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Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez

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Mendo <strong>de</strong> la Cueva y <strong>de</strong>l guardián <strong>de</strong> San Francisco. Presto advirtió que sus palabras se<br />

estrellaban, impotentes, contra el muro frío <strong>de</strong> aquellos ojos calmos. Luego, como viera<br />

que <strong>Galaz</strong> leía y releía el Flos Sanctorum, <strong>de</strong> Villegas, respiró aliviada. De aquel libro<br />

nacería la luz <strong>de</strong> salvación.<br />

Sólo el enano parecía gozar <strong>de</strong> su amistad. Íbalo a buscar, <strong>de</strong> tar<strong>de</strong>. Salían a vagar<br />

juntos. El pregonero espantaba los importunos, como si fueran mosquitos. Les arrojaba<br />

guijarros. Les escupía. Les insultaba. Alguno recibió, en la pierna, un puntapié furioso,<br />

pues sus fuerzas no alcanzaban más arriba. Llegaban así a las barrancas <strong>de</strong>l río. El paje<br />

se echaba en la hierba y el enano se estaba tieso que tieso, sentado en unas raíces. La<br />

pesada quietud se quebraba para señalar una vela, que se henchía en lontananza, o para<br />

que Rivero contara un chisme <strong>de</strong>l Fuerte. <strong>Galaz</strong> le escuchaba distraído, mordiscando una<br />

hoja, hasta que el relato, iniciado con brío resuelto, disminuía y se apagaba y moría en<br />

un murmurio, como esas cataratas fragorosas que, poco a poco y a medida que corren,<br />

se extinguen levemente, trocadas en arroyuelos <strong>de</strong> perezoso andar.<br />

También solía <strong>de</strong>partir con el arcediano. <strong>Galaz</strong> iba a verle al Palacio Episcopal.<br />

Cruzaba los patios familiares, olientes a iglesia y a frutas y veía las casullas <strong>de</strong> lujo, las<br />

que se usaban en ocasiones contadas, puestas al sol, por temor <strong>de</strong> la polilla. Algunas<br />

mariposas volaban alre<strong>de</strong>dor. Encontraba a don Pedro Montero <strong>de</strong> Espinosa dando <strong>de</strong><br />

comer a los gallináceos. Un lienzo amarillo, anudado en la tonsura, le hacía semejar,<br />

graciosamente, a una gitana vieja. El clérigo le saludaba <strong>de</strong> lejos, sacudiendo la falda<br />

llena <strong>de</strong> granos. Luego le invitaba a pasear con él por el corredor <strong>de</strong> arquería, que tenía<br />

pujos <strong>de</strong> claustro conventual. Comentaban el dulzor y la aspereza <strong>de</strong> la santidad. Se<br />

<strong>de</strong>tenían, a veces, para hojear el Flos, en busca <strong>de</strong> un ejemplo. En la galería sombrosa,<br />

sus zapatos claveteados sonaban rítmicamente.<br />

<strong>Galaz</strong> hablaba poco y escuchaba mucho. Un suave consuelo le invadía cuando oía<br />

contar la vida <strong>de</strong> Ignacio <strong>de</strong> Loyola, recién canonizado. Aquel militar que halló el camino<br />

<strong>de</strong> perfección en el Flos Sanctorum le cautivaba como un arcángel pensativo.<br />

En otras oportunida<strong>de</strong>s, el arcediano encomiaba a los varones claros que supieron<br />

triunfar <strong>de</strong> la tentación <strong>de</strong> la carne. Pintaba a San Benito, revolcándose entre espinas; al<br />

seráfico San Francisco, aplacando sus ardores con la nieve y a San Martiniano, el<br />

solitario, que por combatir los zarpazos <strong>de</strong> la fiera impúdica encendió lumbre y se arrojó<br />

sobre las llamas.<br />

El paje no sentía ya la uñarada voluptuosa. La ausencia <strong>de</strong> Violante y las máscaras<br />

torvas que alzaba su recuerdo, le servían <strong>de</strong> escudo.<br />

Poco a poco, se fue cauterizando la llaga pecaminosa que le roía. A medida que el<br />

eclesiástico le alentaba para que tuviera más y más confianza, imaginaba que le<br />

arrancaban <strong>de</strong> los miembros unos andrajos pestíferos, manchados <strong>de</strong> podre, hasta<br />

alcanzar a la <strong>de</strong>snuda pureza.<br />

Sosiego jamás experimentado le arropaba ahora. En la calle, sonreía a los truhanes<br />

que, en achaque <strong>de</strong> entretenimiento, le <strong>de</strong>cían:<br />

—¿Qué haces, bobo? ¿Qué haces, bobo?<br />

Hasta que algún caballero, molestado por el agravio que sufría el hijo <strong>de</strong> don Juan <strong>de</strong><br />

Bracamonte, les apostrofaba, blandiendo la vara <strong>de</strong> ceremonia, sin miramientos para las<br />

orejas doncellas que allí cerca pudieran disimularse.<br />

De noche, en la tertulia <strong>de</strong>l obispo, los familiares felicitaban al arcediano por su<br />

victoria.<br />

Las lluvias y el frío <strong>de</strong>l mes <strong>de</strong> junio <strong>de</strong> 1640 obligaron a <strong>Galaz</strong> a permanecer en su<br />

casa. El enano acudía a visitarle.<br />

Una noche, Rivera le dijo, entre veras y burlas:<br />

—Vuesarcé corre peligro <strong>de</strong> creerse santo o en vías <strong>de</strong> bienaventuranza. Yo tengo<br />

oído a Su Ilustrísima que es riesgo notable, pues los que rehuyen celosamente la ocasión<br />

<strong>de</strong> pecado e hacen dura penitencia, caen en aquella treta <strong>de</strong>lgada que les armó el<br />

Demonio. El Demonio es sagaz.<br />

El mancebo no respondió. El enano estaba sentado en la cuja, bajo el escudo<br />

carcomido. Con la diestra, cogía el trocito <strong>de</strong> coral que pendía <strong>de</strong> una ca<strong>de</strong>nilla, sobre el<br />

pecho, y que llevaba para preservarse contra el aojo. Su actitud recordaba,<br />

64 Manuel Mujica Láinez<br />

<strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>

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