definido la situación
quedando terminada la guerra de un solo golpe;
en uno de los movimientos de inspección que efectuaban
nuestras fuerzas para reconocer las posiciones de
Chopo se vino a descubrir una senda que, partiendo de
El Diamante, iba a terminar en las alturas desde donde
se dominaban por detrás las trincheras de los contra.
Nuestro jefe, quien profesa la máxima: todo general
tiene el deber de resolver el problema militar que tiene delante,
y sólo debe esquivarlo cuando en ello haya evidente ventaja, se
apresuró a comunicar el descubrimiento al Director, y
aún más, convencido de que lo aprovecharía, dispuso
los cuerpos para marchar al asalto, en combinación con
las milicias de !os restantes brigadieres. El resultado
prometía ser brillante; era una sorpresa bien concertada;
cuando menos lo esperase aparecía el enemigo atacado
de flanco, de frente y por fuegos oblicuos.
No obstante, el Generalísimo desechó la idea como
un disparate que apenas la indisciplina de sus tenientes
podía concebir y hallar provechosa. Al otro día el Jefe
de Chopo advirtió su descuido y con los batallones
llegados, semana por semana, cubrió la vía.
Quedamos literalmente encerrados. Emprender
marcha por Bagueche, único camino que el enemigo
198

simulaba dejarnos libre, era exponernos a un fin triste.
Basta, para apreciar el valor de este concepto, conocer
el desfiladero de El Escorial, infranqueable, tajado en
la roca viva, ruta obligada en tales circunstancias.
El Generalísimo ignoraba en el momento de tomar
la decisión, si el paso estaría o no franco. Nos salvamos
de terminar allí la campaña, gracias a la imprevisión o al
preconcebido intento del Jefe gobiernista. La ocasión
se presentaba propicia para desbaratar a los revolucionarios,
y las ventajas que al emprender la jornada le
suministraba el Generalísimo era de las que no pasaba
inadvertidas ni el más lerdo. También debió resolver en
su hora el problema que tenía delante y no dar largas al
tiempo y facilidades a quienes con rehuir el encuentro
iban demostrando su relativa debilidad. Bien estuvo el
cerco, pero ¿a qué dejarnos salir? No debía contar con
la ineptitud del jefe liberal, y por lo mismo era el caso
de prever que, si salvo de los peligros de Bagueche, con
rápidas marchas lograba remontar el páramo y situarse
en sus posiciones, todas las circunstancias para uno y
otro contendor serían diversas, y en parte se trocaban
los papeles.
¿Quién, por analfabeta que se le califique, iría a suponer
que era el propósito de los revolucionarios amenazar
a Bucaramanga por detrás de Rionegro, después
de permitir la fusión de dos ejércitos enemigos?
Uno puede ignorar la matemática, pero cualquiera
sabe cuántos son dos más dos. Se inclina el ánimo a
juzgar que las faltas de ambos jefes fueron igualmente
graves.
199

Las divisiones situadas en 1a frontera y en Chinácota
se movieron yendo a pasar por las regiones de
la fiebre amarilla, lo cual era innecesario. Este detalle
costó la vida a Néstor Ospina, Manuel José Reyes y
otros distinguidos oficiales.
En el paso del Zulia perecieron varios hombres
arrastrados por las ondas, las cuales arrancaron de un
bote el árbol por donde pasaban en el momento en que
se presentó, sin preveerla, una crecida del río.
Fue un accidente que demostró cómo se acercaba la
fatalidad, y dio motivo a un acto de heróica abnegación
por parte de los soldados negros, de origen caucano,
quienes al ver pereciendo a algunos de sus compañeros
se arrojaron a la corriente y lucharon con ella entre las
sombras de la noche, deseosos de salvarlos, logrando
sacar a varios después de repetidos esfuerzos. Bien
merecería conservar los nombres de los nobles negros
que allí pusieron de relieve sus hermosos sentimientos
¡Héroes sin nombre! No tuvieron más recompensa que
el abrazo de su general, conmovido ante las virtudes
generosas de sus soldados.
Vencida la resistencia que opuso una guerrilla en
Salazar, se continuó la marcha. La vanguardia mandada
por Ardila subió la escarpada travesía a paso
de vencedores; tal era el anhelo de los soldados por
dejar el encierro de Cúcuta. En el propio desfiladero
de Bagueche aguardaba una guerrilla de 50 hombres,
la cual, si cuenta con jefe valeroso, detiene a los 1.000
de la Revolución y da tiempo a que desciendan de
Cucutilla las tropas que, con mejor acuerdo, ha debido
200

estacionar en ese punto el enemigo. Atacados así por
la espalda, detenidos en el boquerón, ¿qué habríamos
hecho? Dios lo sabe. Cobardes o torpes, los guerrilleros
abandonaron la fortaleza natural, satisfechos con haber
muerto a muchos de los liberales, entre otros, al coronel
Prudencio Duarte.
Al relatar este capítulo de las desgracias liberales,
debemos abrir el folleto de la batalla de Palonegro escrito
recién pasados los acontecimientos, y en presencia de
las pruebas de lo afirmado en sus páginas. Nos compete
decir que tuvimos en nuestras manos las cartas
allí reproducidas. 2
Consultadas esas páginas, de cuya autenticidad
hay garantía, nada queda por establecer respecto de la
previsión de que dio claras muestras el General Uribe
Uribe. Estos documentos, la insistencia reveladora
de una convicción arraigada en su mente, salvan la
responsabilidad del caudillo, dejan intactas su gloria
y su reputación militar, y merecen lo que nos dijo, al
leerlos, el general Sergio Camargo, el más importante
e imparcial de los jueces:
Hago justicia al General Uribe Uribe. Lo que él propuso
es lo que ha debido hacerse. Antes de leer el folleto creía que
no hubiera habido en Palonegro un hombre racional. El folleto
comprueba que sí lo hubo.
El 27 de Abril fue ocupado El Escorial y el 30
estaba la vanguardia a órdenes del intrépido Polidoro
Ardila en La Tronadora, fuerte posición en el camino
2 Véase Palonegro por Historiador, págs. 4 a 10
201

de Vetas. Como Uribe Uribe no desistía de llevar al
ánimo del Generalísimo la idea hecha alma en el suyo,
de que nuestro objetivo, al moverse el Ejército debía
ser remontar el páramo extendido desde Tona hasta
Mutiscua, por moda de inspección hizo ocupar a Vetas y
mandó el batallón Bolívar y dos compañías del Pradilla
Fraser hasta Santurbán, o sea a uno como baluarte que
se levanta en la planicie escueta del páramo. Las cosas
empezaban a realizarse de la manera que las deseaba
Uribe Uribe, y sus previsiones se cumplían. El encargado
de la inspección envió sus atalayas hasta las extremidades
del páramo, los cuales regresaron sin haber
obtenido noticia del enemigo. A la gran masa de éste
había llegado tarde la noticia de nuestro movimiento, o
levantaba con lentitud sus toldas. Durante la noche se
hallaba en incapacidad de marchar por el peligro de las
deserciones. La Fortuna estaba de nuestra parte; se diría
que se iba a reconciliar con los liberales; contábamos
con el tiempo y el espacio. ¿Qué importaba el número?
Éramos la mitad en volumen de combate; fundidos los
de Chopo con los de Bucaramanga nos reducían a la
proporción de uno contra tres.
El 2 de Mayo ascendió a Santurbán la descubierta
formada por los cuerpos citados, que se pasearon
por él con entera libertad. Nadie los importunó en
su visita. Con nuevo brío, porque Uribe Uribe mismo
debió dudar de la ocupación del páramo antes que el
enemigo, con el último brote de entusiasmo, le pide
al Generalísimo la ejecución de su pensamiento, que
ordene la marcha da todas las fuerzas hacia Santurbán,
202

que no rehuse la ocasión de vencer; el Generalísimo
vacila, se entretiene en detalles insignificantes, propios
de su edad, y al fin, cuando los que nos encontramos
cerca creemos adivinar su resolución favorable, es
demasiado tarde. En la guerra, como en el juego, en
una hora se gana o se pierde todo. Los servidores de
la Dictadura ocupaban ya las alturas del páramo. La 5°
de sus Divisiones llegó, según parte oficial, el día 3 a la
serranía de Santurbán, que domina por Oriente la población de
Vetas, ya ocupada par más de 400 revolucionarios.
La Revolución levantó sus tiendas el 25 de Abril,
y el 29, cuatro días más tarde, salía de sus atrincheramientos
la vanguardia del ejército llamado legitimista.
El 2 de Mayo han podido encontrarse en las posiciones
elegidas en el yermo 2.500 soldados liberales. ¿Qué
habría resultado entonces la famosa marcha paralela?
En Pescadero, punto de fortificaciones naturales, la
vanguardia liberal, compuesta de las Divisiones de Uribe
Uribe y Ulloa, 2.500 soldados de aquellos que para
Casabianca valían en la proporción de uno por diez de
sus contrarios, hubieran esperado para imponer a los
primeros cuerpos que por allí aparecieran, este dilema:
o aceptar un combate en posiciones desventajosas en
extremo, sin conseguir la fusión apetecida, o emprender
retirada por García Rovira, evitando el encuentro, para
repasar el Chicamocha a marchas forzadas, con la punta
de las bayonetas liberales en los riñones.
¿Por qué el General Próspero Pinzón tardó
cuatro días en decidir su movimiento? Nadie lo ha
explicado.
203

E1 plan de Uribe Uribe pudo haber salido mal en la
ejecución de la batalla misma; pero era plan con lineamientos
precisos, fundados en razones y en hechos; y
si lo aplaudimos aquí es porque nos pareció inteligente,
sin ser nosotros tácticos ni nada parecido, y porque
luego han fortificado nuestra convicción las opiniones
de hombres de guerra como Camargo y Aníbal Currea,
ilustrados teórica y prácticamente en la ciencia de vencer,
los cuales señalaron el punto donde se decidiría la
batalla próxima, que no considerábamos pudiera ser
otro distinto del páramo. Los expertos militares contemplaban
de lejos la lucha, e ignoraban que el general
Vargas Santos tuvo siempre por objetivo conservarse a
la defensiva. Su empeño en ocupar a Rionegro se nutría
con la esperanza de hallar ricas haciendas con suficientes
víveres para dos o tres meses de permanencia en
la comarca. Con razón decía uno de sus subalternos:
Como se nos acabó el plátano en Cúcuta, vamos a la conquista
de la yuca. En realidad íbamos a la conquista de la yuca
y no de la victoria.
Nuestra imaginación nos rememoraba situaciones
de ejércitos semejantes a la de los liberales. Dos guerreros
se presentaban con obsesión en nuestro recuerdo:
Sucre eligiendo tras penosas marchas el punto en el
cual por las ventajas del terreno, igualaría sus fuerzas
en el combate, y Federico con su genio y su audacia
impidiendo la fusión de dos cuerpos enemigos para
batir primero a uno y después al otro.
Aparecer en Pescadero cuando sueña el enemigo
con el encierro de su contrario, era operación tan bri-
204

llante, de efecto tan sorprendente, que sólo pueden
darse cuenta de él los actores en la contienda y los conocedores
de la topografía. Evitar la fusión de las tropas
de Pamplona y las de Bucaramanga, interceptándoles
el camino de Bogotá, era hacer algo de lo indicado por
el sentido común y las reglas más triviales del arte de
la guerra.
Por vagas que sean las enseñanzas de la psicología
aplicada al estudio de las multitudes, no dejan de presentarse
casos en que se puede determinar el estado de
alma de un ejército. Se presentía que los defensores del
gobierno iban a flaquear al verse precisados a combatir
sin el triple cerco de piedra, madera y alambre que los
protegió durante varios meses; se medía la pérdida de
moral en los soldados, a quienes se les aseguró por
mucho tiempo que los revolucionarios estaban imposibilitados
para moverse, y de un momento a otro los
veían encima de sus cabezas. En cuanto a los liberales,
era conocido su arrojo, su constancia, la solidez de su
moral. Una carga con tres mil de esos hombres desbarataría
la gran masa enemiga, y sin darle ocasión de
reponerse la lanzarían por las vertientes del páramo. De
los climas tibios de las honduras del valle nadie hubiera
sido capaz de sacarlos para nueva pelea.
Señalar con anticipación de días o meses el punto
donde se batirá un ejército, siempre fue rasgo de militares
de talento. Llevar al contendor al terreno deseado es
el principio de la victoria, si se cuenta, como en nuestro
caso, con los demás elementos para el triunfo.
205

