Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez

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11.05.2013 Views

aparecida en 1508 circulaba en Buenos Aires hacia 1600. Era la lectura ideal para llenar de sueños la cabeza de un adolescente confinado en la ciudad remota e insignificante. Había perturbado la mente de un hidalgo bueno “en un lugar de la Mancha”, como dijo en célebre comienzo otro lector de aventuras, también él hombre bueno, don Miguel de Cervantes Saavedra. Novelas de caballerías había leído Santa Teresa de Jesús, novelas que se le grabaron tan hondo en la memoria que algunas de sus obras doctrinarias reproducen sus estructuras. La cita no es antojadiza. Un hermano de la santa vivía en la Córdoba argentina, desde la cual Jerónimo Luis de Cabrera salió en excursión memorable, contagiado de los deseos de gloria del soldado cristiano. No, Galaz no estaba solo. La mediocre vida de la aldea, en la que la pompa de unas nubes deslizándose en el horizonte hace que el vigía del Fuerte se confunda con el velamen de naves piratas, tiene una escapatoria, y esa escapatoria es la lectura. Cuando Galaz deja el trabajo de paje junto al obispo, el gobernador lo llama para que le lea obras en las que sus antepasados son los héroes admirados. Pero no sólo los brazos armados y las cabalgaduras son gualdrapas de las justas y torneos sino las vidas de los santos, en tanto éstas reproduzcan actos heroicos, son la materia de entretenimiento y edificación de los letrados de la Colonia, jóvenes o no. En un momento de crisis espiritual, Galaz no se desprende del Flos Sanctorum. Sin embargo, con ser tanta la influencia de los libros, el muchacho encontrará en las leyendas americanas, ya entonces lo suficientemente extendidas, el estímulo definitivo. Como en el caso de Amadís de Gaula, que tomó para Galaz de Bracamonte nombre y apellido, aunque perteneciera a la ficción, el acicate para emprender la aventura que le costaría la vida, también lo tomó: general Sánchez Garzón, anciano militar que asume en la novela el papel de empresario de El Dorado. América era el mapa de las hazañas que podían tentar a aventureros como Galaz. En la Florida se ubicaba la Fuente de la Eterna Juventud (por ahí había andado Alvar Núñez Cabeza de Vaca, ese incansable caminador que atravesó también América del Sur, camino de las cataratas, y terminó en Puerto Hambre, en el sur patagónico), en la selva y bajando los ríos portentosos hacia el Atlántico estaba el Reino de las Amazonas que el capitán Francisco de Orellana vio antes de morir, en algún lugar (siempre cambiante) se encontraba el País del Rey Blanco, El Dorado... No sólo al jovencito desgarbado podían seducir las historias de aventuras y riquezas sino también al general Sánchez Garzón, que se había pasado la vida buscándolas, y que, ya viejo, hallaba su brazo fuerte y sus piernas andariegas en los del segundón de los Bracamonte. Para mentes como las de Galaz y el militar, que idealizaban las hazañas irrealizables, América debió ser un lugar paradisíaco, con grandes árboles, cascadas y ríos mansos (e indígenas pacíficos) semejante a los que un siglo después imaginaría románticamente el vizconde de Chateaubriand pintando en sus novelas con escenario americano paisajes con reminiscencias de Watteau. Pero en el Río de la Plata, donde vivían, el contraste con la realidad era muy grande. El lugar no era Perú, México o Bolivia. Aquí no existían minas de plata ni yacimientos auríferos. La ilusión del metal codiciado había sido eso, una ilusión, en el nombre del río que debió llevar a la riqueza y llevaba a la miseria y la muerte. La llanura que se extendía a espaldas de Buenos Aires (con su ganado cimarrón que sólo servía para extender el olor de la podredumbre una vez que los gauderios habían sacado el cuero de las reses muertas, abandonadas a la intemperie como en un gigantesco cementerio) no conducía a ninguna sierra con socavones de metal precioso ni a ningún río mágico con mujeres guerreras en sus orillas. No; las fantasías estaban únicamente en el pensamiento afiebrado de cada uno y no en la pampa. El desencanto de tantos hidalgüelos venidos a menos acabó por modelar el carácter fantasioso y delirante de Galaz. El trabajo manual que podía haberlo redimido le había sido negado por ser noble. Para esos menesteres estaban los esclavos y mestizos. Para que el panorama quede completo, hay que agregar el peso del orden jerárquico establecido en nombre del rey, en una parodia de corte que presidía el gobernador de turno, y el peso de la Iglesia, brazo derecho de la Conquista y enquistada en el poder como una fuerza más. Detrás, muy detrás, estaban las naciones de indígenas derrotados pero no vencidos. Don Galaz de Buenos Aires es la radiografía risueña de la situación de la ciudad bajo

