Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez
Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez
trozo de vaca y el olor de carne chamuscada cargaba la atmósfera, densa ya de hedores y espesa de humo. Una mulata sonriente cruzó el recinto con una bandeja tintinante de cubiletes de estaño. Las caderas blandas y gordas le temblaban. Llevaba aros de cobre. Se oyó en la estancia vecina una voz de mujer que cantaba al son seco de las castañetas. —Ándalo la zarabanda —interrumpió el enano con un guiño que le arrugó las mejillas—: 52 Manuel Mujica Láinez Don Galaz de Buenos Aires Ándalo la zarabanda, que el amor te lo manda, manda... Los negros rompieron a reír y en el otro aposento una risa se alzó, clara y filosa. Galaz se abrió paso entre el esclavaje. Se reconocía noble, fino de clase, espigado, libre de la mácula racial que se origina en las sangres turbias. Marchaba entre las caras de ébano, con una facilidad de gran señor por derecho divino, lejano y condescendiente. Acaso no de otra manera recorriera don Rubí de Bracamonte, el almirante, las sentinas de sus navíos, obstruidas por los bancos de los galeotes. La mulata obesa corrió hacia él, en un oleaje de chasquidos, de ajorcas, de gargantillas y de dientes. No le quería dejar entrar allí donde estallara la risa de Soledad y, miedosa y zalamera, le tironeaba de la capa. Pero Galaz de Bracamonte —don Rubí de Bracamonte, almirante, almirante, almirante— eludió el torbellino y empujó la puerta. La obscuridad lo inundaba todo. Un velón con cuatro mecheros reposaba en el suelo de tierra apisonada. A su claror espectral, el mozo distinguió a Pedro Martínez, el mestizo. Estaba acurrucado en cuclillas sobre unas almohadas y acariciaba las cuerdas de una vihuela. En pocos segundos, los ojos de Galaz vencieron a la sombra. Divisó en un ángulo a la mujer que había bajado de la Asunción, por el río que fluye entre juncos, para traer a Buenos Aires una ráfaga cálida del trópico. Había conservado la piel amarillenta rojiza, el cabello sin ondas, la talla pequeña y las manos y los pies delicados de los guaraníes. De ellos tenía los ojos indolentes, pero la estirpe andaluza había impreso en ella su sello hondo. La traicionaba el ardor de su postura, el empuje esbelto y flamígero que aún en un momento como aquél, de abandono y molicie, la mantenía erecta, retadora, en los cojines aplastados. Había un hombre junto a ella. Le hablaba quedo, al oído. De cuando en vez, le besaba una de las manos, en las que los crótalos semejaban raros joyeles. Cuando Galaz se irguió, orgullosamente, en el vano de la puerta, Soledad dio un empellón a su amante. Martínez levantó el velón y su luz se derramó en cascada sobre los cabellos rubios de Alanís. Quedaron los tres mirándose, sin murmurar palabra. La paraguaya quebró el silencio con un arrullo mimoso: —¡Jesú, Jesú, vení, seor delgaducho! ¡Cuánta espina! Rió largamente. Alanís la acompañó con una sonrisa turbada. Entonces Galaz notó que, en el testero opuesto del aposento, su imagen le estaba haciendo burlas. Colgaba allí un gran espejo italiano, dorado, con rocosas alegorías talladas en el marco; una cornucopia de palacio de virreyes cuyo origen no podía explicarse en aquel rancho humilde de la dehesa de Buenos Aires. Trofeo quizá de amores con un rico encomendero del Perú, permanecía suspendido en la tristeza de las paredes, feas y sucias como harapos, mal embadurnadas de cal. Su luna casi verde, casi líquida, color del agua veneciana, reflejaba a Galaz. El paje se juzgó desmedrado y ridículo; los brazos caían interminables, la nariz aguda, la boca estrecha y contraída renegaban del hidalgo desplante de los mayores. En el agua del espejo zozobraban una vez más sus ambiciones desmedidas. En su quietud se debatía, espantosamente, don Rubí de Bracamonte, y con él, la honra pura de los trasabuelos. Esa tarde había muerto Galaz, el Galaz de Lanzarote del Lago, el Galaz de la hazaña estruendosa, acorralado por la mofa del escepticismo. Uno a uno, sus sueños caían truncos. ¡Qué amarga pesadumbre! ¡Qué flojedad; qué sentirse vaciar las venas, por un vampiro insaciable, hasta no ser más que un odre abandonado!
