Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez

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“Hay signos —prosiguió— que iluminan al más ciego. Recuerde su merced que aquí mesmo, en Santa Fe, en el templo de la Compañía de Jesús, la imagen de la Purísima sudó milagrosamente, cuatro años ha. Por ese licor santo, le pido que no me abandone. Pedro Sánchez no resistió a una voz que rejuvenecía sus viejas quimeras. Sintió, en las entrañas, el ardor loco de la aventura. El incendio le inflamaba también; ese incendio que rugía a la vera del río, rumbo al Paraguay, retorciendo los árboles y haciendo restallar las ambiciones. Puso la mano a la espada y dijo: —Nada me ha de cerrar el paso, ni la sed ni la hambre. A la noche siguiente, la tropa del gobernador emprendió la marcha de regreso. El capitán y el paje asistieron a su partida, disimulados entre unos ñandubays de acorazado tronco. El ansia de la vuelta aguijaba a los soldados. Alguno cantaba y tañía una guitarra. Muchos ataron a los largos mosquetes y a sus horquillas las lanzas de la tribu calchaquí. Dos picaros habían encerrado a un tucán en una jaula. Llevábanlo balanceándose, suspendido en una alabarda cuyos extremos reposaban en sus hombros. Las herronadas del pajarraco, que asomaba el pico enorme entre los listones, provocaban la mofa de los pilluelos. “¡Húchoho! ¡húchoho!”, le hostigaban, remedando la voz de los halconeros cuando llaman a sus aves de presa. Por más de una hora, Galaz y su viejo amigo vieron alejarse la cabalgata. La luna llena creció como una gran flor redonda, sobre los faroles rojos. Fuéronse extinguiendo las hogueras. Y del horizonte llegaban aún, confusamente, en un susurro de brisa, los gritos de la soldadesca: —¡A Buenos Aires! ¡A Buenos Aires! 72 Manuel Mujica Láinez Don Galaz de Buenos Aires

QUINCE EL DORADO LA MARCHA AZAROSA, terrible. Al anochecer, no se sabe si los juncales se van poblando de luciérnagas o de ojos de pumas. Gritos ondulantes y fatigados retumban en la selva como en una catedral enorme. El aleteo de un pájaro —urraca, zorzal u hornero— agita las ramas. Pasa a ciegas, arremetiendo con todo, una piara de jabalíes. Luego el silencio, el espantoso silencio del bosque, que se eleva a manera de un latido de la tierra húmeda, agiganta el más leve crujir de hojarasca. Los algarrobos, los quebrachos, los timbos y los peteribíes crecen en el aire, como columnas cuyos invisibles capiteles soportan el peso de la bóveda negra. Allá arriba, entre el follaje umbroso, tiritan las estrellas heladas. Un vapor frío comienza a envolver los troncos y se adhiere a las ropas de los viajeros. Galaz parece un desandrajado. El jubón que doña Uzenda le diera, a su partida de Buenos Aires, pende en jirones que dejan ver la carne flaca y tostada. En la barba de Sánchez Garzón hay gotas de rocío. Nebulosa y flotante, el brillo mortecino le presta perfiles fantasmagóricos. Seis días hace ya que cabalgan. La selva se prolonga sin término. Es la selva bruja de los cuentos oídos junto al llar, en la cocina del caserón. Los duendes se esconden en sus raíces y las Amazonas galopan desnudas por sus claros, en alto las lanzas de mohara hiriente. Alguno de estos árboles será el guayacán que da mariposas por frutos. Seis días. Los indios que les acompañaban, con un trujamán a la cabeza, les abandonaron ayer. Van solos y llevan del cabestro a un mulo cargado de armas y provisiones. A las veces, tienen que hacer alto, pues la maraña boscosa es tan tupida y tan agudas las zarzas, que las bestias no pueden avanzar. A golpes de hocino, abren un sendero estrecho y siguen adelante, perdido el rumbo, guiándose apenas por los astros. No hablan. El capitán canturrea entre dientes: En Tacuba está Cortés con su escuadrón esforzado... Calla para apartar una rama espinosa, que quiso garfearle y a poco reanuda la misma estrofa: En Tacuba está Cortés con su escuadrón esforzado... La fiebre les consume. Es la calentura que les empujó a la hazaña imposible de conquistar, sin otra ayuda, un imperio cuyos caminos están llenos de extraviados y de locos, y en cuya frontera imaginaria se pudren, hace un siglo, los esqueletos de los hombres más intrépidos de España. Galaz se tambalea en el arzón. Con voz empañada, pide a su amigo que le auxilie para desmontar. Harán noche en una calva de la floresta. El capitán reúne el ramaje esparcido y pronto se eleva, jubilosa, la fogata que alejará a los tigres. El paje se acostó sobre la capa. Conserva el acero al alcance de la mano. Sus ojos, enrojecidos por la larga vigilia, buscan la luz fresca y descansada de las estrellas, entre las copas vegetales. Manuel Mujica Láinez 73 Don Galaz de Buenos Aires

“Hay signos —prosiguió— que iluminan al más ciego. Recuer<strong>de</strong> su merced que aquí<br />

mesmo, en Santa Fe, en el templo <strong>de</strong> la Compañía <strong>de</strong> Jesús, la imagen <strong>de</strong> la Purísima<br />

sudó milagrosamente, cuatro años ha. Por ese licor santo, le pido que no me abandone.<br />

Pedro Sánchez no resistió a una voz que rejuvenecía sus viejas quimeras. Sintió, en<br />

las entrañas, el ardor loco <strong>de</strong> la aventura. El incendio le inflamaba también; ese incendio<br />

que rugía a la vera <strong>de</strong>l río, rumbo al Paraguay, retorciendo los árboles y haciendo<br />

restallar las ambiciones. Puso la mano a la espada y dijo:<br />

—Nada me ha <strong>de</strong> cerrar el paso, ni la sed ni la hambre.<br />

A la noche siguiente, la tropa <strong>de</strong>l gobernador emprendió la marcha <strong>de</strong> regreso. El<br />

capitán y el paje asistieron a su partida, disimulados entre unos ñandubays <strong>de</strong> acorazado<br />

tronco.<br />

El ansia <strong>de</strong> la vuelta aguijaba a los soldados. Alguno cantaba y tañía una guitarra.<br />

Muchos ataron a los largos mosquetes y a sus horquillas las lanzas <strong>de</strong> la tribu calchaquí.<br />

Dos picaros habían encerrado a un tucán en una jaula. Llevábanlo balanceándose,<br />

suspendido en una alabarda cuyos extremos reposaban en sus hombros. Las herronadas<br />

<strong>de</strong>l pajarraco, que asomaba el pico enorme entre los listones, provocaban la mofa <strong>de</strong> los<br />

pilluelos. “¡Húchoho! ¡húchoho!”, le hostigaban, remedando la voz <strong>de</strong> los halconeros<br />

cuando llaman a sus aves <strong>de</strong> presa.<br />

Por más <strong>de</strong> una hora, <strong>Galaz</strong> y su viejo amigo vieron alejarse la cabalgata. La luna<br />

llena creció como una gran flor redonda, sobre los faroles rojos. Fuéronse extinguiendo<br />

las hogueras. Y <strong>de</strong>l horizonte llegaban aún, confusamente, en un susurro <strong>de</strong> brisa, los<br />

gritos <strong>de</strong> la solda<strong>de</strong>sca:<br />

—¡A <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>! ¡A <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>!<br />

72 Manuel Mujica Láinez<br />

<strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>

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