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Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez

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42 Manuel Mujica Láinez<br />

<strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong><br />

NUEVE<br />

LAS ALARMAS DEL GOBERNADOR<br />

POR CUATRO DÍAS no había parado <strong>de</strong> llover. Un fango espeso llenaba las calles <strong>de</strong><br />

<strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>. Cada patio era una ciénaga. Insoportable hedor se colaba por todas las<br />

rendijas. Días <strong>de</strong> asegurar los cueros en las ventanas, <strong>de</strong> encen<strong>de</strong>r lumbre en los<br />

braseros o <strong>de</strong> acercar las manos trémulas al crepitar alegre <strong>de</strong> las ramas <strong>de</strong> durazno.<br />

Días en que la murmuración era la leña más preciosa y cualquier visita, ingrata, pues el<br />

abrir y cerrar <strong>de</strong> puertas traía consigo revoluciones <strong>de</strong> ventolera, olor <strong>de</strong> animales<br />

muertos y <strong>de</strong> podre <strong>de</strong> residuos, que el agua no lograba purificar.<br />

Las ranas ejercían dominio tiránico. Croaban gravemente, junto a los soportales.<br />

Croaban en los atrios y en las plazas, al abrigo <strong>de</strong> las carretas zancudas. Croaban en el<br />

turbio baño que les ofrecían mil arroyuelos, hijos <strong>de</strong> la lluvia; arroyos que retozaban<br />

hasta per<strong>de</strong>rse en pantanos quietos, redondos y luminosos como ojos <strong>de</strong> bueyes <strong>de</strong><br />

fábula.<br />

Toda la vida se concentraba en el Fuerte <strong>de</strong> San Juan Baltasar <strong>de</strong> Austria. Al<br />

atar<strong>de</strong>cer, el ruido <strong>de</strong> las voces, <strong>de</strong> los dados y <strong>de</strong> los naipes, se mezclaba a la queja <strong>de</strong><br />

las hojas barridas por el viento y al tamborileo persistente <strong>de</strong>l agua. Era menester<br />

atravesar a escape el puente levadizo y la Plazuela <strong>de</strong> Armas, que ro<strong>de</strong>aban almacenes,<br />

cuerpo <strong>de</strong> guardia y cuarteles, entre las pobres cortinas y los en<strong>de</strong>bles baluartes, para<br />

llegar, con la cara mojada, los dientes apretados y las calzas goteantes, a la resi<strong>de</strong>ncia<br />

<strong>de</strong>l gobernador. Allí, al amparo <strong>de</strong>l retrato <strong>de</strong>l rey Felipe, el sosiego volvía a los<br />

miembros y el or<strong>de</strong>n a la ropa.<br />

El nombramiento <strong>de</strong>l lector amenguó la diversión discreta. <strong>Don</strong> Mendo gustaba <strong>de</strong><br />

evocar, en esta lueñe, en esta perdida población <strong>de</strong> América, la gesta hazañosa <strong>de</strong> sus<br />

mayores. Antojábasele que el solo relato <strong>de</strong> sus empresas en un ambiente tan dispar <strong>de</strong>l<br />

que las viera llevar a fin, les daba nueva existencia y vigor. El quebrar lanzas en Castilla,<br />

contra moros y malos vasallos, se mudaba ahora, a pesar <strong>de</strong> ser igual la narración, en<br />

sojuzgamiento <strong>de</strong> charrúas rebel<strong>de</strong>s y en conquistas allen<strong>de</strong> el Chaco <strong>de</strong>sconocido. <strong>Don</strong><br />

Beltrán <strong>de</strong> la Cueva hincaba su pendón en playas <strong>de</strong> Indias, por la única virtud <strong>de</strong> su<br />

nombre pronunciado en la fortaleza <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>.<br />

Una hora antes <strong>de</strong> que comenzara el juego, <strong>Galaz</strong> leía en la audiencia añejas crónicas<br />

nobiliarias o páginas <strong>de</strong> Enríquez <strong>de</strong>l Castillo. Los oyentes prestaban poca atención. Con<br />

disimulo anheloso, contaban y recontaban, en la mugre <strong>de</strong> las faltriqueras, las monedas<br />

que arriesgarían más tar<strong>de</strong> a la suerte <strong>de</strong> la baraja. Eran, casi todos ellos, regidores y<br />

funcionarios. Formaban un círculo <strong>de</strong> golillas alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong>l brasero. Alguno bostezaba. En<br />

el medio, el gobernador y su hijo —espejuelos el uno y mostachos el otro— presidían la<br />

ceremonia exquisitamente ridícula. <strong>Galaz</strong> estaba <strong>de</strong> pie, con un jubón flamante, frente a<br />

un facistol que soportaba el libro abierto. A sus pies, se acurrucaba Diego Rivero,<br />

pregonero <strong>de</strong>l Cabildo.<br />

Este hombrecito gor<strong>de</strong>zuelo, casi enano, <strong>de</strong> ojos reventones, que no cesaba <strong>de</strong><br />

rascarse, tenía prerrogativas <strong>de</strong> bufón. Recorría las plazas <strong>de</strong> la ciudad solicitando, en<br />

nombre <strong>de</strong> los capitulares, que se hicieran propuestas para el abasto <strong>de</strong> carne y que se<br />

presentaran posturas para la mojonería; sacaba solares a remate y su voz campanuda<br />

llenaba los patios, cuando iba anunciando el peso <strong>de</strong>l pan. Terminadas sus cortas<br />

obligaciones, se echaba a las plantas <strong>de</strong> don Mendo, como un perrazo rechoncho.<br />

Inesperadamente, se ponía <strong>de</strong> pie, mostraba la lengua y <strong>de</strong>clamaba las cosas más

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