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Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez

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Un raro hechizo emanaba <strong>de</strong>l viejo soldado. Sus i<strong>de</strong>as se afirmaban en raíces hondas.<br />

<strong>Galaz</strong> le miró, como si bebiera sus palabras. Juan <strong>de</strong> Vergara se encogió <strong>de</strong> hombros y<br />

<strong>de</strong>jó oír el son clarísimo <strong>de</strong> las monedicas en la faltriquera.<br />

—¡A jugar, a jugar, seores galanes! —carraspeó Rivero, haciendo bocina con las<br />

manos como cuando anunciaba un pregón.<br />

<strong>Don</strong> Mendo puso su diestra aristocrática en el hombro <strong>de</strong>l capitán, por vía <strong>de</strong><br />

consuelo: —Yo le agra<strong>de</strong>zco a su merced la intención generosa y el aviso leal, pero<br />

<strong>de</strong>nantes es cordura que abatamos la falsía <strong>de</strong> caracarás y calchaquíes y que limpiemos<br />

el río <strong>de</strong> puercos holan<strong>de</strong>ses.<br />

El pícaro pregonero palmeó largamente. Púsose a canturriar: —¡El Dorado es patraña<br />

<strong>de</strong> viejas! ¡El Dorado es patraña <strong>de</strong> viejos! —Rieron los hidalgos. Habían empezado a<br />

apercibir las sillas y a acondicionar los naipes. Moviéronse las mesas.<br />

<strong>Galaz</strong> se plantó, alto y <strong>de</strong>smedrado, entre los velones:<br />

—¡Quien dice que El Dorado es patraña —gritó— dice mentira!<br />

Suspendióse el apresto. El enano se escabulló bajo las piernas <strong>de</strong>l gobernador <strong>de</strong><br />

<strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>.<br />

—Vuesa merced está loco —murmuró Rojas Briones. <strong>Don</strong> Mendo clavó los <strong>de</strong>dos,<br />

como garras <strong>de</strong> azor, en los gavilanes <strong>de</strong> la espada: —Tenga su lengua el pajecillo —<br />

comenzó— e medite las palabras, que no hemos <strong>de</strong> sufrir arrogadas...<br />

<strong>Galaz</strong> dio un paso y arrojó las “Décadas”, que aún conservaba abiertas en las manos.<br />

Encendióse la cara <strong>de</strong>l viejo guerrero <strong>de</strong> Flan<strong>de</strong>s y su hijo sacó un puñal <strong>de</strong>l cinto.<br />

En ese momento, una voz que venía <strong>de</strong> los bastiones, apagada, casi inaudible, cobró<br />

fuerza en las imaginaciones, hasta parecer que una gran campana doblaba y doblaba en<br />

el aposento:<br />

—“¡Aquí <strong>de</strong> Dios! ¡Aquí <strong>de</strong> Dios y <strong>de</strong>l Rey! ¡Velas <strong>de</strong>l Brasil en el río! ¡Cuatro velas en<br />

el río!”<br />

El peligro conmovió todos los nervios. <strong>Don</strong> Mendo salió <strong>de</strong> la audiencia y echó a<br />

correr, a través <strong>de</strong> la Plaza <strong>de</strong> Armas, hacia las fortificaciones. Los otros le siguieron.<br />

También fue <strong>Galaz</strong>, husmeando el aire como un perro <strong>de</strong> caza. De pasada, cogió un<br />

antiguo bracamarte <strong>de</strong> arzón, <strong>de</strong> corvo lomo y afilada punta, que halló sobre un cofre.<br />

La lluvia había cesado. Un vientecito fresco agitaba los arbustos. Varias linternas<br />

parpa<strong>de</strong>aban en los pasadizos <strong>de</strong> ronda.<br />

—¡Tocar al arma! —iba <strong>de</strong>sgañitándose el gobernador—. ¡Tocar al arma! —<strong>de</strong>cía el<br />

pregonero—. ¡Al arma! ¡Al arma!... —<strong>Galaz</strong> blandía la hoja luciente. A corta distancia,<br />

con la lengua fuera, le aguijaba Tapia <strong>de</strong> Vargas: —¡Los holan<strong>de</strong>ses, los holan<strong>de</strong>ses <strong>de</strong><br />

Bahía!<br />

Pero ya <strong>de</strong>scendía la escalerilla <strong>de</strong> los baluartes un soldado <strong>de</strong> la guardia: —<br />

¡Sosiéguese, Su Señoría, que todo fue burla <strong>de</strong> la niebla, e nos pareció ver navíos allí<br />

don<strong>de</strong> sólo había nubes blancas!<br />

<strong>Don</strong> Mendo se <strong>de</strong>tuvo y se llevó los puños al corazón. Luego subió la gra<strong>de</strong>ría<br />

fatigosa, parándose a reposar para aquietar aquel latir <strong>de</strong>sor<strong>de</strong>nado que le sacudía el<br />

cuerpo. Detrás ascendieron los hidalgos.<br />

Una luna amarilla se empinaba sobre el Río <strong>de</strong> la Plata. No llovería más. El olor <strong>de</strong> la<br />

tierra húmeda enfriaba las narices. Nada se veía <strong>de</strong> la ciudad. Sólo las torrecicas <strong>de</strong><br />

Santo Domingo, alcanzadas por la luz <strong>de</strong> fiebre, surgían <strong>de</strong> la sombra espesa, negra,<br />

aglutinada, cual una flor que nace en un pantano. En algunas casas, titubearon farolillos<br />

pequeños como cocuyos, alumbrados por la zozobra.<br />

<strong>Don</strong> Mendo escrutó por buen espacio las aguas inmóviles. Sus ojos no andaban<br />

únicamente en pos <strong>de</strong> la flota flamenca. Más allá <strong>de</strong>l enorme océano, siempre levantisco,<br />

iban hacia España; hacia España por la cual hubiera <strong>de</strong>seado, secretamente, <strong>de</strong>jar<br />

sembrado <strong>de</strong> <strong>de</strong>spojos aquel río ancho como un mar.<br />

Diego Rivero ahuyentó sus fantasías.<br />

—¡A jugar —rezongó—, a jugar, gentilhombres! ¡El frío me ha puesto la carne tan<br />

morada que da lástima a las mesmas pulgas!<br />

Bajaron los peldaños, comentando el inci<strong>de</strong>nte. El gobernador llevaba la mirada vacía<br />

o como embebida a lo lejos. Cuando llegaron a la plazuela, Sánchez Garzón susurró al<br />

oído <strong>de</strong>l paje: —Sígame, señor <strong>de</strong> Bracamonte, que aquí nos buscarán querella. —<strong>Galaz</strong><br />

Manuel Mujica Láinez 45<br />

<strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>

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