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Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez

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Una inmensa dulzura le acaricia. Imágenes <strong>de</strong> la vida pasada tornan a visitarle y<br />

advierte que el <strong>de</strong>svarío y la inquietud <strong>de</strong> antaño se han trocado en apacible nostalgia.<br />

Violante y Alanís, doña Uzenda y don Juan <strong>de</strong> Bracamonte, el pregonero y el arcediano,<br />

séquito callado y ceremonioso, <strong>de</strong>sfilan por el bosque nocturno. Son personajes <strong>de</strong> una<br />

pantomima que ha concluido ya; cómicos que en breve se quitarán el ropaje magnífico o<br />

la mascarilla o el afeite grosero y se sentarán a la misma mesa, en el hostal <strong>de</strong><br />

caminantes.<br />

Entrecierra los párpados. <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong> <strong>de</strong>senrolla sus estampas distintas. Aquí los<br />

limosneros <strong>de</strong> la Catedral; allá los soldados <strong>de</strong>l Fuerte; acullá un platero portugués o un<br />

doctrinero <strong>de</strong> indios; el reír <strong>de</strong> los esclavos y la majestad <strong>de</strong>l gobernador; las<br />

procesiones, con sus cruces que se mueven como mástiles; al fondo el río, el río y su<br />

misterio y su andar <strong>de</strong> serpiente.<br />

Habla en voz alta y el capitán, que ya dormita, cabecea.<br />

—¿Qué le brindarán los años a la ciudad, a esta pequeña ciudad nuestra, señor<br />

Sánchez? Paréceme otearla <strong>de</strong> las nubes y vella gran<strong>de</strong> y sonora...<br />

Un rumor <strong>de</strong> pisadas le sobrecoge. Se incorpora con dificultad, <strong>de</strong> tan <strong>de</strong>scaecido.<br />

Acaso una fiera ron<strong>de</strong>, encandilada por las brasas.<br />

Prolongado silbo hien<strong>de</strong> el aire. En la espalda <strong>de</strong>l mozo se ha clavado una flecha.<br />

<strong>Galaz</strong> retroce<strong>de</strong>. Su grito salvaje se suma al coro <strong>de</strong>l bosque que aumenta con la llegada<br />

<strong>de</strong>l alba. De un salto, el capitán está junto a él. Arranca el arma profundamente hundida<br />

y mira azorado, más allá <strong>de</strong> la hoguera coruscante. Nada se distingue. La arboleda está<br />

inundada por una ancha marea <strong>de</strong> sombras y <strong>de</strong> luces. Parece una verja colosal —<br />

revueltos hierros y florido esmalte— que les aísla <strong>de</strong>l resto <strong>de</strong>l mundo.<br />

<strong>Galaz</strong> cayó boca abajo. Braceó en la niebla rosada, cual si esperara el socorro <strong>de</strong><br />

invisibles manos.<br />

Ahora le sacu<strong>de</strong>n convulsiones mortales.<br />

Todo fue tan veloz, tan inesperado, que Sánchez Garzón duda un instante y luego<br />

<strong>de</strong>scorre el cerrojo <strong>de</strong> una arqueta <strong>de</strong> medicinas. Sajará la herida, <strong>de</strong>scarnará sus labios<br />

y volcará <strong>de</strong>ntro el polvo <strong>de</strong> solimán mezclado con agua <strong>de</strong> membrillo. Va a hacerlo, pero<br />

<strong>Galaz</strong> vuelve hacia él los ojos y, con un gesto imperioso, le para. La sonrisa <strong>de</strong>l mancebo<br />

se <strong>de</strong>muda. El dolor le tira los rasgos hacia las sienes.<br />

—Quiétese —balbucea— esto se acaba y mejor es terminallo ansí... Ya siento, en las<br />

entrañas, el fuego venenoso... Tiene dientes <strong>de</strong> perro...<br />

El otro ha cogido el dardo y lo examina. En la extremidad, lleva un trozo <strong>de</strong><br />

pergamino garabateado. Está puesto allí, todavía vibrante, a modo <strong>de</strong> esos carteles <strong>de</strong><br />

<strong>de</strong>safío que los ballesteros lanzaban contra las torres asediadas. Sánchez Garzón lee:<br />

74 Manuel Mujica Láinez<br />

<strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong><br />

Ansí se venga Pedro <strong>Martín</strong>ez.<br />

La cólera le trastorna. Levanta la espada <strong>de</strong> su compañero y da con ella estocadas<br />

feroces.<br />

—¡Le he <strong>de</strong> matar —ruge— aunque tenga que hurgar esta maleza <strong>de</strong>l Demonio, sin<br />

olvidar ni un brote ni una brizna! ¡Le he <strong>de</strong> matar con <strong>de</strong>leite y arrastraré el cuerpo hasta<br />

aquí, por una pierna, para que le veáis agonizar!<br />

Luengo y membrudo, semeja un semidiós irritado.<br />

<strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> Bracamonte no le escucha. Su <strong>de</strong>lirio y los murmullos selváticos crecen con<br />

la aurora. Hay sangre en los árboles altos como cíclopes. Una bandada <strong>de</strong> cotorras se<br />

persigue, entre las hojas <strong>de</strong> metal. En la diestra <strong>de</strong>l capitán, el acero es un haz <strong>de</strong><br />

llamas.<br />

—¡La ciudad! ¡La ciudad! —gime el paje <strong>de</strong>sfallecido—. ¡Dadme la espada <strong>de</strong>l agüelo!<br />

La ciudad <strong>de</strong> oro... Toda <strong>de</strong> oro... Una calzada <strong>de</strong> esmeraldas y la otra <strong>de</strong> piedras<br />

azules... ¡A ganalla, a ganalla, por <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>!<br />

Su hablar se rompe.<br />

—¡A mí, a mí, Alanís Sánchez! ¿Por qué ceñís corona <strong>de</strong> rey y ese manto?<br />

Un esfuerzo postrero le alza. Tien<strong>de</strong> el oído ansioso. Los tímpanos le suenan como<br />

caracoles marinos.<br />

—La ciudad... La ciudad... ¡Escuche su merced!

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