Felipe V (1605-1665). Mujica Lainez, que publicó la novela en 1938, era el autor de una obra de ensayos con temas de la literatura española. Formado durante su niñez y adolescencia en París y Londres, sus primeros estímulos para la creación literaria fueron lenguas extrañas a la suya, como el francés, que llegó a dominar. Pero de regreso al país, en muy corto tiempo, leyó lo mejor de la literatura del Siglo de Oro español, y ese fue el origen de aquel libro de ensayos, Glosas castellanas. Dentro de las lecturas aludidas, la picaresca lo sedujo con su vitalidad, condición que prefirió al contar sus novelas. Para componer la historia del paje de Buenos Aires echó mano de las andanzas de tanto pícaro suelto en los libros, comenzando por el Lazarillo, modelo insuperable. Galaz es hidalgo; el pícaro está fuera de la escala social. Sin embargo, mucho de la psicología de un Lázaro de Tormes, por ejemplo, pasa por Galaz, atribuida a él o a sus compañeros de andanzas. El repertorio de artimañas, toda la artillería graciosa, desfila en las mejores partes del relato, cuando Mujica Lainez irrumpe con sus recuerdos de la picaresca, tan afín a su espíritu. Fiel a sus gustos e inclinaciones literarias, el mundo de los desvalidos que se las arreglan para vivir, no importa lo que hagan mientras el ingenio los guíe, volverá a sus ficciones. Tuvo idéntica fidelidad para algunos personajes, que prefirió a lo largo de su vida de escritor. El obispo amanerado de Don Galaz reaparecerá con aproximaciones más prolijas en El laberinto. Para dar ejemplos y probar la fuerza cómica tantas veces aludida (sin sacarla, desde luego, de las novelas que han ilustrado la picaresca), bastaría recordar algunas escenas claves de Don Galaz, como la de la llegada del gobernador a la casa de doña Uzenda, tía del paje, donde se encuentra el obispo. El representante del rey y el de la Iglesia se odian. Donde está uno no puede estar el otro. La dueña de casa, auxiliada por sus criados y su sobrino “retira” al obispo de la reunión (no resulta demasiado engorroso: el prelado está algo lelo), momentos antes de que aparezca el representante de la autoridad civil. La embarazosa situación parece haber sido salvada. Pero no. Las gallinas de la casa irrumpen en la sala. Nadie sabe cómo han burlado el encierro del gallinero. Se produce el revuelo consiguiente, y los animales, finalmente, son sacados en medio del alboroto. Al día siguiente las gallinas y el gobernador serán la comidilla de la aldea. Una escena más. Violante, prima de Galaz y su enamorada, está de rodillas en la iglesia, custodiada por doña Uzenda. Reza muy devotamente. Detrás se ve al paje, que la mira arrobado. Él también reza. Pero la oración se le mezcla con los deseos de la carne y el contrapunto roza lo herético. Y otra vez la escena insólita: se oye el chapotear de las vacas que cruzan la Plaza Mayor, llovida y embarrada. Así como Quevedo ridiculizó a la medicina de su tiempo en sus barberossangradores, Mujica Lainez se ríe del físico extractor de la piedra de la locura, el maestro Xaques Nicolás, plantando su banderilla. El médico es un farsante que sólo por milagro no mata a Galaz, enfermo de amor. La escena, esta vez, es de humor negro. Y así, muchas más, otras escenas, como la del vuelo de los chajaes que, según el paje, supersticioso como todos los habitantes de Buenos Aires, podría ser interpretado, como el de las aves elegidas por los arúspices de la Antigüedad, lectores de vaticinios que venían por el camino del cielo. De todos modos, y para señalar una veta más de lo ridículo en Don Galaz, convendría acordarse de los retratos quevedianos de doña Uzenda, de Mergelina y de tantos otros personajes. El orgullo y la envidia coloran con tiritas tan cargadas las figuras caricaturescas que se comprende sin dificultad que esos nefastos atributos obrarán como el deus-ex-machina de la novela. El hecho que decidió la composición de Don Galaz de Buenos Aires fue casual. Mujica Lainez escribió en 1936 un panorama sobre la ciudad del siglo XVII. El retrato conseguido lo entusiasmó. También a la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, organizadora de los actos para la celebración del cuarto centenario de la fundación de la urbe por Pedro de Mendoza, en 1536, que se lo encargó. Lo publicó en el libro dado a conocer con otros trabajos escritos para la ocasión. Pero sería simplificar demasiado pensar que la única causa estaría ahí. La gloria de don Ramiro, de Enrique Larreta, llenaba las primeras décadas del siglo. Era considerada la mejor novela histórica, ejemplo de prosa modernista. Aparecida en

