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Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez

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El bufón va a<strong>de</strong>lante, revolcándose en el polvo, con tal <strong>de</strong>streza que su sombrero no<br />

sufre ni el más leve estropicio. Lo trae en la mano, como si fuera un pájaro <strong>de</strong> cetrero <strong>de</strong><br />

larga cola escarlata. Sigue el gobernador, saludando. A mitad <strong>de</strong> camino, mientras cruza<br />

la plaza, se vuelve hacia don Gaspar y le dice, entre veras y burlas:<br />

—Me cantan agora en la mente unos versos <strong>de</strong> Publio Virgilio, que aprendí<br />

mochacho:<br />

Vivite felices, quibus est fortuna peracta<br />

iam sua: nos alia ex aliis fata vocamur.<br />

Que se traducen: “Vivid felices, vosotros cuya fortuna está fijada ya. A nosotros el<br />

<strong>de</strong>stino nos lleva <strong>de</strong> prueba en prueba”.<br />

Hasta su a<strong>de</strong>mán —el brazo tendido y la cabeza altanera— trae reminiscencias<br />

romanas y renacientes, <strong>de</strong>masiado pomposas, en su ecuestre orgullo, para ese marco <strong>de</strong><br />

chozas y <strong>de</strong> lodo.<br />

Los bueyes mugen <strong>de</strong>trás. Las ruedas redondas <strong>de</strong> las carretas se hun<strong>de</strong>n en el<br />

polvillo. Piafa la caballería. Chicuelos zaparrastrosos y perros <strong>de</strong>s<strong>de</strong>ntados corren entre<br />

los brutos. La Plaza vibra con el choque <strong>de</strong> las armas y la risa <strong>de</strong> la solda<strong>de</strong>sca.<br />

Pedro <strong>Martín</strong>ez, el mestizo, trota a corta distancia <strong>de</strong> don Mendo. <strong>Galaz</strong> cabalga junto<br />

al capitán Sánchez Garzón. El enano quedó con doña Uzenda, secándose las lágrimas.<br />

Ya partió la expedición que ha <strong>de</strong> avasallar a los indios rebel<strong>de</strong>s. Ya sale <strong>de</strong> la ciudad.<br />

Ya se aleja. Ya se abre ante sus ojos la pampa enorme y luminosa. <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> Bracamonte<br />

se torna hacia <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>. Con una sola mirada, envuelve al caserío bienamado: el<br />

Fuerte <strong>de</strong> San Juan Baltasar, la Plaza y las iglesicas, los patios con sus parrales bajo el<br />

cielo <strong>de</strong>svaído.<br />

A poco <strong>de</strong> haber iniciado la marcha, el mestizo comprendió que sus esperanzas<br />

carecían <strong>de</strong> asi<strong>de</strong>ro. Había sido <strong>de</strong> los primeros en incorporarse a la expedición. Con ello<br />

creyó recobrar la popularidad perdida. Una turbia leyenda le marcaba con sello<br />

infamante. Leyenda <strong>de</strong> artera <strong>de</strong>lación y <strong>de</strong> granjeria sórdida. Sus amigos <strong>de</strong> antaño le<br />

esquivaban. Ya nadie prestaba atención a sus hablillas <strong>de</strong> Corte. Un día, poco antes <strong>de</strong><br />

partir, mientras relataba en un corro el curioso escándalo <strong>de</strong>l convento madrileño <strong>de</strong> San<br />

Plácido, cuya superiora, que era una Silva y Cerda, fue acosada con toda la comunidad<br />

por un <strong>de</strong>monio íncubo, don Gaspar <strong>de</strong> Gaete le interrumpió con violencia:<br />

—¡Qué entendéis vos <strong>de</strong>sas cosas, farmallero! ¡Lo más sabio fuera callaros; día<br />

llegará en que alguno os taje la lengua!<br />

Muerto Alanís, para siempre cerradas las puertas <strong>de</strong> doña Uzenda, abrumado por el<br />

<strong>de</strong>sdén <strong>de</strong>l gobernador a quien habían contado que ese hombrecito mitad indio osó tomar<br />

para blanco <strong>de</strong> su maledicencia a la señora duquesa <strong>de</strong> Albuquerque, Pedro sintió trepar<br />

en torno, como un abrojal espinoso, a su peor enemiga: la soledad. Se equivocó<br />

reciamente si supuso que el andar en compañía <strong>de</strong> los <strong>de</strong>más expedicionarios,<br />

compartiendo sinsabores y pala<strong>de</strong>ando glorias, disiparía aquella aojadura terrible. En la<br />

jornada inicial, buscó <strong>de</strong> acercarse a don Mendo. Como reparara en él, el jefe envió un<br />

paje para <strong>de</strong>cirle que no era ese su lugar. Igual acogida le brindaron los otros caballeros.<br />

Sánchez Garzón le gritó:<br />

—¿A qué sois venido, Pedro <strong>Martín</strong>ez; no comprendéis que aquesta es empresa <strong>de</strong><br />

hombres? ¿Cómo no quedasteis en <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>, con las mujeres, para torcer el lino?<br />

Un <strong>de</strong>specho feroz le hizo apretar los dientes. Tenía en la boca un sabor amargo.<br />

A la zaga <strong>de</strong> todos, <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> Bracamonte ponía espuelas a su zaino.<br />

El mestizo pensó que no se atrevería a rehuirle. ¿Por ventura no fue él, Pedro<br />

<strong>Martín</strong>ez, testigo <strong>de</strong>l <strong>de</strong>lito que la ciudad toda quería olvidar? Gracia tendría y mucha que<br />

le recibiera con <strong>de</strong>s<strong>de</strong>nes.<br />

Sus cabalgaduras estaban a par. <strong>Martín</strong>ez recobró por un momento la antigua<br />

balardonería. Le saludó como solía hacerlo cuando juntos leían las prosas <strong>de</strong> Amadís <strong>de</strong><br />

Gaula:<br />

—¡Bienvenido, <strong>Galaz</strong>, báculo y mitra!<br />

El no obtener respuesta, el advertir que ni un músculo se movía en la cara <strong>de</strong>l paje,<br />

Manuel Mujica Láinez 69<br />

<strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>

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