La hembra continuaba, trémula de picardía, jugando en el ahogador de granates: —No sufra su mercé, don Cañuto. Lléguese a nuestra compañía. Sus castañetas remedaron el cloqueo de las viejas, cuando ríen. Un rayo bermejo, hiriente, lastimó los ojos de Galaz. Su enardecida locura destrozaba los grilletes. Alanís reculó, entre las almohadas, pero ya era tarde. Por tres veces, el paje le hincó en el cuello la daga corta. El otro se llevó ambas manos al pecho, y sobre la confusión de la ropilla, saltó un medallón que sujetaba una cadena. Era el retrato resquebrajado de un caballero. Galaz no paró mientes en él. Mataba duramente, fríamente, como quien celebra un rito. Nada podían los alaridos de Soledad; nada la lucha del enano y del mestizo, que se abalanzaron sobre el arma sangrienta. Galaz se vio tambalear, abrazado al cadáver, en el azogue venenoso del espejo. Manuel Mujica Láinez 53 Don Galaz de Buenos Aires
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trozo <strong>de</strong> vaca y el olor <strong>de</strong> carne chamuscada cargaba la atmósfera, <strong>de</strong>nsa ya <strong>de</strong> hedores<br />
y espesa <strong>de</strong> humo.<br />
Una mulata sonriente cruzó el recinto con una ban<strong>de</strong>ja tintinante <strong>de</strong> cubiletes <strong>de</strong><br />
estaño. Las ca<strong>de</strong>ras blandas y gordas le temblaban. Llevaba aros <strong>de</strong> cobre.<br />
Se oyó en la estancia vecina una voz <strong>de</strong> mujer que cantaba al son seco <strong>de</strong> las<br />
castañetas.<br />
—Ándalo la zarabanda —interrumpió el enano con un guiño que le arrugó las<br />
mejillas—:<br />
52 Manuel Mujica Láinez<br />
<strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong><br />
Ándalo la zarabanda,<br />
que el amor te lo manda, manda...<br />
Los negros rompieron a reír y en el otro aposento una risa se alzó, clara y filosa.<br />
<strong>Galaz</strong> se abrió paso entre el esclavaje. Se reconocía noble, fino <strong>de</strong> clase, espigado,<br />
libre <strong>de</strong> la mácula racial que se origina en las sangres turbias. Marchaba entre las caras<br />
<strong>de</strong> ébano, con una facilidad <strong>de</strong> gran señor por <strong>de</strong>recho divino, lejano y con<strong>de</strong>scendiente.<br />
Acaso no <strong>de</strong> otra manera recorriera don Rubí <strong>de</strong> Bracamonte, el almirante, las sentinas<br />
<strong>de</strong> sus navíos, obstruidas por los bancos <strong>de</strong> los galeotes.<br />
La mulata obesa corrió hacia él, en un oleaje <strong>de</strong> chasquidos, <strong>de</strong> ajorcas, <strong>de</strong><br />
gargantillas y <strong>de</strong> dientes. No le quería <strong>de</strong>jar entrar allí don<strong>de</strong> estallara la risa <strong>de</strong> Soledad<br />
y, miedosa y zalamera, le tironeaba <strong>de</strong> la capa. Pero <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> Bracamonte —don Rubí <strong>de</strong><br />
Bracamonte, almirante, almirante, almirante— eludió el torbellino y empujó la puerta.<br />
La obscuridad lo inundaba todo. Un velón con cuatro mecheros reposaba en el suelo<br />
<strong>de</strong> tierra apisonada. A su claror espectral, el mozo distinguió a Pedro <strong>Martín</strong>ez, el<br />
mestizo. Estaba acurrucado en cuclillas sobre unas almohadas y acariciaba las cuerdas <strong>de</strong><br />