La descubierta liberal situada en Vetas, por la necesidad
de prevenir lo que intentase el enemigo una vez
dueño del páramo, pues podía cortarnos en la marcha
de Suratá a Rionegro, se retiraba cuando fue atacada a
quemarropa por una división enemiga. La coincidencia
lamentable de llamarse Bolívar su principal cuerpo, y Bolívar
también uno en las fuerzas del Gobierno, dio lugar
al descalabro de Vetas, el cual tuvo resultados morales
desastrosos. La descubierta sorprendida constaba de
160 hombres mandados por los coroneles Manuel V.
González y Tomás Lawson, quienes quedaron en sus
puestos, muerto el primero y herido el segundo. Es,
pues, del todo inexacto que se compusiese de más de
400 revolucionarios, según afirma en su libro Palonegro, el
general Enrique Arboleda.
El encuentro fue de consecuencias funestas para
los liberales, especialmente porque los jefes enemigos
explotaron, como era de esperarse, lo sucedido para
hacer creer a sus soldados en la derrota de 1.500 revolucionarios,
y que su valor y tenacidad no eran tan
grandes como se decía.
Los liberales no son invencibles, gritaban en Bucaramanga.
De esto provino la reposición del ánimo en las
tropas y la bravura de que dieron pruebas en el campo
de batalla siguiente.
El 6 de mayo levantó su tienda el Cuartel general y
se dirigió de Suratá a Matanza. En ésta permaneció los
días 7 y 8, y al fin el 10 llegamos a Rionegro.
Los cuerpos de Ejército se colocaron en obedecimiento
de las disposiciones del Director, en abigarrada
206

línea de combate, en unidades dispersas, sin condensación
y sin frentes iguales. En realidad, no siendo el
propósito del Generalísimo ni dar ni aceptar batalla,
se explica aislase los distintos grupos de sus milicias
de manera de dejarlos incomunicados o muy lejos
unos de otros. Así ordenó al general Rosario Díaz que
se situase en el Alto del Cacique, varias leguas atrás de
la línea principal, y al general Benjamín Herrera, que
colocase la artillería en Los Cocos, muy a la espalda de
Santa Rita, señalado como frente de batalla. La línea
quedó abrazando desde el Alto de Guillén , Boquerón
y La Cuchilla, frente a Matanza, hasta Los Chuchizos y
luego hasta el Alto de Girón; línea larguísima y como
tal indefendible; poligonal o más bien de ángulos entrantes
y salientes, interrumpida a grandes trechos; de
comunicaciones difíciles o lentas; en una palabra, línea
absurda y disparatada hasta no más.
Adoptó estas posiciones sin recorrer previamente
el terreno y guiado por datos que le suministraron
personas apenas iniciadas en la guerra.
Dispuso el 10 que 400 hombres del comando de
Leal se situasen en Los Chuchizos, masa de tierra rojiza,
estéril, terminada en bruscas pendientes, en los lechos
de los ríos Rionegro y de El Ora, quedando por otras
partes encajonado entre selvas.
Una vez en el sitio propiamente designado con el
nombre de Chuchizos, Leal creyó necesario seguir hasta
el extremo de la eminencia porque se convenció que si
permanecía en mitad del espinazo de tierra, sin imponerse
de sus términos, se veía expuesto a una sorpresa.
207

Avanzó a establecer sus toldas en la cabeza de la serranía
donde con lentas o atrevidas ondulaciones se aparta de
otros cerros y colinas. Allí. quedaba la casa de Palonegro
en uno de tres montículos, de forma bastante regular,
y allí puso su campamento el jefe citado.
El general Arboleda, suprimido del Escalafón y
proscrito en octubre de 1901, dice en la página 7 de
su obra:
La Revolución había movido el grueso de sus fuerzas de
Suratá a Matanza y Rionegro, con intención aparente de atacar
a Bucaramanga, pero en nuestro concepto, con la de pasarse a
todo trance a La Mesa de los Santos, dejarnos a retaguardia,
detenernos, apoderarse de los pasos del río y seguir engrosando
sus filas, hasta llegar a sorprender a Bogotá. Así lo comprendió
el Ejército ; y siguió su camino a marchas forzadas.
Por lo visto, Arboleda consideraba al Director en
capacidad de cometer las mayores faltas en la campaña.
Es error juzgar demasiado inepto o demasiado inteligente
al contrario. ¿No seria el colmo de los errores
pretender el paso del Cañón Chicamocha, destruidos
sus puentes, cuando se tenía avistado por el flanco un
ejército poderoso? Mientras más se reflexiona en la
operación menos realizable se halla. Pudo ejecutarse si
se ocupa el páramo desde el 30 de abril con la ventaja
de tres o cuatro días ganados al enemigo y las marchas
durante la noche, fuera de la seguridad de encontrar intacto
el puente de Capitanejo; pero en las circunstancias
en que lo presume Arboleda, el movimiento era una
locura. Es verdad que en agosto pasaron el río por El
Tablazo 500 hombres y un Estado Mayor, valiéndose
de una simple canoa y bajo los fuegos de la artillería
208

enemiga; mas este fue un acto de desesperación, en
cuyos resultados no se tenían fundadas ningunas esperanzas.
Ya la Revolución era en Santander un cuerpo
fisiológicamente impasible.
Tampoco se proponía el Generalísimo atacar a Bucaramanga,
empresa descabellada si las hay, después de
realizarse la fusión de los ejércitos contrarios. El único
plan del director era el de acomodarse en regiones sanas
provistas de víveres, tal fue el objeto determinante del
envío de Leal a colocarse en uno de los muchos caminos
que conducen a las dehesas del Sogamoso, en las
cuales era fama existían miles de novillos. Los ganados
de Chucurí fueron la causa de que se trabara la lucha,
primero con carácter de encuentro parcial, luego en la
forma de una batalla. Ni el general Vargas Santos, ni el
general Próspero Pinzón se imaginaron que en aquellas
colinas se iba a decidir la suerte de tan numerosos ejércitos.
La casualidad trajo a los combatientes al sitio; el
destino facilitó al jefe que parecía llevar en su nombre
el mote de su fortuna, ventajas en que nunca soñó y
ocasión propicia para hacer valer la gran masa de sus
fuerzas. ¡Una ciega fatalidad ha decidido tantas veces
de la suerte de las naciones!
Se refiere que citando al general Próspero Pinzón
le llevaron hasta su tienda el posta portador de la orden
del Generalísimo para Uribe Uribe, en la cual le mandaba
descender inmediatamente del páramo, exclamó
el jefe del gobierno:
¡Estamos salvados! Aquí no manda Uribe Uribe, quien
manda es el viejo.
209

El posta regresó al campamento de Suratá como
azorado porque traía billetes del Banco Nacional con
el retrato del doctor Sanclemente, los cuales veíamos
algunos por primera vez.
210

XIX
Batalla de Palonegro
A
llí, a las tres de la tarde, se rompieron los fuegos
entre las avanzadas liberales y las de la División
numero 13, en el Boquerón, a pocos metros
de la casa de Palonegro. Constaba de 400 hombres la
fuerza revolucionaria, que solo recibió apoyo el día 12;
por consiguiente se vio urgida a ceder, con pérdida de
elementos, ante el ataque de las Divisiones 13, 2, 4, 10
y medio batallón de Artillería llevado durante la noche.
Formaban estas tropas un total de 2.196 hombres. La
desproporción entre los combatientes no podía ser
mayor y los resultados del encuentro fueron adversos
para los liberales.
Así comenzó la gran batalla, grande por el número
de los soldados, por la tenacidad de la lucha, por
la duración y el encarnizamiento, por el heroismo y
constancia de los bandos, pero no por la pericia de los
jefes contendores.
Palonegro fue un pugilato bastante brutal en donde
la ciencia y el arte de la guerra no intervinieron para
nada. Se agotaron los ejércitos en lucha de quince días
211

sin aparecer por ningún lado la táctica, sin que se iniciara
un movimiento inteligente dirigido a colaborar en
la obra de la fuerza. El enemigo poseía todas las ventajas
y apenas en parte supo aprovecharlas. Colocado
en línea continua de batalla, en posiciones extendidas
por las alturas de Rubén y Girón, dominantes en sus
puntos principales, podía con rapidez concentrarse en
Bucaramanga, base de la densa columna de sus tropas,
donde las misas, las músicas estruendosas, los licores
embriagantes repartidos entre los desalentados y los
sermones de los jesuitas, reparaban el ánimo en los que
huían del campo medio vencidos.
La proporción numérica en los ejércitos fue de
uno contra tres. Al empezar el combate la Revolución
tenía 6.500 hombres, contados desde el Generalísimo
hasta el último ordenanza, entre sanos y enfermos. Este
número se aumentó con 500 a 600 soldados reunidos
por el general Rosario Díaz, pero se disminuyó con las
pérdidas de Vetas. No era recluta uno solo; ahí residía
su mérito indiscutible. Se llamaban a sí mismos los
soldados de la libertad, los defensores de su derecho, y
eran los valientes que morían sin dar un paso atrás. Con
justos motivos los temían los defensores de la llamada
República cristiana.
El señor Arboleda hace subir a 14.000 el total de los
liberales. Su exageración no carece de excusa. De otro
modo, ¿cómo podría él explicarse que 5.000, número
aproximado de combatientes efectivos, pudiese resistir
en campo abierto a 11.443 enemigos? Tal es la cantidad
dada por el mismo jefe como monto de las fuerzas del
Gobierno. Por lo visto, cuando la Revolución decía
212

tener 10.000 aumentaba cuatro, y cuando el enemigo
propalaba en sus boletines que disponía de 22.000,
aumentaba once.
Si discutir este punto tuviese importancia, haríamos
un razonamiento ad homine, bastante fuerte. El Ejército
revolucionario se componía de santandereanos, quizás
la mitad, y de cundinamarqueses y boyacenses el resto.
No eran reclutados, como queda dicho, ni de la hez de
los tres pueblos, sino por el contrario, parte selecta por
su robustez y por el término medio de su cultura. Es de
suponerse que en tales circunstancias, y no habiendo
dominado la Revolución nunca un vasto territorio en
Cundinamarca y Boyacá, no alcanzase a reunir en sus
filas a todos sus adeptos en los departamentos nombrados,
fuera de no haber dispuesto de armas suficientes
para darlas a sus voluntarios.
El gobierno con el dominio, apenas interrumpido,
del territorio de Pamplona a Pasto, con los medios
para hacer servir en sus filas desde los niños hasta los
ancianos, con cuantiosos armamentos y papel moneda
a rodo, sólo pudo juntar con los contingentes de
Antioquia, Cauca, Cundinamarca, Tolima, Boyacá y
Santander, 11.443 defensores. Por inexplicable que parezca
el hecho debemos tenerlo por cierto. Para negar
las aseveraciones del general Arboleda no contamos
con documentos.
Trabado el combate, en vez de trasladarse el Generalísimo
al campo, dispuso el envío de 303 hombres
como refuerzo. El 12 mandó la División de Ardila; el
213

13, cuatro batallones del comando de Uribe Uribe; un
día después a Benjamín Herrera; luego a Cortissoz; en
seguida a Sarmiento, y así hasta agotar la masa de su
Ejército. El enemigo cada vez que reforzaba su línea
movia de 3.000 a 5.000 hombres. La Revolución se
contentaba con enviar 300 ó 500; la desproporción
era enorme. Sin este error, aún en Palonegro ha podido
conseguirse el triunfo. Hubiera bastado que los liberales
divididos en dos masas, una para el choque y otra de
reserva, cargasen sobre el contrario en lugar de mantenerse
a la defensiva. Enviados a la batalla por trozos,
por fragmentos, hicieron patente su heroicidad, pero
no lograron sino ventajas parciales, no aprovechadas,
precisamente por el sistema puesto en práctica desde
primera hora.
Una vez en Palonegro, el general Benjamín Herrera
escribió al Supremo pidiéndole con urgencia el envío
de todas las fuerzas existentes y prometiendo que si lo
dejaban dar una carga con 3.000 soldados se apoderaría
del Alto de Girón. El error de los Generales del Gobierno en
Peralonso, decía, consistió en mandar por fragmentos sus tropas
al combate. Vimos la comunicación aludida al llegar a
manos del Director, quien se encontraba en el campamento
de San Ignacio. En el mismo sentido le escribió
Uribe Uribe, después de apoderarse del Alto de Rubén.
General, le decía, estamos triunfantes. Ocupo esta magnífica
posición, y en la mañana, si me envía toda la gente que haya en
esos campamentos, arrojaremos al enemigo más allá del río.
Esta comunicación hizo tocar dianas de triunfo
en toda la línea. Salió en auxilio un pequeño contin-
214

gente, y como no bastase para engrosar lo necesario
la onda que debía partir del Alto de Rubén rebotando
a los enemigos más allá de Girón en el curso de tres
leguas, el puesto conquistado se perdió al ser atacados
los liberales varias veces por fuerzas superiores. Pero
se había detenido la persecución, observa Arboleda. Sí, se
había detenido.
Los errores cometidos por el Generalísimo fueron
de los que no perdonan los dioses inmortales y mucho
menos los débiles humanos. Ni reconoció el terreno
donde iba a empeñarse la lucha, ni colocó el parque
en sitio conveniente ni dispuso la operación de guerra
desde el sitio donde se efectuaba. Cohibió las energías
y apagó las luces en sus mejores tenientes con sus
órdenes indecisas y su falta de pensamiento claro. Los
censuró porque dieron cargas vigorosas con soldados
que sufrían conservándose siempre a la defensiva; los
censuró luego porque habían derramado sin provecho
la sangre liberal. Los motejó de indisciplinados después
de haberlos visto poner todo su empeño en la ejecución
de un plan anárquico.
—Mi error –exclamó un día delante de varios
oficiales–, fue no haber conocido las posiciones de
Palonegro.
Al oír esta ingenua confesión se agravó la tristeza
que sentíamos.
¿Qué pensaría el orgulloso liberalismo? Su ejército
formado por lo más altivo de sus energías generosas,
su gloria, su destino, su sangre, fueron jugados por un
general que no estudia el terreno donde va a dar una
215

gran batalla y no acostumbra programa en sus operaciones
militares.
No menoscabamos la probidad del Generalísimo,
sus méritos de patriota, su constancia, sus virtudes nunca
puestas en duda; pero que se nos perdone el juicio
adverso respecto de sus cualidades en la guerra.
No lo censuramos por hechos cuyos resultados
fatales se vieron más tarde; lo juzgamos de acuerdo
con previsiones cumplidas al pie de la letra.
En Cúcuta nos propusimos, por todos los medios
a nuestro alcance, sugerirle la influencia de un espíritu
contrario al seguido por él en sus determinaciones y en
sus principios militares.
Llegamos hasta a leerle biografías de grandes
capitanes, donde se refieren actos de audacia, como
escritos para la situación en que entonces nos veíamos
los liberales. Le mostramos a Federico venciendo por
un rápido movimiento dos cuerpos de ejército antes
de que se fundieran en uno sólo. Le trajimos a la vista
a Peterborough, joven audaz, sorprendiendo con un
puñado de hombres una plaza y una escuadra, y le subrayábamos
las palabras de Macaulay al contar cómo los
lores meditabundos y circunspectos del almirantazgo
inglés creyeron un deber reemplazar al brillante general
por un Jefe anciano, quien se apresuró a perder 18.000
hombres en la llanura de Almansa, eso si con todas las
reglas de la antigua prudencia.
¡El Generalísimo nos hablaba de la modestia; pobre
modestia que tantas veces no sirve para nada!
216

