Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez
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ufonescamente, la <strong>de</strong> los retratos aparatosos que muestran a los príncipes con la mano<br />
puesta en el Toisón.<br />
El pregonero insistió, balanceando las piernas corvas como cimitarras:<br />
—Su merced anda con el mirar en tierra. Parece un frailico. No pier<strong>de</strong> misa, ni<br />
procesión, ni rosario. La trampa se abre ante sus ojos e no la ve. También ha dicho el<br />
obispo que los que se empeñan en la humildad y <strong>de</strong>lla se admiran y regocijan y por ella<br />
se tienen en mucho secretamente, cometen pecado <strong>de</strong> mayor alcance, por su <strong>de</strong>leite<br />
escondido, que los vanidosos <strong>de</strong> título o <strong>de</strong> hacienda.<br />
<strong>Galaz</strong> saltó <strong>de</strong> su silla, agraviado por tanto <strong>de</strong>senfado:<br />
—¡Vos sois el Demonio y el armador <strong>de</strong> tretas! ¡Salí, pigmeo, salí presto o he <strong>de</strong><br />
haceros sentir lo que vale la olvidada discreción!<br />
Diego Rivero se encasquetó el sombrero y abandonó la estancia. Marchaba con<br />
recelosa dignidad, espiando por encima <strong>de</strong>l hombro.<br />
Una vez más, el paje titubeó. Todos los caminos le estaban vedados. A poco que los<br />
recorría, un sino pérfido embarullaba el rumbo y le empujaba, tumultuosamente, hacia<br />
su perdición. ¿Qué habría <strong>de</strong> cierto en las palabras <strong>de</strong>l bufón? Trató <strong>de</strong> averiguar, en su<br />
fuero interno, el efecto que le había causado. Fue inútil, pues tropezaba doquier con<br />
pasiones alzadas y sentimientos confusos. ¿Acaso aquella cólera airada, que no había<br />
logrado amordazar, no era señal evi<strong>de</strong>nte <strong>de</strong> la razón que al otro movía?<br />
El orgullo no le daba <strong>de</strong>scanso. Usaba los más raros ardi<strong>de</strong>s para acosarle. Le<br />
perseguía con sus artificios; le señalaba la cumbre enhiesta y, cuando se creía próximo a<br />
alcanzarla, advertía que la imagen soberbia se <strong>de</strong>rrumbaba y se <strong>de</strong>shacía en una neblina<br />
turbia. <strong>Don</strong><strong>de</strong> ansiaba <strong>de</strong>scubrir la gloria humana o divina, estaba esperándole la<br />
vanagloria con su oropel <strong>de</strong> comedia.<br />
En la Catedral llamaron a oración. El mozo se puso <strong>de</strong> rodillas y comenzó a rezar.<br />
Gruesas lágrimas le corrían por la cara.<br />
Al día siguiente, el capitán Pedro Sánchez Garzón se presentó con noticias <strong>de</strong> bulto.<br />
La ciudad andaba revolucionada. Según explicó entre mate y mate, el gobernador don<br />
Mendo <strong>de</strong> la Cueva y Benaví<strong>de</strong>z había dispuesto salir en persona a pacificar a los<br />
calchaquíes que causaban estragos en la jurisdicción <strong>de</strong> Santa Fe. Cien españoles y<br />
trescientos indios le acompañarían. Acaso más tar<strong>de</strong> se le reunieran seiscientos<br />
guaraníes adiestrados por padres <strong>de</strong> la Compañía <strong>de</strong> Jesús. Muchos hidalgos querían ser<br />
<strong>de</strong> la partida. La vieja sangre castellana, remozada por el picor <strong>de</strong>l peligro, hervía en las<br />
venas. La vida apacible <strong>de</strong> la al<strong>de</strong>a no pudo apagar aquel escondido fuego <strong>de</strong> la raza que,<br />
llegada la ocasión, crepitaba con bravura. La gente corría por las calles, discutiendo y<br />
comentando. Se frotaban las armas, se remendaban los tahalíes, se reunía bastimento.<br />
Era la voz atávica <strong>de</strong> la conquista, gozosa y viril. La voz robusta, que como los genios<br />
pintados en las cartas <strong>de</strong> marear, henchía los velámenes.<br />
—Las canas no me han <strong>de</strong> vedar el esgrimir la espada —proseguía el anciano—.<br />
Nervio no me falta ni coraje. Tendió el brazo <strong>de</strong>recho a <strong>Galaz</strong>, para que tanteara la<br />
dureza <strong>de</strong> los músculos. Parecía trenzado con raíces.<br />
El mancebo no disimuló su admiración. Aquel viejo <strong>de</strong> mirar encendido, cabello<br />
revuelto y manos nerviosas, era un ejemplo vibrante. <strong>Galaz</strong> le comparó,<br />
inconscientemente, a una brasa que el viento más leve transformaría en hoguera<br />
tumultuosa. Su imaginación <strong>de</strong>sbocada le arrastraba ya, roto el freno y <strong>de</strong>s<strong>de</strong>ñados los<br />
estribos. Tenía la cabeza llena <strong>de</strong> nombres magníficos. Los repetía como si levantara<br />
pendones.<br />
Doña Uzenda se tapaba los oídos e invocaba a San Roque, su patrono. Sánchez<br />
Garzón sería la perdición <strong>de</strong> su sobrino. ¿A qué venía, con tanto ruido <strong>de</strong> lanzas? <strong>Galaz</strong><br />
no daba un maravedí por esas fantasías marciales. ¿El capitán no había advertido el<br />
cambio que en dos años se operó? <strong>Galaz</strong> sería obispo <strong>de</strong>l Río <strong>de</strong> la Plata, o cura <strong>de</strong> la<br />
Catedral o arcediano, que es función <strong>de</strong>licadísima y hace las veces <strong>de</strong> ojos <strong>de</strong>l prelado.<br />
Ella le cosería ornamentos. Le bordaría una casulla primorosa, con hilos <strong>de</strong> oro y <strong>de</strong><br />
plata, una casulla como no la tuvo jamás el arzobispo <strong>de</strong> la Ciudad <strong>de</strong> Los Reyes...<br />
El paje se pasó un lienzo por los labios. Puso su mano en el guante <strong>de</strong>l soñador:<br />
—Yo tengo <strong>de</strong> ir con su merced, señor capitán, a castigar a los infieles calchaquíes.<br />
Manuel Mujica Láinez 65<br />
<strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>