una vihuela. En pocos segundos, los ojos <strong>de</strong> <strong>Galaz</strong> vencieron a la sombra. Divisó en un<br />
ángulo a la mujer que había bajado <strong>de</strong> la Asunción, por el río que fluye entre juncos,<br />
para traer a <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong> una ráfaga cálida <strong>de</strong>l trópico. Había conservado la piel<br />
amarillenta rojiza, el cabello sin ondas, la talla pequeña y las manos y los pies <strong>de</strong>licados<br />
<strong>de</strong> los guaraníes. De ellos tenía los ojos indolentes, pero la estirpe andaluza había<br />
impreso en ella su sello hondo. La traicionaba el ardor <strong>de</strong> su postura, el empuje esbelto y<br />
flamígero que aún en un momento como aquél, <strong>de</strong> abandono y molicie, la mantenía<br />
erecta, retadora, en los cojines aplastados.<br />
Había un hombre junto a ella. Le hablaba quedo, al oído. De cuando en vez, le<br />
besaba una <strong>de</strong> las manos, en las que los crótalos semejaban raros joyeles.<br />
Cuando <strong>Galaz</strong> se irguió, orgullosamente, en el vano <strong>de</strong> la puerta, Soledad dio un<br />
empellón a su amante. <strong>Martín</strong>ez levantó el velón y su luz se <strong>de</strong>rramó en cascada sobre<br />
los cabellos rubios <strong>de</strong> Alanís. Quedaron los tres mirándose, sin murmurar palabra. La<br />
paraguaya quebró el silencio con un arrullo mimoso:<br />
—¡Jesú, Jesú, vení, seor <strong>de</strong>lgaducho! ¡Cuánta espina!<br />
Rió largamente. Alanís la acompañó con una sonrisa turbada.<br />
Entonces <strong>Galaz</strong> notó que, en el testero opuesto <strong>de</strong>l aposento, su imagen le estaba<br />
haciendo burlas.<br />
Colgaba allí un gran espejo italiano, dorado, con rocosas alegorías talladas en el<br />
marco; una cornucopia <strong>de</strong> palacio <strong>de</strong> virreyes cuyo origen no podía explicarse en aquel<br />
rancho humil<strong>de</strong> <strong>de</strong> la <strong>de</strong>hesa <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>. Trofeo quizá <strong>de</strong> amores con un rico<br />
encomen<strong>de</strong>ro <strong>de</strong>l Perú, permanecía suspendido en la tristeza <strong>de</strong> las pare<strong>de</strong>s, feas y<br />
sucias como harapos, mal embadurnadas <strong>de</strong> cal. Su luna casi ver<strong>de</strong>, casi líquida, color<br />
<strong>de</strong>l agua veneciana, reflejaba a <strong>Galaz</strong>. El paje se juzgó <strong>de</strong>smedrado y ridículo; los brazos<br />
caían interminables, la nariz aguda, la boca estrecha y contraída renegaban <strong>de</strong>l hidalgo<br />
<strong>de</strong>splante <strong>de</strong> los mayores.<br />
En el agua <strong>de</strong>l espejo zozobraban una vez más sus ambiciones <strong>de</strong>smedidas. En su<br />
quietud se <strong>de</strong>batía, espantosamente, don Rubí <strong>de</strong> Bracamonte, y con él, la honra pura <strong>de</strong><br />
los trasabuelos. Esa tar<strong>de</strong> había muerto <strong>Galaz</strong>, el <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> Lanzarote <strong>de</strong>l Lago, el <strong>Galaz</strong><br />
<strong>de</strong> la hazaña estruendosa, acorralado por la mofa <strong>de</strong>l escepticismo. Uno a uno, sus<br />
sueños caían truncos. ¡Qué amarga pesadumbre! ¡Qué flojedad; qué sentirse vaciar las<br />
venas, por un vampiro insaciable, hasta no ser más que un odre abandonado!