Volvamos al infausto Palonegro.
Los días pasaban en ansiedad imposible. Los combatientes
desfallecían por momentos, más a causa del
cansancio físico que por merma en su valor y constancia.
Impetuosos oficiales listos a dar cargas briosas
sentían laxitud, algo parecido a lo experimentado por
quien si siendo capaz de levantar peso excesivo se le
obligase a resistirlo en una misma posición durante
horas y aún semanas. Los temperamentos delicados (y
los hay en todas las clases sociales), sufrían lo indecible
entre cadáveres desleídos, cuyos infectos gases desequilibran,
producen mareos insoportables. La mirada padece
tortura en la contemplación de decenas de cuerpos
mutilados que se hinchan en breve y con expresiones
amargas muestran la angustia de los postreros instantes
en doloroso espasmo.
Hay quien, en arranque de cólera bélica, se olvida de
cuanto alienta y con bravura de fiera se arroja a los más
claros peligros; y hay quien, con tranquilidad estoica, se
plante días en el sitio donde, sin rehuir la muerte, vive
entre los despojos de la carnicería. Su olfato se acostumbra
al aire envenenado, sus pulmones funcionan en un
medio que en otras circunstancias mataría irremisiblemente.
Esta clase de valor es la más extraordinaria. Sólo
puede considerarse su mérito colocado el observador
desde un punto de metafísica sombría, algo así como
si el alma del poeta florentino fuese capaz de infundir
en sus lectores el deseo de visitar el infierno descrito
por su numen trágico y dolorido.
217

Al sexto día de la brega semejaba el camino de
Palonegro a Las Bocas una procesión de espectros asediados
por el insomnio, la fatiga y la desilusión suprema.
El desengaño, el horrible desengaño se reflejaba ya en
todos los oficiales, en los soldados. La victoria sería de
los amigos de la libertad siempre que hubiese durado
doce, veinticuatro o treinta y seis horas, el tiempo de
las grandes contiendas libradas en la época moderna.
Pero aquello era sensiblemente estulto, era pugilato sin
destreza, donde el vencedor saldría en definitiva tan
quebrantado como el vencido. Estaban cansados los
liberales de matar y matar infelices reclutas, quienes si
al principio combatieron sin brío, obligados a hacerlo
por temor a los cintarazos, con la duración de la lucha
y el embotamiento de los instintos acabaron por ser
soldados que disputaban con ahínco la victoria y ponían
esfuerzo ciego en su tarea. Los revolucionarios oyeron
varias veces salir este grito de las trincheras enemigas:
¡Empujen para que se acabe esto! Palabras de intención
demasiado expresiva.
Los voluntarios, por su parte, quedaron aterrados
un día al contemplar cuatro o cinco centenares de muertos
que llenaban otros tantos hoyos cavados durante la
noche por los defensores del gobierno para servirles
de protección y de tumba. ¡Qué hombres tan grandes tienen
los godos!, decían en presencia de los cadáveres de talla
teutónica hallados en los huecos. Eran sin duda de los
fornidos milicianos del batallón Artillería, desgraciado
en sus encuentros con los liberales, encuentros de los
que salía en pedazos, pero con gallarda arrogancia.
218

Nuestras tropas se iban agotando en la porfía inútil.
Con tal furia se disputaban los contendores el terreno,
que se diría era la colina estadio sagrado, los campos de
Apolo en Delfos. En la pugna tenaz sólo por momentos
lo dominó el enemigo.
En los días 13, 15 y 16 encabezaron los generales
Uribe Uribe y Benjamín Herrera las famosas cargas que,
a haberlo sido con número suficiente de soldados frescos
en la pelea, terminara favorablemente la batalla. Una
de ellas fue dada con 800 soldados que combatieron
por modo admirable, logrando con su valor inmenso
arrollar las cerradas columnas y producir el espanto en
sus filas. Hubo momentos en que Uribe Uribe tomó la
bandera y marchó adelante con la intuición del triunfo.
Los enemigos huían en torrente y se les vio bajar hacia
Bucaramanga en busca de refugio. Los fuegos se suspenden;
enmudecen las bocas de los fusiles del contrario
y los liberales lanzan el grito de victoria.
Mas ¡oh!, infortunio sin ejemplo, los errores se habían
encadenado en la marcha de la fatalidad y el valor
para cumplir su obra necesitaba que el espíritu llamado
a tenerlo en cuenta hubiese pensado con acierto.
Aquella soberbia carga era un accidente, era un verso
feliz en un poema sin proporciones y sin método. Las
filas de !os imponderables lidiadores se hallan diezmadas.
Las pérdidas ascienden a más de la mitad de la
columna triunfadora; los claros abiertos por la muerte
se ensanchan. Es cierto que al frente de los bravos, El
bravo Cedeño va...
219

Y sin embargo, la batalla presenta aspecto bien
diverso de la de Carabobo: aquí no pueden 200 completar
la victoria, se requieren mil. No se cuenta con
ellos porque las unidades de combate fueron llevadas al
campo por gotas, y la tierra se bebió pronto su sangre.
Los batallones habían perdido sus Jefes, los restos de
unas divisiones se incorporaban en otras. La anarquía
imperaba, la disciplina era imposible.
Los detalles del heroísmo se suceden a cada momento.
Ya son los ayudantes de campo Samuel Pérez,
Arturo Carreño, Germán Vélez, Bernardo González,
Ramón Rosales, Octavio Peña, Larroche, Alfredo Peralta,
Zuleta, los que despliegan su arrojo; ya jefes de
batallón como Noé Cadena, quien se pasea herido por
la línea mortífera en su blanco caballo; o Colmenares
quien asciende solo con la bandera una colina cruzada
por los fuegos; ora son los soldados sublimes y oscuros,
los soldados de Palonegro... que se descubran los hombres
ante sus sombras errantes por el campo desolado,
que se descubran, pero no los mediocres incapaces de
sentir la doble belleza del valor sin fortuna, sino quienes
puedan decir con Rafael Pombo, soldado en el Puente
de Bosa:
No es en la paz donde el valor se prueba,
Ni al firme abrigo de tenaz muralla,
Es en el campo ardiente de batalla
¡Do vale cada paso un corazón!
220

En la carga del 13 sucedió esto: al ascender un
montículo nota Rafael Uribe Uribe que varios soldados
retroceden al parecer sin aliento.
—No se queden, muchachos –les grita.
—No nos quedamos, general –contesta uno de
ellos–. Es que estamos heridos. Y con lágrimas en
los ojos, estrechando el vientre desgarrado, agregó:
—Nosotros moriremos con gusto, porque sabemos que
donde va nuestro general no va ningún general.
Uribe Uribe se detiene un momento a contemplar
aquellos héroes moribundos, y sus ojos que se humedecieron
al referirnos el incidente, también derramaron
sobre el sitio del combate lágrimas ardientes que vinieron
a empeñar por un minuto sus visiones de gloria.
Esos soldados pertenecían al batallón Peralonso,
comandado por Aníbal Barbosa.
En los partes rendidos en Ocaña por los jefes subalternos
se refiere en el firmado por el valeroso Manuel
José Nieto este detalle: Ordené que subiera un soldado a
apagar el fuego, prendido por un disparo de artillería en el caballete
de la casa de paja donde se resguardaba parte de mi batallón
de los tiros de la fusilería enemiga. Hipólito Cubides subió al
techo y orinó en las pajas encendidas, conteniendo el principio de
incendio, pero fue muerto en seguida.
Si en la batalla de Waterloo una palabra de Cambrone
fue inmortalizada por Víctor Hugo, ¿por qué no ha
de existir entre nosotros el poeta capaz de hacer vivir
en la memoria de la humilde Colombia el nombre de
221

Hipólito Cubides? Cambronne fue héroe en la última
lucha de aquel de quien dijo Taine: Era el genio empujado
por el egoísmo. Nuestra lucha fue oscura, pero también
la lidiaron hombres.
Léase algo de lo dicho por Arboleda al contar los
efectos de la carga del 13:
“Los batallones Bolívar y Cundinamarca, los de la
onceava, el Palacio, de la treceava, fatigados con tres
días de lucha sin mayor descanso, diezmados, la misma
Artillería con su jefe, general Urdaneta, herido el
segundo jefe del Bolívar, el valiente de la Hortúa, herido
cerca de las trincheras enemigas y ultimado luego
a machetazos como otros; muerto el primer jefe del
Cundinamarca, coronel Alvarado, y ya escasos de municiones,
se vieron rechazados, desbandados, y hubiera
sido completa la derrota sin la disciplina y orgullo de
la Artillería, batiéndose en retirada, agobiada por el
número, el valor del general García Herreros, con sus
batallones destrozados, y la presencia de ánimo del
General en Jefe, cuando alentando tropas dio la voz:
De aquí ni un paso atrás; aquí muero hoy: ¡los que quieran
acompañarme, quédense!
“Apenas si había llegado el batallón Canal a la izquierda
de las casas de paja, por entonces abandonadas
de amigos y enemigos, cuando oyeron a retaguardia los
gritos ¡Viva la Revolución! ¡Abajo Casabianca!
222

En tal circunstancia, el jefe del Estado Mayor general
García, dio la orden de contramarchar en silencio,
y así se hizo con notable serenidad aunque perdiendo
algunos soldados. A las nueve de la noche se reunió a
los otros batallones de la sexta División, que habían
llegado por la derecha, en el momento supremo en
que la Revolución cargaba casi victoriosa sobre el batallón
Artillería y sus compañeros de la derecha y de la
izquierda.
“La derrota se había hecho sentir, los macheteros de
la Revolución ultimaban a lo heridos, y !os fusileros a los
desbandados, pero se había detenido la persecución.
“Sintióse efectivamente la derrota, por el desorden
y la confusión de muchos, acaso más agobiados por el
número, el cansancio, el hambre y la sed, que por el
temor”.
Refiere luego las diversas emociones experimentadas
por el General en jefe de los gobiernistas al darse
cuenta del descalabro sufrido por sus tropas:
“En llegando a San Pablo me llamó aparte con seco
y habitual cariño, y dijo: Enrique, venga a ver qué hacemos;
estamos casi o completamente derrotados. Yo no era Desaix,
ni eran las dos de la tarde, para haberle dicho: Mi General,
aún hay tiempo de librar otra batalla. Pero su misma
confianza me inspiró profunda calma para decirle: No
nos afanemos, mi General; Dios está con nosotros; voy a montar.
Monté y seguimos todos al Boquerón. Eran las 7 p. m.
Curiosos datos nos suministra el párrafo trascrito
para estudiar el temperamento del general Próspero
223

Pinzón, a quien no se ha discutido suficientemente
por amigos y adversarios. Las palabras Enrique, venga a
ver qué hacemos, son sugestivas, además, y servirían a un
psicólogo en la tarea de analizar el alma del caudillo.
Así no se expresa en circunstancias supremas sino un
héroe sui géneris o un buen hombre. ¿Qué sería el
general Próspero Pinzón?
Aparece humilde, modesto y discreto. Jamás expresaba
todo su pensamiento sobre una operación
militar; nunca se encolerizaba, siempre se veía sonreír,
con maliciosa sonrisa. No inspiraba a sus soldados un
gran entusiasmo ni por su gallardía física, pues era de
escasa estatura y maneras sin garbo, ni por tener el ojo
ardiente y franco de los guerreros, ni por su verbo al
cual faltaba animación y, según refieren, jamás se dirigía
a las tropas para infundirles en proclamas el entusiasmo,
para darles su palabra vibrante que en los labios del
General es como la empresa de los escudos. Era obedecido
por respeto, por disciplina y por cariño, pero no
porque arrebatase las voluntades y se impusiera sobre
sus subalternos por el dominio de su talento. Magnífico
general para un ejército de católicos organizado por un
gobierno de derecho divino; magnífico para disponer de
una masa de hombres impulsada por intereses seguros.
General revolucionario, aún entre conservadores habría
pasado en silencio. Nada tenía de Julio Arboleda, ni
siquiera de Briceño.
Era religioso hasta parecer su religiosidad excesiva
a los menos piadosos de sus oficiales. Todos los
días, en medio del combate, oyó misa en la mañana
y comulgó. Su fe pasaba por ser de las más sinceras.
224