Felipe V (1605-1665). Mujica Lainez, que publicó la novela en 1938, era el autor <strong>de</strong> una<br />

obra <strong>de</strong> ensayos con temas <strong>de</strong> la literatura española. Formado durante su niñez y<br />

adolescencia en París y Londres, sus primeros estímulos para la creación literaria fueron<br />

lenguas extrañas a la suya, como el francés, que llegó a dominar. Pero <strong>de</strong> regreso al<br />

país, en muy corto tiempo, leyó lo mejor <strong>de</strong> la literatura <strong>de</strong>l Siglo <strong>de</strong> Oro español, y ese<br />

fue el origen <strong>de</strong> aquel libro <strong>de</strong> ensayos, Glosas castellanas. Dentro <strong>de</strong> las lecturas<br />

aludidas, la picaresca lo sedujo con su vitalidad, condición que prefirió al contar sus<br />

novelas. Para componer la historia <strong>de</strong>l paje <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong> echó mano <strong>de</strong> las andanzas<br />

<strong>de</strong> tanto pícaro suelto en los libros, comenzando por el Lazarillo, mo<strong>de</strong>lo insuperable.<br />

<strong>Galaz</strong> es hidalgo; el pícaro está fuera <strong>de</strong> la escala social. Sin embargo, mucho <strong>de</strong> la<br />

psicología <strong>de</strong> un Lázaro <strong>de</strong> Tormes, por ejemplo, pasa por <strong>Galaz</strong>, atribuida a él o a sus<br />

compañeros <strong>de</strong> andanzas.<br />

El repertorio <strong>de</strong> artimañas, toda la artillería graciosa, <strong>de</strong>sfila en las mejores partes<br />

<strong>de</strong>l relato, cuando Mujica Lainez irrumpe con sus recuerdos <strong>de</strong> la picaresca, tan afín a su<br />

espíritu. Fiel a sus gustos e inclinaciones literarias, el mundo <strong>de</strong> los <strong>de</strong>svalidos que se las<br />

arreglan para vivir, no importa lo que hagan mientras el ingenio los guíe, volverá a sus<br />

ficciones. Tuvo idéntica fi<strong>de</strong>lidad para algunos personajes, que prefirió a lo largo <strong>de</strong> su<br />

vida <strong>de</strong> escritor. El obispo amanerado <strong>de</strong> <strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong> reaparecerá con aproximaciones más<br />

prolijas en El laberinto.<br />

Para dar ejemplos y probar la fuerza cómica tantas veces aludida (sin sacarla, <strong>de</strong>s<strong>de</strong><br />

luego, <strong>de</strong> las novelas que han ilustrado la picaresca), bastaría recordar algunas escenas<br />

claves <strong>de</strong> <strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong>, como la <strong>de</strong> la llegada <strong>de</strong>l gobernador a la casa <strong>de</strong> doña Uzenda, tía<br />

