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Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez

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UNO<br />

EL PAJE DEL OBISPO<br />

GALAZ CRUZÓ <strong>de</strong> puntillas los tres patios. El tufo <strong>de</strong> las cocinas episcopales le<br />

perseguía. Un sol can<strong>de</strong>nte resquebrajaba los muros. Cantaba una cigarra. Los naranjos<br />

echaban lumbre y bajo sus copas encendidas crecía el rumor <strong>de</strong> las abejas. El perfume<br />

<strong>de</strong> las magnolias hacía las veces <strong>de</strong> sahumerio agobiante. De cuando en cuando, en las<br />

tapias vencidas, temblaba un jazmín.<br />

El paje respiró hondo y se <strong>de</strong>slizó, a somormujo, entre los aposentos <strong>de</strong> los<br />

capellanes. Hurtaba el cuerpo a la luz. En sus manos resplan<strong>de</strong>cía un calabacín con el<br />

mate <strong>de</strong>l obispo.<br />

Casi topó con un negro, medio ciego y medio tullido, que dormitaba junto a un<br />

tinajón. Era un esclavo. Manojos <strong>de</strong> cruces y <strong>de</strong> escapularios le colgaban <strong>de</strong>l pecho. De<br />

su diestra pendía un rosario <strong>de</strong> cuentas gordas. Una hebra <strong>de</strong> hormigas le zurcía los pies.<br />

<strong>Galaz</strong> se llegó medrosamente a la puerta <strong>de</strong>l prelado. Se asomó a ella muy pasito.<br />

Silencio. Pozo <strong>de</strong> sombras. En la oscuridad caliente, avizoró la cabeza blanca <strong>de</strong> su amo.<br />

Naufragaba en el oleaje <strong>de</strong> papelería que colmaba el amplio bufete. Su soplo agudo<br />

mecía la estancia. Sonaba acaso con la pasada majestad <strong>de</strong> su abadía <strong>de</strong> San Julián <strong>de</strong><br />

Samos, en Galicia, porque a las veces enarcaba las cejas autoritarias.<br />

El doncel puso el brebaje sobre el Evangelio abierto. Con el aventador <strong>de</strong> fibras,<br />

ahuyentó las moscas posadas en la tonsura <strong>de</strong>l obispo. Luego llamó sovoz: “¡Tominejo!<br />

¡Tente en el aire! ¡Tente en el aire!”.<br />

En un ángulo <strong>de</strong> la cuadra se alzó un zumbar <strong>de</strong> rueca diminuta. Una flecha rasgó el<br />

espacio, <strong>de</strong>nso <strong>de</strong> olores antiguos. La habitación entera —la librería opaca y los muebles<br />

torvos— pareció <strong>de</strong>sperezarse. Hasta Su Ilustrísima se movió, con un crujir <strong>de</strong><br />

pergaminos estrujados. El picaflor <strong>de</strong> Fray Cristóbal, como resorte pequeñísimo,<br />

empujaba las sombras arracimadas en los rincones. Batió las alas y hundió el pico en el<br />

vaso <strong>de</strong> almíbar que le tendiera el mozo. Este lo acariciaba: “¡Tominejo! ¡Tominejo!”.<br />

Fuera, el abrazo <strong>de</strong>l cielo enorme ahogaba a la ciudad. <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>, ebria <strong>de</strong><br />

modorra, perdía el aliento, junto al río en llamas.<br />

Verano. Dos <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>. Hora <strong>de</strong> siesta.<br />

<strong>Galaz</strong> era amigo <strong>de</strong> dar aire a la lengua. De haber nacido en Madrid, hubiera<br />

espulgado los días ociosos contando imaginaciones en la puerta <strong>de</strong> Guadalajara o en las<br />

gradas <strong>de</strong> San Felipe. Pero en aquel mal llamado Palacio Episcopal <strong>de</strong>l Río <strong>de</strong> la Plata, la<br />

ocasión <strong>de</strong> reír y <strong>de</strong> bufonearse se escurría. El obispo no toleraba otras voces, cuando<br />

levantaba la suya. La servidumbre sabía sus relatos como el Paternóster: sobre todo<br />

aquel que <strong>de</strong>cía <strong>de</strong> cuando enarboló el crucifijo por estandarte, en Villa Rica <strong>de</strong>l Espíritu<br />

Santo, para acaudillar a los vecinos contra tupíes y mamelucos. Centenares <strong>de</strong> veces,<br />

pajes y negros habían presenciado la escena. Fray Cristóbal la representaba con visajes<br />

furibundos, arregazándose el hábito y blandiendo una vara que <strong>de</strong> propósito tenía a<br />

mano. Bastaba que una persona <strong>de</strong> autoridad llegara a <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>, para que a poco el<br />

prelado la acogiera en su audiencia y la endilgara el heroico episodio. El benedictino<br />

arañaba ya los ochenta y comenzaba a turbársele la memoria.<br />

—Su memoria es flaca, mas no su ánimo —murmuraban los pajes—, que lleva<br />

<strong>de</strong>scomulgados a dos gobernadores.<br />

Manuel Mujica Láinez 1<br />

<strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>

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