Cuentan algunos de sus tenientes que en el terror y la
confusión producidos el 13, se recogió por un cuarto de
hora en una casita para rezar y que sgranava il suo rosario
nell’ombra é mormoraba dolcemente il pater noster. En lo recio
de la lucha exhortaba a la oración, y a la manera de San
Luis peleaba con la cruz antes que con el filo del acero.
Terminada la gran fatiga se dirige a Bucaramanga, y es
recibido por el clero en la puerta de la Catedral donde
resuenan luego las notas y preces del Te Deum.
“Después de esto, dice Arboleda, expidió el siguiente
certificado como un acto de fe y patriotismo:
Hago cosntar que el señor General Luis Eusebio González
está para reunir entre los individuos del Ejército y los partidarios
del Gobierno, la suma de tres mil pesos ($3.000), ofrecida
por el infrascrito al pan de San Antonio, por el triunfo de la
legitimidad.
Bucaramanga, Mayo 26 de 1900
El jefe de Estado Mayor General del Ejército, encargado
de la Comandancia en jefe,
225
Próspero Pinzón
En la guerra se olvidan y se apagan los sentimientos
religiosos. En el combate se piensa en el triunfo o en
la derrota, en vencer o en huir; el instinto de conservación
se afirma o se embota en el alma sin detenerse a
considerar el juicio, las consecuencias ultraterrenas de
la muerte. Ni el infierno ni el paraíso acuden a sobreexcitar
las pasiones de los guerreros.
Para los cristianos auténticos, concurrir a la guerra
aún en el caso de la más legítima defensa de sus

derechos, es un pecado. Así lo ha sostenido Tolstoi,
pensador y apóstol, y los católicos en el Congreso
celebrado en París. De modo que en conciencia de
perfecto cristiano el acto de pedir a Dios, al Dios de la
nueva ley, su intervención en la suerte de las batallas,
es blasfematorio.
Los individuos que piden a la divinidad perdón del
pecado que van a cometer en seguida, también violan
la sentencia evangélica. Esta parece ser la genuina enseñanza
de Cristo; en cuanto a los arreglos hechos por
la teología, son bien distintos de la pura doctrina. Los
paganos imploraban el auxilio de sus dioses porque
éstos compartían la dote de las pasiones humanas; se
interesaban directamente en sus empresas y en veces
participaban de la cólera de los mortales. Jehová era
asímismo el dios de los Ejércitos. Pero Cristo abrogó
su ley de sangre y en nada se asemejó a Juno ni a las
demás deidades del Olimpo, las cuales bajaban a pelear
al lado de los hombres.
Con todo, debe ser hermoso combatir en nombre
de nuestro Dios y tener la firme confianza de que El
nos bendice entre la matanza. Es justo considerar las
fruiciones experimentadas por el general Próspero
Pinzón en medio de las explosiones de su fe en el Dios
de los Ejércitos. Allí residía la fuerza de su espíritu y
toda fuerza moral debe apreciarse. El fenómeno fue
observado entre los carlistas españoles. Nadie concibe a
Moltke rezando en Sedán; a Roosevelt en Santiago, con
el rosario o la Biblia, mientras se dispone el formidable
cañón de dinamita. A los generales boers los pintan con
226

su Biblia y su pipa, pero suponemos que a la hora de
las batallas las dejarían en sus tiendas.
La que mejor probó en Próspero Pinzón la conciencia
delicada de creyente fue su vacilación en los
últimas días de su vida. Cuando tomó la espada para
salir en defensa del Gobierno combatido en la prensa
por él, empeñó su palabra de hombre leal a su superior
jerárquico, que lo era en definitiva el jefe del Estado.
Comprendía, sin lugar a duda, que la legitimidad en la
Regeneración estaba representada por la persona del
señor Sanclemente.
La lealtad es virtud profundamente estimable y religiosa.
No aceptaba Próspero Pinzón, ni podía aceptar
en su fuero interno, que se tuviese a Peralonso como
la derrota de los nacionalistas y a Palonegro como el
triunfo de los conservadores, pues en uno y otro campo
habían combatido los regenerativos sin distinción de
nombres. El golpe de cuartel ejecutado el 31 de julio
de 1900 tenía que ser para Próspero Pinzón un acto
irreligioso. El triunfo había sido conquistado por el
esfuerzo de los nacionalistas y para el nacionalismo.
Los laureles mismos se marchitaban, y la situación del
vencedor era la de un cónsul a quien imponía línea de
conducta el nuevo César. Pinzón había sido nacionalista
de pura cepa cuando ese nombre representaba la mayor
adhesión al clero y el rechazo en todo terreno de las
aspiraciones liberales. Bastaría recordar su viaje a Sopó
con el propósito de traer al señor Miguel Antonio Caro
para posesionarlo nuevamente de la presidencia ejercida
227

de paso por un histórico, quien prometía moderar el
absolutismo imperante.
Colocado entre sus deberes de militar que había
recibido la espada de Sanclemente, y los hechos
cumplidos, se inclinó ante éstos no sin demostrar sus
inquietudes de conciencia.
Acudió al llamamiento del anciano depuesto de
su alto empleo, prisionero en Villeta, el cual si no engañan
las lenguas, lo recibió con estas o semejantes
palabras:
—General, supongo que usted viene a darme cuenta
del resultado de la campaña que confié a su lealtad
y a su pericia.
—Sí, Excelentísimo señor –contestó don Próspero,
con la eterna sonrisa de sus Libios.
—Pues está usted nombrado Ministro de Guerra.
Vuelva usted a Bogotá, siga consejo de guerra verbal a
los traidores... y fusílelos.
No rechaza el nombramiento. Regresa a la capital
y le dirige a Sanclemente un telegrama indeciso. Lo
redactó su amigo don Miguel Abadía Méndez, porque
Pinzón no se sintió con fuerzas para dictarlo, si bien lo
firmó quizás con la perpetua sonrisa en los labios.
Hay una intención en su vida pública merecedora
de nuestro respeto, si el respeto no lo tuviera conquista
conquistado en el liberalismo por haber sido su enemigo
de siempre: quiso hacer la paz en el año de 1900,
228

fue suficientemente perspicuo para adivinar que el poderoso
contendor de Palonegro prolongaría la lucha en
persecución de sus derechos y que la guerra sólo podía
terminar con tratados.
Tal fue, en pocos rasgos, el caudillo a quien llamó
un reverendo hermano terciario al referir que había
ceñido el hábito de la orden mencionada, el cruzado
cristiano de 1900
No habiendo aceptado el puesto que le señaló el
presidente, recibió el empleo de director de operaciones,
otorgado por el nuevo poder, y en su desempeño, al
conducir un parque de Honda, contrajo la fiebre amarilla
y de ella murió al empezar el siglo XX
Por decreto dispuso el señor José Manuel Marroquín
se le entregasen a la viuda e hijos del General $
200.000 en papel moneda por modo de recompensa, y
el cuerpo, después de recibir honores pomposos, fue
depositado en un sepulcro de piedra, no lejos del sitio
en donde reposan las cenizas de Francisco de Paula
Santander.
Por ahí al octavo día de combate resolvió el Generalísimo
intentar un asalto a Bucaramanga con fuerzas
que vadearían durante la noche el río del Oro. Fue
designado para realizar la atrevida empresa el coronel
Arturo Carreño, quien, a pesar de su indiscutible valor
y de haber aceptado la comisión, confiaba poco en los
229

esultados de ella. Estuvo lista la gente y no se efectuó
el asalto por haberse trabado recio combate a la hora
en que debía partir la expedición. Los jefes de operaciones
consideraron inútil y descabellado el intento. Ya
era tarde. Las tropas, los restos de los batallones arrogantes
se hallaban rendidos por todas las adversidades.
El enemigo relevaba constantemente su línea, y los
revolucionarios se veían obligados a permanecer días y
días en unos mismos puestos, contándose casos como
el del batallón Terán, mandado por Joaquín Venegas,
que soportó el ataque por espacio de trece jornadas con
sus noches sin ser reemplazado por nadie.
La flor de nuestros soldados había caído en los
surcos del desastroso campo y jefes distinguidísimos
como Neftalí Larreamendi, Eliseo Suárez, un millonario
que vino desde Nueva York a ser comandante del
batallón Plata, Pedro Sánchez, Francisco Hernández
y tantos otros cuyos nombres aparecen en los partes
extraviados en las peripecias de las marchas. Heridos
estaban Soto Ortega, Carlos Hernández, Enrique Valencia,
Ardila, Soler Mariño, Zabala, etc. Aún presidían
los tenientes principales: Uribe Uribe, silencioso ante el
desastre; Benjamín Herrera, siempre sereno; Sarmiento,
sonriente en los peligros; Leal, con su tranquilidad de
sportman; mas la parte óptima de los voluntarios había
empapado con su sangre la ingrata tierra de Palonegro
y Lebrija.
Un día vimos encaminarse al combate el batallón
Girardot. Era digno del héroe del Bárbula. Muchachos
de diez y seis a diez y ocho años, nerviosos y alegres;
230

los conducía su jefe Carlos Hernández, imberbe, delgado,
pálido y sonriente. Allí estaba representada la
raza suramericana, mezcla de aborígenes y españoles,
estremecida, inquieta, briosa y sin miedo. Eran la flor de
canela de nuestros bosques tropicales, la flor nacida en
los valles tostados por la llamarada de un sol encendido
como masa de cámbulos sobre cielos azules.
El hospital establecido no lejos del campo de batalla,
lo dirigía el cirujano Juan de Jesús Martínez.
Una noche nos condujo a visitarlo. Era un edificio
de vastas proporciones, cerrado por paredes blancas.
Una vivienda de labrador tranquilo, convertida inesperadamente
en hospital de sangre. Había en la corraleja
camillas humildes, de palos toscos y ramas; las mulas
en que fueron trasladados algunos heridos tascaban
con mansedumbre y resignación los frenos, o miraban
con ojos aletargados, como ónices amortecidos por
el rayo de la luna, los puñados de yerba regada en los
pesebres.
Salía del recinto del hospital un caño oloroso a
hierro y se atropellaba en las puertas una queja aguda y
sorda escapada del interior del edificio, de lo profundo
del dolor de los agonizantes. Era un ulular como de
ondas marinas rotas en la soledad contra los escollos.
Entramos: los corredores estaban iluminados por
teas de cañas exprimidas, y su resplandor vacilante
231

engrandecía o menguaba las actitudes de los heridos
acostados en el suelo. Unos se retorcían con angustiosas
muecas, otros guardaban silencio valeroso. Los
primeros a quienes nos dirigimos eran soldados del
enemigo. Extendido el brazo, uno de ellos contemplaba
con fijeza su mano izquierda desgarrada, semejante a
una flor monstruosa. Sonrió el herido, como diciendo:
Yo soy un intruso. Perdonen ustedes.
En las salas, sobre bancos y camas duras, doscientos
heridos se desangraban. Unos con las piernas o los
brazos rotos; otros atravesado un pulmón, abierto el
vientre.
Al notar la presencia del médico varios se incorporaron;
brilló en todos una ráfaga de febril alegría.
Mas en seguida, cual si apenas hubiese aparecido en
sus ojos la esperanza de morir aprisa y no la de curar y
sentir aplacados sus dolores, cerraron los ojos y, por un
momento, se les vio reconcentrarse en si mismos.
—Tengo sed.
—Balazo maldito
—¿Hemos triunfado? ¿Triunfamos, doctor?
Y al comprender la angustia reflejada en la sonrisa
de Martínez, el que preguntaba se volvió hacia el rincón
de su lecho, y murmuró:
—¡Más vale morir de una vez !
Las antorchas chispeaban con fuego mefistofélico
y la luz de la luna penetrando hasta los ladrillos de la
sala tenia algo de irónico y maligno.
232