<strong>de</strong>l paje, don<strong>de</strong> se encuentra el obispo. El representante <strong>de</strong>l rey y el <strong>de</strong> la Iglesia se<br />

odian. <strong>Don</strong><strong>de</strong> está uno no pue<strong>de</strong> estar el otro. La dueña <strong>de</strong> casa, auxiliada por sus<br />

criados y su sobrino “retira” al obispo <strong>de</strong> la reunión (no resulta <strong>de</strong>masiado engorroso: el<br />

prelado está algo lelo), momentos antes <strong>de</strong> que aparezca el representante <strong>de</strong> la<br />

autoridad civil. La embarazosa situación parece haber sido salvada. Pero no. Las gallinas<br />

<strong>de</strong> la casa irrumpen en la sala. Nadie sabe cómo han burlado el encierro <strong>de</strong>l gallinero. Se<br />

produce el revuelo consiguiente, y los animales, finalmente, son sacados en medio <strong>de</strong>l<br />

alboroto. Al día siguiente las gallinas y el gobernador serán la comidilla <strong>de</strong> la al<strong>de</strong>a.<br />

Una escena más. Violante, prima <strong>de</strong> <strong>Galaz</strong> y su enamorada, está <strong>de</strong> rodillas en la<br />

iglesia, custodiada por doña Uzenda. Reza muy <strong>de</strong>votamente. Detrás se ve al paje, que la<br />

mira arrobado. Él también reza. Pero la oración se le mezcla con los <strong>de</strong>seos <strong>de</strong> la carne y<br />

el contrapunto roza lo herético. Y otra vez la escena insólita: se oye el chapotear <strong>de</strong> las<br />

vacas que cruzan la Plaza Mayor, llovida y embarrada.<br />

Así como Quevedo ridiculizó a la medicina <strong>de</strong> su tiempo en sus barberossangradores,<br />

Mujica Lainez se ríe <strong>de</strong>l físico extractor <strong>de</strong> la piedra <strong>de</strong> la locura, el maestro<br />

Xaques Nicolás, plantando su ban<strong>de</strong>rilla. El médico es un farsante que sólo por milagro<br />

no mata a <strong>Galaz</strong>, enfermo <strong>de</strong> amor. La escena, esta vez, es <strong>de</strong> humor negro.<br />

Y así, muchas más, otras escenas, como la <strong>de</strong>l vuelo <strong>de</strong> los chajaes que, según el<br />

paje, supersticioso como todos los habitantes <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>, podría ser interpretado,<br />

como el <strong>de</strong> las aves elegidas por los arúspices <strong>de</strong> la Antigüedad, lectores <strong>de</strong> vaticinios<br />

que venían por el camino <strong>de</strong>l cielo.<br />

De todos modos, y para señalar una veta más <strong>de</strong> lo ridículo en <strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong>, convendría<br />

acordarse <strong>de</strong> los retratos quevedianos <strong>de</strong> doña Uzenda, <strong>de</strong> Mergelina y <strong>de</strong> tantos otros<br />

personajes. El orgullo y la envidia coloran con tiritas tan cargadas las figuras<br />

caricaturescas que se compren<strong>de</strong> sin dificultad que esos nefastos atributos obrarán como<br />

el <strong>de</strong>us-ex-machina <strong>de</strong> la novela.<br />

El hecho que <strong>de</strong>cidió la composición <strong>de</strong> <strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong> fue casual. Mujica<br />

Lainez escribió en 1936 un panorama sobre la ciudad <strong>de</strong>l siglo XVII. El retrato conseguido<br />

lo entusiasmó. También a la Municipalidad <strong>de</strong> la Ciudad <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>, organizadora <strong>de</strong><br />

los actos para la celebración <strong>de</strong>l cuarto centenario <strong>de</strong> la fundación <strong>de</strong> la urbe por Pedro<br />

<strong>de</strong> Mendoza, en 1536, que se lo encargó. Lo publicó en el libro dado a conocer con otros<br />

trabajos escritos para la ocasión.<br />

Pero sería simplificar <strong>de</strong>masiado pensar que la única causa estaría ahí.<br />

La gloria <strong>de</strong> don Ramiro, <strong>de</strong> Enrique Larreta, llenaba las primeras décadas <strong>de</strong>l siglo.<br />

Era consi<strong>de</strong>rada la mejor novela histórica, ejemplo <strong>de</strong> prosa mo<strong>de</strong>rnista. Aparecida en

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