El cirujano multiplicaba sus fuerzas. Ponía vendajes
en un brazo, bañaba una herida abierta en el pecho, de
carnación suave y rosada. Aquí palabras consoladoras,
allá el gesto de la desesperanza.
—Que no nos dejen, doctor, si se marchan.
—No, contestó el cirujano, no se afanen.
De pronto se oye, traído por la ráfaga húmeda, en el
silencio espantoso de la noche, el ruido de los batallones
que desfilaban tratando de acallar los pasos.
—¡Sé van! –exclaman cien bocas en la vasta sala–.
Es la marcha. ¡Nos abandonan!
Muchos se arrojan de sus lechos haciendo un esfuerzo
de suprema energía.
Los oídos afinados por el dolor perciben la marcha
nocturna. El instinto no las ha engañado, y los
rumores insensibles llegan hasta ellos, los adivinan y
los presienten.
—No –dice el médico–, aún no.
Y de pie, en la puerta, iluminado por las antorchas,
baja los ojos enardecidos como si tratara de contener
en su alma la ola de impotencia que lo abruma.
En Rionegro tres hospitales se colmaron de heridos.
Allí el doctor Jesús Maya Laverde, con Valencia,
Fernández, Posada y otros amigos de !a humanidad no
233

alcanzaban a hacer las primeras curaciones. Notamos
que la mayoría de los heridos recibieron el proyectil en
el brazo izquierdo.
De nuestros cálculos dedujimos que la Revolución
había tenido 1.700 heridos y 1.000 muertos. Los enemigos
no tuvieron, según Arboleda, sino 1.600 bajas,
aunque confiesa que de 13.000, monto de su ejército
el 26 de abril, aparecieron 8.000 el 3 de junio. La Revolución
hizo respecto de su enemigo cómputo bien
diverso: en Palonegro pelearon 22.000, contando las
reservas mandadas de Tunja, Sangil, etc. Por pérdidas
de sangre, deserción y enfermedades, quedó después
de Palonegro y Cúcuta reducido el ejército gobiernista a
12.000 combatientes.
Indudablemente, el general Próspero Pinzón hizo
derramar mucha sangre en defensa de un gobierno
calificado por él de inicuo desde las columnas de un periódico
de oposición. Que sus veleidades le hayan sido
perdonadas por el Dios a quien el general complicaba en
sus empresas, y que la sangre de sus soldados, si derramada
por causa odiosa para !a civilización, se convierta
en germen de paz y sea fecunda para la libertad, que es
la vida.
El 25 de mayo, protegidos por la noche, los revolucionarios
abandonaron silenciosamente el campo,
donde se hacía ya imposible la perma nencia de seres
humanos. Una fiebre rara, como producida por el estra-
234

gamiento de los sentidos y las enfermedades causadas
por falta de agua o el consumo de líquidos infectos; la
viruela, la tierra nauseabunda, los cadáveres que pedían
ya que no fosa, a lo menos calma; el cielo que vibraba
relámpagos secos; la fatiga extraordinaria, todo imponía
al Ejército liberal la variación de su línea de batalla y le
indicaba dar un paso atrás para situarse lejos de la horrible
zona de Palonegro. Así se ejecutó. Lentamente y con
orden levantó sus toldas y fue a colocarse en los cerros
de Las Pajas y en San Ignacio, punto aún más cerca de
Bucaramanga que Palonegro. Los enemigos, al enterarse
del cambio, avanzaron con cautela, poniendo fuego a
los edificios hallados en su camino. Al encontrarse a
tiro de fusil, se les contuvo en la marcha.
El primer paso es el que cuesta, y el primer paso
atrás de los liberales infundió ánimo a los contrarios.
Entonces, se le ocurrió a su jefe o encontró oportuno,
el único movimiento estratégico efectuado durante la
interminable batalla.
Cuando en uno de los días de Palonegro alguien le
preguntó a Rafael Uribe Uribe:
—¿Qué piensa usted de cuanto está sucediendo?
—¡Qué he de pensar! A su tiempo expuse mis
opiniones y por desgracia se están realizando al pie de
la letra. No me explico por qué Próspero Pinzón ha
preferido esto a envolvernos por Matanza.
La operación era clara. Desde el tercero o cuarto día
la Revolución retiró las tropas colocadas en La Cuchilla
en protección de la espalda de su ejército. El camino
235

de Rionegro a Matanza quedó desguarnecido y aún
sin vigilancia. El enemigo no quiso cerrarnos la salida;
prefirió confiar su suerte a la pelea de toros empeñada
en las colinas de Palonegro, con las astas rotas y el testuz
ensangrentado. Al imponerse de nuestra retirada resolvió
enviar una División a salir por la cortadura que,
partiendo del Llano de Don Andrés, conduce a La Cuchilla.
Llevada a cabo la operación dos días antes hubiera
caído la gente legitimista sobre Rionegro indefenso, y
con avanzar a Las Bocas nos cortan toda retirada: Bucaramanga
por un flanco; la línea enemiga de Palonegro a
Lebrija, al frente; las selvas inexploradas del Magdalena
y sus afluentes, por el otro flanco. Tal hubiera sido la
situación de los liberales si Próspero Pinzón alcanza
a tener iniciativa. Pero, ya porque pensase más en sus
oraciones que en la táctica; ora por falta de brío, o
bien porque su buen corazón no anhelase retener los
despojos de sus enemigos, los dejó partir camino de El
Playón, contentándose con interceptarles el de Cúcuta,
y esto lo puso en práctica a la luz meridiana, de modo
que al observar nosotros con los catalejos el desfile de
cerca de 1.500 hombres en dirección de La Cuchilla,
levantamos las tiendas el 27 de mayo, no sin haber antes
dado respuesta a la descortés nota del Comandante de
las fuerzas legitimistas al Comandante de las fuerzas
revolucionarias.
Palonegro no fue para los liberales una derrota infligida
en el campo; jamás se aproximó el ejército de los
reaccionarios, que no fuese rechazado. Palonegro fue el
Beresina para sus huestes, desastre que pudo ser defini-
236

tivo si Próspero Pinzón no les tiende puente de plata...
Sólo que hay enemigos a quienes no se les deja huir,
porque son más peligrosos vencidos que vencedores.
237

XX
E
l estruendo de la fusilería era formidable. Desde
tres puntos salían los fogonazos aburelados de
cinco mil armas disparadas sin intermitencias
perceptibles. Simulaban brazos infatigables en cuyas
manos se incendiaban haces de cerillas mojadas. Se oía
un resoplar de monstruo fatigado y dolorido.
La noche estaba de mal humor, profundamente
atediada, y estragantes nubes se cernían en la bóveda
del cielo, mezclando sus rayos al furor de la batalla y
su luz desequilibrada a los resplandores de la fusilería.
Diríase que bajaban las chispas eléctricas a interrogar
a los hombres por mandato de las deidades, y que Prometeo,
ya devuelto al Olimpo y perdonado por Jove, se
arrepentía de haber robado el fuego para los mortales.
Los enemigos se habían valido de la oscuridad para
dar tenaces cargas en que prodigaban sus cartuchos.
Nuestros soldados se iban habituando a estas acometidas
furibundas, de las que poco se cuidaban en tanto
no vieran aproximarse las sombras iluminadas diabólicamente
por la luz de sus propios disparos. Más de
una vez sucedió que los voluntarios se apercibiesen al
grito de ¡se nos vienen los godos! y, tendiendo los fusiles a la
239

ventura, disparasen contra el invisible enemigo; y como
no oyesen silbar los proyectiles del contrario, caían en
la cuenta de que estaban apuntando al cielo, y que las
detonaciones secas y rápidas de los truenos de la tempestad
cercana, eran las descargas a que contestaban.
La ilusión aparecía completa, y las miradas se elevaban
desde la tierra al cimborio sombrío, interrogantes
en su mudez triste...
En una ondulación del terreno, recostado en un
árbol de copa desgarrada por los proyectiles, se hallaba
Jorge Peralta acompañado de tres camaradas, en
observación de aquel espectáculo que por momentos
hallaba extraordinariamente hermoso. La tempestad
combinaba sus fuegos con los de la batalla y sus manojos
de rayos caían serpenteando con ira. La luna, a la
cual abrieron trabajosamente el paso las nubes coléricas,
se asomó como una flor cineraria, de mármol, mordida
por los rayos. Era una luna enfermiza, febricitante,
con mareo, que se retorcía, una pupila acuosa, un ojo
doliente, medio turbio, semejante al único que nos
clavan ciertos mendigos cuando nos miran ironizando
en sus reconditeces. La luz de la luna bañó con infinita
melancolía los caminos de tierra amarilla, cubiertos de
cadáveres, los matorrales de hojas ásperas, las rocas de
una impasibilidad odiosa.
Peralta trataba de no asociar la naturaleza al pensamiento
de los hombres. La veía participar de sus odios
y de sus amarguras. Las cosas reflejaban el alma de los
combatientes; y él analizaba en medio del cuadro espantoso
en que la muerte pasaba como un vientecillo
240

efrescante y la vida era un cálido hervir de la sangre.
Analizar en tales momentos era horrible estado del
alma. No poder sumergir en un pozo de bestialidad
todos los instintos generosos, es una desgracia, un
contrasentido, es hallarse siempre desadaptado.
Mientras la luna se retorcía disputando a las nubes
su punto de observación, se acercó al grupo formado
por Peralta y sus camaradas una mujer que traía una tea
de bagazo de caña impregnado de aceite; la luz viva y
el olor penetrante daban claros indicios de la mixtura.
Era una pobre vieja vestida de harapos, con los cabellos
entrecanos y la boca de expresión angustiosa. Caminaba
encorvada; con la tea iba examinando el suelo,
las ensenadas de las veredas, los huecos, los bultos y
hasta las sombras indecisas que se esfumaban en los
matorrales. Cuando encontraba un cadáver se detenía
sobresaltada, alumbrando sus facciones y decía: ¿Será
éste? .... ¿Será éste?... Otras veces examinaba con atención
los cadáveres, volvíalos para contemplarles el rostro;
intentaba distinguir el color de las blusas entre la mugre
y la sangre. Unos se encontraban desfigurados sobre
toda ponderación y era imposible reconocerlos. ¡Qué
instantes tan fríos para el alma de la vieja! Vacilaba,
se detenía con los ojos fijos en el cielo, y gemía con
gemidos agotados, empobrecidos, de perro miserable
que no halla asilo en ninguna morada.
¿Este será?... ¿Este será?... Y se alejó en busca de su
muerto, murmurando oraciones ininteligibles.
La carga continuaba feroz. Los soldados de la libertad
por no desperdiciar los cartuchos, contestaban
241

apenas los millares de bocas de fuego que rociaban
el aire de proyectiles, formando una tela de araña por
encima de sus cabezas.
Cuando Peralta llegó a su tienda aún resonaban
los disparos, pero él sólo oía las palabras dolientes de
la anciana: ¿Este será?... ¿Este será?... y, únicamente contemplaba
esa luna bamboleante, borracha, que sonreía
cual ojo turbio mientras disputaba lo infinito del cielo
a las nubes de color de plomo.
242

XXI
A
ntes de emprender la retirada, celebró Vargas
Santos un Consejo de generales al cual asistieron
Foción Soto, Benjamín Herrera, Sarmiento,
Uribe Uribe, Leal y Rodríguez, para designar 1a vía
que conviniera tomarse. Quedaban tres: la de Cúcuta,
por donde vinimos al desastre, se hallaba interceptada;
y dos para Ocaña, la de El Playón a La Cruz por el Palo
del Cuento, transitable de buenos climas y abastecida de
víveres, o la de Torcoroma, que parte de las orillas del río
Cáchira y por montañas del Magdalena atraviesa treinta
y dos leguas de selvas hasta salir a Los Ángeles. Por la
primera se decidió Benjamín Herrera, intérprete del
querer de un grupo de fuerzas. Se hubiera tomado ésta
sin vacilación a ser posible, porque conducía a la ciudad
donde se encontraban 1.000 soldados patriotas con
suficientes elementos. Por la marcha a Ocaña opinaron
el Generalísimo y Uribe Uribe; mas éste se inclinó al
camino del Palo del Cuento atenido a sus ventajas y a que
dejaba la opción de seguir a una u otra de las citadas
ciudades. Antes de emprender la jornada comisionó al
coronel Marco Aurelio Lobo para dar informe al jefe
Supremo acerca de los peligros e inconvenientes que
243

ofrecía Torcoroma. El Generalísimo se limitó a manifestar,
sin oír la relación de Lobo, su firme propósito
de atravesar la montaña. Así quedó resuelto.
Mientras Uribe Uribe hacía recoger el armamento
sobrante para hacerlo trasladar a lugares seguros y
dejaba en libertad a los prisioneros después de comprometerlos
a obtener la liberación de igual número
de liberales, las quebrantadas huestes emprendían a las
doce de la noche del 27 de mayo el deletéreo camino
de la montaña.
La noche... en realidad no supimos cuál era el aspecto
de la noche, tan oscuro se mostraba el fondo de
nuestro pensamiento como el de una cisterna abierta
en las profundidades de la tierra, tan reconcentrada el
alma en su propia tristeza, que a modo de autómatas
seguimos la ruta elegida. Resonaban los ferrados cascos
de las mulas en los empedrados de Rionegro, y se oían
las quejas de los heridos, quienes exclamaban: Se van y
nos dejan en poder del enemigo.
Muchos intentaron, sin conseguirlo, incorporarse
en el lecho, y dos o tres centenares prefirieron la viacrucis
que empezaba a desprenderse de sus compañeros y
de su bandera. Algunos de los más graves espiaron allí
escuchando la marcha fúnebre del cortejo de sombras
que se metía en la selva, mar adentro.
Fue fatigosa la primera jornada por una senda
estrecha anegada por los arroyos y obstruida por altas
malezas.
244

En la tarde del 28 acampamos en El Playón. Las
lluvias arreciaban en aquellos fines de mayo, y conducir
los despojos del heroico Ejército por veredas abiertas en
las selvas bravías para ganados camperos, era llevarlos a
la tumba. Los inexpertos no medíamos completamente
las consecuencias de lo intentado, y quienes estaban en
aptitud de conocerlas por haber conducido ganados
por trochas semejantes, no tuvieron compasión de los
hombres.
En el pórtico de !as selvas que vamos a recorrer
se encuentra el río Cáchira, abundoso y resonante, cubierto
de espumas y hojarasca. Piedras de gran tamaño
descienden con bronco resonar de carros subterráneos,
y árboles destrozados por las aguas golpean las rocas
de las orillas, o con violento empuje desarraigan nuevos
troncos, los cuales se apresuran a formar en la danza
del río.
Mientras sosiega su ira el dios de las aguas, centinela
en la portada de la soledad magdalénica, la vanguardia
se detiene bajo los árboles de las riberas, majestuosos
ejemplares de dindes, almendrones y nogales colocados
ahí para anunciar la magnitud de la montaña, la grandeza
de la ciudad insidiosa y salvaje a donde penetraremos
al día siguiente.
La lluvia se cierne al través de la copa de los cachimbos
y las guaduas, y los soldados, medio desnudos, se
ocupan en proteger con ramas de palmicha las hogueras
245

donde se retuercen las lonjas de carne fresca y se asan
las yucas.
El río continúa irascible, convertido en un patán
de las montañas; atruena los bosques y estremece la
tierra; los pesados cuerpos arrastrados por él, golpean
su lecho con sonidos de tambor misterioso; el cual no
logran apagar con su rimbombo sepulcral los gritos
de los soldados que derriban árboles gigantescos para
construir un puente.
Un oficial, hombre robusto, como de treinta y
cinco años, de hermosa barba rubia, está tomando en
cuclillas un poco de caldo; de repente le da un acceso
de tos; cae la vasija de sus manos, y por boca y narices
arroja borbotones de sangre. Alcanza a decir algunas
palabras y exhala la vida.
Cuánta sangre ha visto Peralta verter en la guerra, y
sin embargo le impresiona cual ninguna la escapada allí
de los pulmones del tranquilo guerrero que sin temor
a la muerte satisfacía el hambre.
—Está muerto Cortés –exclaman sus compañeros
de fogata.
Es toda la oración fúnebre que se pronuncia.
Al punto se disponen a cavar con las armas blancas
una fosa donde será enterrado el camarada que terminó
su fatiga.
Los primeros batallones logran vencer al río y siguen
con Uribe Uribe. Se internan por la selva oscura.
246

El Generalísimo con su Estado Mayor pasa el obstáculo
y va a acampar en la margen opuesta.
La montaña cerrada empieza en este sitio. Los ordenanzas
levantan tiendas; otros se ponen a construir
cobertizos de varas verdes y hojas de palma, queriendo
en la noche reposar bajo su abrigo.
Llega la sombra anticipadamente a las puertas de la
ciudad salvaje. A uno se le ocurre entonar La Marsellesa
al arrimo de los colosales ceibos que destilan agua y
apenas por entre sus copas permiten ver tal cual estrella
velada en un cielo fragmentario.
Todos cantamos el himno bélico de la Revolución.
Fue un capricho. Nadie pensó en que las estrofas inmortales
tuviesen allí aliento épico no indigno de los
revolucionarios que las repitieron un siglo antes. Nadie
consideró que nuestra lucha era mezquina escaramuza
de un pueblo débil y triste contra un despotismo raquítico,
cuyo vencimiento ni gloria dejaría, tan pequeños
así aparecían los enemigos y tan humildes nosotros.
La Marsellesa cantada en aquel escenario se volvía ridícula.
No íbamos a degollar reyes sino a pelear contra
criollos ambiciosos que ni cuenta se daban de su poder
omnímodo.
Acabamos el canto con una carcajada. La risa
convenía a nuestra situación; era a modo de desquite
cobrado a la naturaleza que nos maltrataba. Nos burlábamos
del monte insondable, del río retorcido en su
álveo de rocas, del cielo gris y huraño, del techo que
debiera librarnos del frío y de la fiebre, del Ejército
247

vencedor, a esa hora contando el Pan de San Antonio,
de nosotros mismos, nosotros los vencidos.
Y la selva nos atraía con su misterio profundo.
Quedamos a retaguardia. El paso de los primeros
soldados y de centenares de mulas va convirtiendo la
senda indeterminada en un lodazal, en olla podrida de
cieno, raíces y troncos.
A medida que avanzamos, la montaña desenvuelve
su espesura y los baches van siendo más hondos. Árboles
inmensos, cedros y dindes de troncos rectos y lisos
que se levantan a manera de columnas para terminar
en la bóveda formada por sus propios ramajes; búcares
y cauchos de cuerpo retorcido; guaduas y carrizos
exuberantes tratan de romper la masa poderosa y al no
conseguirlo inclinan y doblan las cabelleras de opulentas
hojas; palmas de contextura elegante y florecido copete
se yerguen con ligereza y arrogancia, separando a sus
rivales; bejucos y lianas semejantes a cables marinos,
potentes lazos con que los monstruos vegetativos se
atraen y se encadenan; taguas de follaje regordete y
espinoso: arbustos vivaces agrupados en torno de las
especies superiores, como en busca de arrimo al verse
perseguidos por la ambición de los más fuertes; todos
los hijos espontáneos de la tierra, sultana fecunda,
todos, desde el roble hasta el mimbre y desde las trepadoras
formidables hasta la vainilla aromosa oculta en
los rincones, nacen, viven, combaten y mueren en el
gran recinto de la selva; se disputan el aire con ansia de
prisioneros aglomerados en estrecha cárcel; se lanzan
248

al cielo en la conquista de la luz, alma de su existencia;
batallan sin tregua; se arrebatan el suelo, pulgada por
pulgada; se hieren con sus armas, con sus espinas, con
sus raíces tenaces; se transmiten sus enfermedades y sus
venenos; se derriban con desnudos brazos; se odian o
se aman; se acarician lascivamente o se azotan; sucumben
los débiles sin gozar de los rayos del sol; levantan
sus copas orgullosas los fuertes, los dominadores; se
confunden en himeneos estériles, o se fecundan en
floraciones rojas, azules, blancas, grises; palpitan a los
besos del viento y a los rumores del agua; se disputan los
regocijos de las aves coloreadas por el prisma y, gigantes
o pigmeos, pelean la batalla de la vida, tan triste, tan
sorda, tan estrepitosa como en las selvas humanas.
Caminamos durante el día y sólo hacemos una jornada
de dos leguas. Los soldados se atascan, se extravían
por los simulados senderos de la selva. Las mulas con
los ojos ensanchados y atentos tratan de evitar los hoyos
que se abisman por momentos; tartamudean por salvar
los peligros, los troncos caídos en mitad de la vía, las
raíces intrincadas donde se aprisionan sus cabos y salen
heridos. Allí cae un jinete en charco nauseabundo y su
cabalgadura queda patas arriba intentando enderezarse
con vanos esfuerzos; más allá un soldado rueda con
la cara ensangrentada por las espinas de la tagua o de
los helechos arborescentes. Se incorpora resignado o
lanza una maldición; recoge el fusil, grave como maza
de granito de los guerreros antiguos.
Se detienen los prudentes animales de carga y parecen
preguntar: ¿por dónde continuaremos?
249

De cuando en cuando suena la detonación de un
arma disparada contra un ave de las que rara vez se
presentan en la copa de !os árboles. Las detonaciones
producen eco de misteriosa escala cromática, las fieras,
si las hay, han huido al sentir la irrupción de los hombres
perturbadores del silencio de aquellas soledades. Los
que pasaron antes han debido sentir los jaguares y los
saínos al escaparse en busca de su guarida, gruñendo
su desagrado.
Muchas veces la imaginación de Jorge Peralta, desesperado
con la monotonía, compuso el escenario para
ver surgir de repente, escondido entre los matorrales,
el cuerpo elegante y flexible de un jaguar que lo miraba
con pupilas acechantes y bellas, de un verde luminoso
y esmeraldino. Miraba sus ojos coruscantes, sus dientes
de marfil ahumados por el calor de la sangre bebida, su
piel de cobre manchada de estaño, y luego, en el momento
en que fuera a derribarlo con sus garras, un grito
y un disparo lo detendrían perplejo. ¡Qué emoción tan
buena para su alma sedienta de verlo todo, de sentirlo
todo! ¿Miedo? ¿Quién podía tenerlo allí en los pantanos
infectos, bajo el dominio de las selvas crueles, abiertas
como una bóveda mortuoria?
Los conquistadores recorrieron una vía semejante
en su marcha a la altiplanicie. Ahora podemos medir
su constancia y hacerles justicia, sobre todo a los caballos
sublimes que venían desde España. Se ha dicho
siempre que los castellanos sólo buscaban oro. ¡Oh
no! Únicamente por amor a la gloria, la libertad o a la
250

ciencia se imagina tal empresa. También en servicio de
la fe sincera. Lo demás es vulgar.
Nos detenemos en una llanada abierta por los
conductores de ganados. Es un paraje donde crece
con fertilidad el pasto pará. Las lluvias han inundado el
sitio. Las aguas de un caño, mansa y traidora corriente,
sepulcro callado y hondo, rodean con dos brazos
el lugar escogido para alzar la tienda. En apariencia
ningún peligro ocasiona esguazar el caño. Mas no se
aventuren los incautos porque guarda en sus ondas
secretos y asechanzas. Varios hombres obligan a un
caballo a pasar la corriente; después de luchar con el
abismo buen espacio, el animal sale al lado opuesto
para dejarse caer desfallecido. El tronco por donde van
pasando los soldados se rompe y tres son envueltos por
las traidoras ondas.
Dormimos a la intemperie sobre tendidos de hojas
de plátano silvestre. Al ir a reclinarse uno de nosotros en
el lecho, sale una serpiente de visos amarillos y rojos.
Más adelante, en otra abertura de la montaña donde
acampan algunos batallones, el caño se desborda
y anega los pastales. En alta noche, hombres, mulas y
equipajes flotan en la llanura líquida.
Al siguiente día nos detenemos cuatro horas en
vadear el terrible caño de El Pescado. Como allí se halla
la tierra desmontada, un sol rabioso nos quema las
carnes, y en tanto el vaho húmedo de la tierra nos produce
malestar inexplicable. Un grupo de virolentos se
detiene en la orilla del riachuelo, esperando su turno.
251

Los enfermos con los párpados hinchados y los ojos
reducidos, contemplan resignadamente sus pústulas
como semillas gordas de malva ; otros van con el principio
de la fiebre eruptiva, desasosegados, con el temor
de que sus compañeros les digan: Ya te brota la virgüela,
¡eh! El contacto del agua apresura la erupción. Estos
hombres lastimosos conservan todavía los fusiles. ¿Es
para su defensa, si bien no tienen más de tres o cuatro
cartuchos, o por la costumbre de llevarlos?
Cada paso es más penoso. Ya no se hacen jornadas
de dos leguas. La montaña ensancha o estrecha sus calles
silenciosas y grises. La monotonía desespera; el olor
despedido por el cieno y los vegetales descompuestos
causa mareo, las hojas azotan los rostros y las hormigas
clavan sus aguijones. La ración de sustento se merma:
carne seca y hedionda, un trago de café tinto, se entiende,
pues no hemos podido agrovechar la leche del
árbol que la destila entre los de la selva. Las cabalgaduras
se rinden; no pueden continuar. Con las orejas lacias,
los ojos insomnes fuera de las órbitas, los ojos de un
glauco adolorido, los ijares jadeantes y las mandíbulas
contraídas, las mulas y los caballos se quedan en los
tremedales, resueltos a no seguir, a parecer definitivamente
vencidos. Extienden los remos posteriores de
modo que permanezca medio cuerpo fuera del barro,
y aguardan su destino irremisible. sin exhalar un vagido,
resignados en la melancolía de la fatiga.
Así marchamos y marchamos. Los baches son pozos;
la montaña no varía. A cada momento se presenta
252

un detalle que impresiona: ora son los heridos con
sus úlceras regorgotando gusanos; ya un enfermo que
mide con sus pasos la próxima tumba. Un soldado de
a caballo lleva un niño en los brazos. No lo dudéis. El
hombre conduce un infante de dos o tres años, blanca
criatura que mira con ojos de una inocencia divina.
¿Será su hijo? Nadie se atrevería a preguntárselo. Hay
cosas de una sencillez tan noble, tan pura, que se las
profanaría al analizarlas.
Los soldados van abandonando sus fusiles. Los
colocan contra los troncos para que los perciba el jefe y
los haga recoger si puede. Un día, ya cercano el término
de la Trocha, observa el Generalísimo unos cuantos
hombres que aún llevan fusiles, mientras devoran los
frutos en cierne del marfil vegetal; y con el alborozo del
patriota, del caudillo tenaz y constante, les dice:
—Ustedes son dignos de una recompensa, porque
no han tirado las armas como otros…
—¡Por pendejos! –Exclama una mujer.
El Generalísimo no puede contenerse y la increpa
con dureza:
—Nosotros sonreímos, quizá con amargura.
¿Para qué seguir la peregrinación día por día? Al
cabo de trece salimos a lugares desmontados, desde
donde se mira el cielo. ¡Qué azul tan luminoso, qué azul
tan amigo de las almas!
Los pulmones se ensanchan, los ojos se deslumbran.
Las pobres mulas se animan, participan del rego-
253

cijo de los hombres; y cuando descubrimos Los ángeles,
nos aparece el miserable pueblo con sus edificios de
barro, sombreados por cocoteros y manglares, ciudad
encantada en donde debe empezar el paraíso, y en todo
caso donde termina la selva oscura.
254

XXII
La aldea de Los Ángeles se halla en el departamento
del Magdalena, el cual penetra inusitadamente
en territorio que cualquiera supondría parte de
Santander, siendo un apéndice en la línea de los límites
naturales de uno y otro. Desde las colinas de los
alrededores abarca la vista el espléndido horizonte de
las montañas y de las selvas por donde se desliza el río
navegado por primera vez por Jerónimo de Melo.
A pesar de ser tan malsano el clima, hasta el punto
que pocos niños nacidos allí logran llegar a hombres,
nos alegramos con el hallazgo del caserío y le quedamos
agradecidos; y también al jefe enemigo general
Ignacio S. Hoyos, quien hacía guarnición en Ocaña, el
cual se retiró al tener conocimiento de nuestra salida.
Si nos aguarda a la boca del monte se habría dado el
lujo de hacernos capitular, porque el estado fisiológico
nuestro y la carencia de municiones apenas nos hubiera
dejado caer con los honores del vencido moribundo.
Gracias, general Hoyos. Cuando los peregrinos sean
extranjeros no los deje escapar. Allí los asustamos con
el cuero del tigre.
255

En Los Ángeles permaneció el Generalísimo en
tanto Uribe Uribe ocupó a Ocaña, donde fue recibido
con entusiasmo por los liberales y por las mujeres
patriotas que sueñan bajo un cielo adormecido en los
recuerdos gloriosos dejados por la libertad de la guerra
de Independencia.
Es Ocaña ciudad de clima agradable, aunque no
benigno para los forasteros. Está edificada sobre ondulaciones
de tierra volcánica, que le dan aspecto de
ruinas. Durante la permanecía en ella, se desarrolló
una desoladora epidemia de fiebre que causó la muerte
de muchos compañeros, como Abraham Bernal y el
médico Juan de J. Martínez, quien fue a acabar en La
Cruz su prometedora existencia. Los miembros del
clero se mostraron satisfechos con nuestro arribo y
felicitaron a los jefes liberales con palabras rebosantes
de republicanismo.
Como el Generalísimo esperase en Los Ángeles, los
restos del ejército que luchaban por salir de la Trocha
con dos inútiles piezas de artillería, pidió Jorge Peralta
su venia para seguir a Ocaña.
En el camino le tocó contemplar un espectáculo
sublime en las desequilibradas comarcas tropicales. La
vía va por el borde de la selva extendida sin interrupciones
desde allí hasta las riberas del Magdalena. De
repente se presentó un viento huracanado, venido de
256

las regiones desmontadas. La selva recibió el ataque de
flanco encorvando sus grandes árboles; de la primera
acometida cayeron las ramas secas que crujían entre
los silbidos del viento; volvió éste con mayor coraje
sobre su enemiga, y los inmensos individuos del bosque
giraron un instante en sus bases y se desplomaron en
seguida con estruendo aterrador y hermoso. La selva
parecía un rebaño de potros de largas crines, azotado
por enemigo invisible. Las ramas al quebrarse restallaban
cual centenares de látigos manejados por un
auriga misterioso. Los troncos de tres o más metros
de grosor y veinte o más de altura, caían con insólito
vencimiento, arrastrando en su remolino las plantas de
menor resistencia. Una nube negra se retorcía detrás
del huracán como conductora del viento. Le llegó su
hora de combate. Se acercó con ímpetu a la selva y
lanzó andanada de rayos y trombas de agua sobre su
indefensa enemiga.
Guarecido Peralta en un rancho tejano, miraba con
miedo y unción el espantoso choque.
Del 8 al 12 de junio permaneció en Ocaña la División
mandada por Uribe Uribe. Al recibir orden de moverse,
deseoso como estaba de no exponer sus soldados
a los peligros de la epidemia reinante en la ciudad, se
trasladó a Las Rojas, cerro célebre para el Generalísimo,
por haber rechazado allí él a los conservadores en
1885. La ocupación no tenía objeto, por hallarse el sitio
257

lejos del camino por donde pudiera pasar el enemigo,
y porque desde sus peladuras no se vigilaba la vía, ni
era de suponerse ataque alguno. Insistió Uribe Uribe
en la innecesaria ocupación de Las Rojas, y al fin se le
permitió establecer su campamento en Capitán largo y
por último en La Cruz, en avance sobre San Pedro, donde
se encontraban las fuerzas de Hoyos.
En la histórica ciudad de la Convención vinimos a
medir todas las trascendencias de nuestro gran descalabro.
El disgusto en muchos se hizo notorio, y como
a Napoleón el pequeño, después de Sedán, jefes y
soldados iban perdiendo el respeto al Generalísimo y
a su segundo.
En Cúcuta, por esa tendencia común en el liberalismo
a fiscalizar, se obtuvo la creación de una Corte de
Cuentas destinada a vigilar e1 manejo de fondos. Fue
nombrado fiscal el honrado joven Rafael Calderón,
quien cumplía satisfactoriamente sus funciones, y auditor
general el no menos meritorio caballero, doctor
Leovigildo Hernández. En Ocaña se disolvió la Corte,
y el auditor renunció, por un incidente desagradable,
sus funciones. Se hizo nueva emisión de papel moneda,
porque la anterior había sido dejada, ignoramos por
qué motivo, escondida en Pamplona a nuestro paso
por allí en enero.
El Generalísimo no se movió de Ocaña. Completamente
disgustado con su subalterno, se propuso
impedir la incorporación de todo contingente nuevo, en
las milicias de Uribe Uribe. Este excitaba a su superior
258

para que avanzase la mayor parte de sus fuerzas con el
propósito de hacernos sentir por la espalda del enemigo,
entonces empeñado en la rendición de Cúcuta.
Presintió claramente Uribe Uribe cuanto tenía
efecto en esa plaza, y creyó un deber indicar al Generalísimo
la operación que hubiera consistido en aparecer
sobre Arboledas y Salazar en la ruta de los contrarios.
Debemos influir siquiera como fuerza moral, decía, en
el combate que se libra en la frontera. Pero el Supremo,
más y más rotos los lazos que le unían con Uribe Uribe,
se denegó a seguirlo en sus advertencias. Su empeño
se dirigía ahora a exasperar al subalterno haciéndole
cargos detestables con la mira de inducirlo a declararse
libre de toda sumisión al Generalísimo y así descargar
responsabilidades diciendo a la colectividad que la
guerra se había perdido a causa de la indisciplina de
Uribe Uribe. Hoy más que nunca, contestaba éste, dependo de la
Dirección suprema. El Mayor General llegó a dirigirle una
nota, en la cual se le comunicaba que los señores Vargas
Santos y Foción Soto, en la necesidad de ser leales al
partido, se veían precisados a impedir el aumento de las
tropas estacionadas en La Cruz. Y porque Uribe Uribe
hizo alzar de seis a doce bultos de café perteneciente
a enemigos en armas, para con su producto hacerse a
escasos fondos en papel del Gobierno, con destino a
urgentes gastos de sus fuerzas, se le llamó a cuentas y
a pique estuvo de ser declarado indigno de la confianza
del liberalismo.
¡Desgraciado Partido Liberal! Tan grande y tan
noble por su pueblo, y tan pequeño visto al través de
259

las envidias y soberbias de su parte directiva; si hay
un consuelo para los tontos que hemos puesto toda
nuestra vida a su servicio, sea el de decir con el doctor
Teodoro Valenzuela:
¡Qué tan malos serán los conservadores, cuando nos obligan
a ser liberales!
Convencidos los supremos de que Uribe Uribe iba
a perecer si se le dejaba seguir por Cáchira, a enzarzarse
de nuevo en la desastrosa región de Rionegro, le autorizaron
a marchar por la vía de Ramírez; y ellos, con
las Divisiones de Benjamín Herrera, Leal y Sarmiento
han tenido la insensatez –la expresión es fuerte, pero
es justa, con justicia que nuestra pluma debe hacerles a
los heroicos soldados liberales –la insensatez de endilgar
en segunda ocasión por las selvas del Magdalena,
remontando la insondable montaña por las márgenes
del Lebrija.
Aquello fue cruel y no tuvo excusa. Los últimos
vencidos quedaron en los arenales africanos del Lebrija.
La fiebre los exterminó sobreseguro y hasta las fieras
tuvieron su plato en el festín definitivo. Algunos, como
el general Gaona, fueron devorados en Sabana de Torres
por los jaguares que venían siguiendo la marcha
de los peregrinos liberales.
¿Qué pensamiento, qué plan, qué motivo indujeron
a emprender semejante camino ?
Sencillamente, la terquedad y el deseo de no recibir
inspiraciones de Uribe Uribe.
260

Las tropas de éste salieron por climas sanos y caminos
reales, provistos de víveres, al mismo sitio adonde
treparon al cabo de inauditos esfuerzos los despojos
postreros de las gloriosas Divisiones de Palonegro. Aún
haciendo demoras de tres días en lugares de temperatura
benigna, llegamos sobre Rionegro los salidos de
La Cruz antes que los de Lebrija.
Al paso de la montaña de Cáchira fuimos atacados
por una guerrilla de treinta hombres oculta en
ciertas ensenadas del bosque: Cogió entre dos fuegos
la columna de 1.000 hombres y durante una hora la
hizo retorcer como serpiente herida. No se veía a los
tiradores que acechaban nuestros movimientos desde la
cámara oscura de la floresta. Los proyectiles hirieron al
general Severo Cruz y atravesaron el pecho a una mujer
que llevaba en los brazos un niño. La madre cayó boca
arriba con el infante bañado en su sangre amorosa; y
el chiquillo, con el aspecto de un animalito inocente,
miraba con susto y dolor el rostro lívido y la cabellera
destrenzada de su madre, sin darse cuenta por qué
brotaba del pecho, donde él bebía la vida, esa fuente
de sangre, y por qué su dulce protectora se quedaba
muda, inerte, como dormida en mitad del camino. Con
un quejido de miquito al cual se le desprende del seno
de la madre, el niño infeliz fue retirado por otra mujer,
mientras se apresuraba el pasitrote y los guerrilleros
aseguraban la puntería detrás de los troncos.
El General se encolerizó contra la guerrilla. Maldecía
a los infames tiradores del bosque, asesinos, que
están matando mujeres, gritaba. Desplegó tal rapidez
261

en sus órdenes que pronto estuvo la tropa en actitud de
hacer prisioneros a los Cáchiras, cerrándoles la salida.
Once cayeron en nuestro poder. Cualquiera hubiera
asegurado su fusilamiento; tenían caretas para disfrazarse,
y se tornaron humildes corderos. Se les condujo
bien vigilados, lo cual no impidió se fugasen varios en
el trayecto de Ramírez a Cáchira.
Al avanzar la columna, después del tiroteo al pie de
una cerca, se halló un soldado muerto por arma blanca.
El cuerpo extendido cerca de una fuente, que surgía de
la tierra para abismarse en seguida por una boca negra
abierta en los peñascos, dejaba una impresión trágica de
misterio, como para ser percibida por alma de poeta.
Por el camino de Vega Grande bajamos a El Playón.
Luego ascendimos a Santa Lucía, La Aurora y Las
Mercedes, y finalmente pusimos las toldas en Las Pajas
y San Juan Nepomuceno sobre la población de Rionegro.
En tanto, el Generalísimo remontaba las alturas de El
Naranjo, tras la inenarrable odisea del Lebrija.
El 3 de agosto de 1900, una vez que nos participó
Próspero Pinzón la toma de Cúcuta de una manera oficial,
y el haberse encargado del poder Ejecutivo el señor
José Manuel Marroquín el 31 dé julio, nos arrojó con
furia sus huestes numerosas y aguerridas. Cargaron con
bravura, y si las posiciones escarpadas se defendieran
por sí solas, allí los escarmientan los liberales; mas eran
tan pocos y carecían de municiones. Del campamento
de El Naranjo no se quiso enviar a San Juan Nepomuceno
las míseras cajas de cartuchos recargados, pedidos con
instancia.
262

El General Uribe Uribe tuvo la firme convicción
de que se le dejaba intencionalmente expuesto al mayor
peligro, y que en las tiendas de El Naranjo había quienes
celebraban su ineludible derrota. Estas son cosas
para callarlas. Tienda el olvido su compasiva vestidura
sobre ellas, y aprovechen las generaciones del porvenir
las lecciones, profundas y tristes, desprendidas de
lo expresado, como páginas negras donde se escribió
con sangre.
Dos horas resistían los liberales el empuje de los
contrarios. Rechazados de la loma de Las Pajas, nos
hacían ya prisioneros a los de San Juan Nepomuceno, cuando
ordenó Uribe Uribe la retirada hacia Los Helechales.
Dizque era Domínguez quien tomaba su desquite.
Leíamos El Moro Expósito, de don José Manuel
Marroquín, en la quinta de Garcilvania, cuyos amables
dueños siempre serán recordados con gratitud, en
el momento en que sonaron los primeros tiros del
combate. Íbamos en el Canto VIII. ¡Horas de angustia
rumiadas con cierto placer inconsciente! ¿Quién terminaría
la lectura del poema?
263

XXIII
ornada condenilla!, decían los soldados al hacer
alto en los finales de las eminencias por donde
bajaban a Cáchira. Caía la tarde con placidez
que desarmonizaba las ideas desoladoras, como
luces intermitentes encendidas en el cerebro de Jorge
Peralta. La hermosura de las montañas iluminadas
por un sol de cobalto que ponía a las cosas lejanas un
toque ideal; la serena mansedumbre de los árboles y
del viento; el verdor jugoso de los maizales espigados
tiernamente a la vera del camino; la calma insoportable
de la naturaleza. Todo le producía desagrado al joven,
no por lo que expresara el paisaje en sí mismo, sino
por la discrepancia que notaba entre sus pensamientos
y cuanto veían sus ojos.
Qué hoscos, qué amargos eran los fantasmas que
pasaban por su imaginación cansada de la monotonía
sin lindes de aquella campaña, de aquella brega estulta
y perversa. Siempre la fatiga excesiva, inútil a la postre,
siempre el dolor, la violencia, la sangre y la muerte...
Los soldados se ocupaban en recoger leños secos para
encender hogueras. La eterna tarea, después de las grandes
caminatas, de las derrotas o de las victorias, dedicar
265

las horas del descanso a la pitanza, la miserable ración
que los alimentara, el poco de calor que los protegiera
del frío de la noche.
Peralta, dejando atada a un arbusto la mula que
tenía la abnegación de llevarlo en sus lomos durante
los largos días de marcha, se extendió en la grama a la
sombra de un naranjo lleno de flores. Cerca se alzaba,
escueta y en desamparo, una casucha de la cual habían
huido sus moradores mucho tiempo antes. Una fértil
calabacera, de hojas estúpidas y flores amarillas, desde
un rincón del huerto se había atrevido a avanzar hacia
los muros de barro y, presintiendo el abandono de la
vivienda, se colaba por la ventana, curiosa de averiguar
por sus dueños. Los acuosos sarmientos se habían asomado
por un hueco y regresaban por otros en busca
de sol, amedrentados por la humedad de la choza sin
habitantes humanos.
Las fogatas de los soldados crecían rápidamente
con el estímulo del aire oxigenado de la montaña.
Pronto sintió Peralta que hervían los calderos y llegaron
hasta él los olores de la carne asada en brasas. Algunos
hombres devoraban ya su ración sanguinolenta mientras
las mujeres atizaban el fuego destacándose sus bustos
entre el rojo y negro de la candela con precisión obsediante.
A Peralta le punzaba una manera o fórmula de
sus visiones interiores al fijarse en las mujeres que
alimentaban las hogueras: siempre le habían parecido
los seres humanos contemplados a la luz artificial de
266

leños encendidos en la sombra del crepúsculo o de la
noche, imágenes vivas de los hombres de las épocas
primitivas.
Los rostros, observados de lejos, hacen gesticulaciones
grotescas, los vestidos bien pudieran ser pieles,
si es salvaje el conjunto, y más cuando los hombres,
medio desnudos, devoran con ansia un manjar que pasa
de las llamas a los dientes.
Por asociación de pensamientos sentía Peralta la
humildad del origen del hombre en presencia de las candeladas
semejantes a hogares antiguos. No necesitaba
hacer esfuerzos para suponer a nuestros antepasados de
la edad da piedra en sus grutas, calentando los miembros
recios de pelaje hirsuto, mientras mordían con
chasquido de fieras los trozos palpitantes de las carnes
de sus enemigos sacrificados a sus dioses espantosos.
El olor de la carne tenía estragado el gusto de Peralta.
Muchas veces al pasar cerca de los tizones donde el
fuego contraía las lonjas frescas, volvióse a mirar hacía
otros sitios para evitar un mareo. Ahora había cerrado
los ojos. Las flores del naranjo desprendidas por el
soplo de los bosques, perfumaban el aire con delicia
voluptuosa, y el joven sintió las enervaciones del aroma
de los azahares; su cerebro débil, su sistema nervioso
agotado por ansiedades y fatigas, sentían la embriaguez
derramada por la lluvia de flores; se sumergieron sus
sentidos y su alma en inciertos limbos de ideas e inexplicables
emociones; se figuró iba a morir en aquel punto,
bajo un sudario de pétalos blancos, en el reposo de la
noche recamada de estrellas hondas. Pero no era una
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muerte como las muertes comunes, porque él sentía su
fuerza animadora, su espíritu, irse compenetrando en
el perfume de los naranjales, y su cuerpo se confundía
lentamente con las sustancias de la tierra. Se realizaba
con suavidad inefable la vuelta del átomo al todo.
Y el panteísta que jamás negó los lazos familiares
entre su espíritu y las cosas, gozaba interiormente con
el deseo de disolverse en la naturaleza, sin trepidaciones
dolorosas, sin angustia y sin miedo; se deleitaba pensando
en confundir en la vanidad del todo la sustancia de
su organismo y el hálito de su alma débil. Aquí iba en
sus sueños nirvánicos cuando creyó percibir una voz
misteriosa que salía de la tierra.
La voz dijo:
—¡Cobarde, vive!
—¿Para qué?
—Para combatir.
—¿Qué importa el combate sin el triunfo?
—Todo. La frescura de los ideales es lo que
importa.
—¿Quién eres, que así me increpas?
—La Vida. Soy la vida, que sólo pide a los hombres
que la amen. ¡Yo no inventé las palabras!
Sintió Peralta una nueva ráfaga aromada que movía
sus cabellos. Caían azahares como estrellas de alabastro.
Abrió los ojos y creyó contemplar a la vida que pasaba...
pasaba no en el traje de lila con que la vio el poeta, sino
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vestida gravemente de su túnica gris bornada de astros
y figuras hieráticas. Abrió los ojos, y, en la antelia que
surgía de sus pupilas fatigadas, descubrió la imagen del
soldado muerto en la mañana anterior, con la herida
profunda, el cabello erizado por el frío, la naríz perfilada,
como de cera, y los ojos abiertos en la suprema ansiedad
de retener la luz que se extingue.
Peralta se incorporó en su lecho de grama. Las flores
del naranjo piadoso caían en la yerba cual pequeñas
ánforas de perfume.
La noche se extendía sobre los montes y los llanos
con reposo patriarcal y solemne. Los leños consumidos
por el fuego oxigenado, crepitaban. Peralta sintió que
el universo se reconcentraba en su espíritu.
269

XXIV
E
l mismo día 3 de agosto hicimos alto, sobre las
alturas de Helechales. El enemigo no se propuso
perseguirnos; su plan era otro, bastante acertado:
acometernos en el paso del río Sogamoso.
El 4 permanecimos en Las Cruces y el 5 en Urimante.
E1 6 se juntaron los soldados de la división de
Uribe Uribe con los conducidos por el Generalísimo.
La marcha se apresuró por ser el intento cruzar el río
Chicamocha rápidamente y ganar cuanto antes las jornadas
del río a Zapatoca. La operación era desesperada,
y ningún resultado favorable podía aguardarse de ella
si el contrario tomaba resoluciones inteligentes. Ya era
imposible vencerlo. Sólo se pretendía buscar salida a la
provincia del Socorro, diseminándose en guerrillas por
territorio amigo la hueste ya deshecha. Para contener el
avance del enemigo por el flanco izquierdo situó el general
Benjamín Herrera, jefe de vanguardia, un batallón
de 150 plazas en Altamira. Allí resistió el bravo Salcedo,
como espartano en las Termópilas, hasta verse cubierto
por la sombra del innumerable ejército gobiernista.
Protegida por defensa tan gallarda la primera División
adelantó hasta el río.
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El 7, a las nueve de la noche, llegó la diezmada columna
a las orillas del río Sogamoso. La luna nimbosa,
como en las noches de anteriores desastres, iluminaba
las aguas revueltas y sucias del afluente del Magdalena.
Se distinguían los tumbos formados por las impetuosas
ondas, y se presentía lo indomable de su corriente. Una
sola canoa se hallaba lista para trasladarnos a la banda
opuesta, en el sitio de El Tablazo.
Como una tribu derrotada en el desierto, se extendió
la gente en la plenitud del cansancio y el vencimiento
sobre e1 arenal de la playa: La canoa empezó a funcionar
entre la furia de las aguas, que ni para calmar la sed
servían, llevando, como llevaban, toneladas de arena.
La tarea era larga y difícil. A veces el río azotaba con
ira el mísero trasto y los remeros, erguidos cual atletas,
se sentían incapaces de dirigirla.
Entre tanto la caravana, sin orden y a la intemperie,
dormitaba en el lecho movedizo de la playa. La barqueta
pasó primero los equipajes; aún no correspondía el
turno a los hombres.
Allí estaba Jorge Peralta; incapaz de someterse a
dormir en semejantes condiciones y entre los cascos
de !as mulas, prefirió aguardar en pie las luces del alba,
recostado en el cuello de su mansa cabalgadura. Oía
aproximarse los fuegos de Altamira. Indudablemente, el
enemigo conquistaba terreno y el puñado de héroes cedía
ante la magnitud del ataque. Los disparos resonaban
cada vez más cerca, en línea oblicua. Peralta meditaba en
el fin del fin. Por momentos suponía ya sobre la playa
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a los vencedores, y arreglada su composición de lugar
se iba a dejar hacer prisionero y hasta prefería morir
antes que arrojarse al torrentoso Chicamocha. Siempre
las aguas misteriosas e insondables le habían inspirado
el miedo más real y nervioso.
Los contrarios rompieron el obstáculo, pero vinieron
a hallarlo en otra fortificación del terreno. Las
fuerzas de Benjamín Herrera y parte de las de Uribe
Uribe con el general Juan de la C. Zabala, cuyo valor
y serenidad dejaron huellas de admiración en los jefes
enemigos, combatían en Capitancitos con los últimos
cartuchos recargados en Ocaña. La columna de Próspero
Pinzón era poderosa y quería terminar a toda
costa la campaña. Acometió la empresa de apoderarse
del desfiladero con brío extraordinario. Al transmitir
una orden recibió en este encuentro un balazo el que
quizá hubiera sido un caudillo de las milicias católicas,
un joven valeroso, José de Jesús Casas Castañeda, convencido
hasta la médula del espíritu de la bondad de
su causa. Murió horas más tarde, como hubiera podido
morir San Luis Gonzaga, a ser héroe, pidiendo que le
dejaran ver la imagen de la Virgen María, y señalando
sus brazos como vehículo en el cual había de ascender,
casta y ardiente su alma al cielo.
La luz del sol fue aprovechada por los tenaces enemigos
para dirigir con bastante acierto la puntería de sus
cañones sobre el fragmento de río por donde pasaban
los liberales. Nos vimos en la necesidad de buscar otro
paso, alejándonos de la mira de sus bronces.
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En el curso del día 8 quedaron en la opuesta banda
quinientos hombres y el estado Mayor con Foción Soto
y Uribe Uribe. Los defensores de Capitancitos o Lincoln
cedieron y no siéndoles posible ejecutar la operación
llevada a cabo por nosotros, tomaron por la orilla del
Sogamoso hacia el Magdalena. Y otra vez volvieron a
repasar el curso del Lebrija y a sentir el aliento inhumano
de las selvas.
Ciento cincuenta o doscientos de esos soldados
fueron a vencer con Uribe Uribe en Corozal, rindiendo
a seiscientos atrincherados en la plaza.
Corrimos hacia Zapatoca, anhelosos de hallar libre
el paso de aquella busaca. Pero el contrario no dormía.
Ya en los bosques de Santa Helena sus guerrillas habían
asesinado a Alberto Díaz y en Betulia rechazaban a
Jenaro Silva, dándole muerte.
Ocurrimos a La Cuchilla del Ramo, en las puertas
de Zapatoca. Los soldados enemigos nos esperaban;
trabóse un corto combate, en el cual pudo caer Uribe
Uribe prisionero, y retrocedimos acorralados sobre
Chucurí.
El 12 de agosto, perdida toda esperanza, siguió
Uribe Uribe el consejo de sus más adictos oficiales, y
en la única canoa existente en el Puerto de Las Infantas,
del Oponcito, se embarcó con diez compañeros: Saúl
Zuleta, Germán Vélez, Samuel Pérez, Pablo E. Obregón,
Ramón Rosales, Octavio Peña Silva, Carlos Reyes
Patria, Darío Gaitán, Sergio Camacho, Juan N. Prada,
Luis F. Torres y un boga.
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Al despedirse Uribe Uribe de Jorge Peralta en Mundo
Nuevo, le dijo:
—Siquiera después de Peralonso y Palonegro no se dirá
que el Partido Liberal cayó ridículamente.
—El que no triunfa –contestó Peralta, con demasiada
amargura–, siempre quedará en ridículo.
Los diez héroes con el hombre superior a quien
todavía discute el liberalismo en tono bizantino, se
internaron por la selva tenebrosa…
En la Virginia capituló el segundo de Uribe Uribe,
el general Albornoz, y la capitulación apenas fue
cumplida.
En un vericueto de las nocivas montañas de Chucurí
vino Jorge Peralta a caer prisionero con varios de sus
amigos. Se le condujo a la capital haciendo estaciones
en las cárceles del tránsito hasta traspasar las puertas
del Panóptico.
En la ciudad imponía su reinado de horror un
individuo de cuyo nombre no queremos acordarnos.
Nuestra fusta está muy alta para que baje a azotar lobos
ciegos; y si es cierto que las sombras de sus víctimas lo
asedian en la noche, ¿a qué la venganza de los vivos?
El 4 de septiembre, mientras los vencedores
pasaban bajo arcas triunfales de laureles y olivos, en
donde no era raro ver caer: corderillos de algodón con
cintas azules, Jorge Peralta iba por la calle paralela a la
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seguida por Próspero Pinzón y sus huestes, prisionero
y como exornando la entrada del caudillo católico; y
pensaba, pensaba el vencido en las victorias definitivas
de la libertad, en las gloriosas marchas de sus soldados,
alegres y altivos; en los entusiasmos inmensos de los
pueblos; en la elegancia triunfal de las banderas rojas; en
la frescura de sus ideales abiertos entre rosas de vida y
hálitos de juventud y de esperanza; y al ver las imágenes
del Corazón de Jesús en los corderillos engalanados de
cintas, sintió toda la tristeza de los vencidos y toda la
amargura de la derrota.
A medida que su espíritu y su pecho se iban sosegando,
murmuraba entre dientes la palabra suprema:
ironía... ironía... ironía...
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Bogotá, 1900 - 1903