Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez

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11.05.2013 Views

enhebraban para rosarios y que quien no se afanara por traerlas sufriría en la polilla el castigo de su corta devoción. Entrecerró los ojos, evocando... Caminaba lentamente y sentía, en las manos y en las quijadas, el hormigueo del sol. ¡Cuántas veces había paseado así las calles de Buenos Aires! Conocía la ciudad palmo a palmo. Los bodegoneros del Riachuelo eran sus amigos. Hablaba de vos a los soldados del Fuerte, a aquellos hombrachones de bordado tahalí y cejas hirsutas, ante quienes los vecinos mostraban más temor que respeto. Sabía en qué sótanos pavorosos se escondía a los negros destinados al Perú, cuando los contrabandistas los desembarcaban al amparo de la noche. Chacoteaba con los boyeros y saludaba a los regidores. A los plateros portugueses les admiraba sin reparos, a pesar del desdén con que los hidalgos trataban a quienes vivían de trabajos manuales. Algunos días, había quedado boquiabierto, en las trastiendas, viéndoles retorcer un pajarraco de metal. Había aprendido los nombres de los utensilios: alicates de punta y chatos, ilezas, buriles, artezas, limas y crisoles. Guiñando los ojos, los repetía a sus asombrados compañeros, en la casa episcopal. Conocía y amaba a su ciudad. Buenos Aires no había cambiado, por cierto, desde el tiempo en que él no era ni siquiera paje de Fray Cristóbal y, de la diestra de su nodriza africana, desgarraba sus chapines en la Plaza de San Francisco. Dentro de la tiniebla de sus párpados, su niñez encendía luces de colores. Las mismas voces de antaño cantaban en sus oídos. Rezongos de pordioseros en los atrios; descosidos latines en torno a la Compañía de Jesús, donde existía una cátedra de gramática fundada por el obispo Carranza; ofertas del pregonero del Cabildo: ¡Apercibo remate, pues ya no hallo mas, ni hay quien diga más, a la una, a las dos, a la tercera, que buena, que buena pro le haga!... Y el mismo zumbar constante de las moscas y el mismo gozoso oliscar de los perros, que le escoltaban en silencio. Y hasta ese hoyo, cavado por un vecino en la Plaza Mayor para utilizar su tierra en la construcción de un muro contiguo y que las lluvias transformaban en charca profunda, era el mismo que Galaz había visto, de pequeñuelo, sin que nadie curara de cegarlo. La Ciudad de la Santísima Trinidad no progresaba. Los mercaderes de Sevilla ahogaban su comercio. Los gobernadores estaban de paso en su Fuerte destartalado. Por encima de los techos de palma, iban las esperanzas de don Mendo, como halcones, hacia el Perú, hacia Méjico, hacia las urbes del oropel cortesano y de la amable fortuna. Jamás —protestaban los caballeros en la tertulia de Fray Cristóbal—, jamás alcanzaría Buenos Aires el brillo y la abundancia de Los Reyes, del Cuzco. Tierras sin metales son tierras sin vida. ¡Cómo podían rivalizar unas corambres de vaca con las vetas que herían a las rocas cual tajos luminosos! Buenos Aries era la desheredada del continente; la hermanica menesterosa, la desarrapada, la que venía a la zaga, en el cortejo corpulento; la que los funcionarios del Tesoro miraban de arriba, porque no llevaba dote ni ejecutoria de nobleza. Sin embargo, Galaz presentía, confusamente que el vaho de esos campos abrumados de desprecio estaba caldeado por ocultos gérmenes. Una vez había replicado, rabioso, al teniente general de la Gobernación: —¡Abra vuesa merced aqueste puerto e provéame de brazos, que yo arrojaré a sus plantas preseas de mayor valía que las esmeraldas de Montezuma! Ese lenguaje díscolo y abrupto no gustaba a los funcionarios. Harto comprendió más de uno la verdad de sus palabras, pero la inutilidad de las quejas transmitidas a la corte amordazaba a los irritados y columpiaba a los indolentes. Galaz amaba a la ciudad. Se dio el deleite de vagar mañana y tarde. Estuvo en el Barrio Recio, el más mísero, y llegó a la ermita de San Sebastián. Entró en la Iglesia de Santo Domingo, donde se veneraba a San Telmo y en la de San Francisco, en la capillita de San Buenaventura. Visitó en la Catedral las imágenes de San José y la Magdalena y quedó buen espacio estudiando las armerías de los monarcas de España, que coronaban el sitial del obispo y que habían provocado querellas sañudas, pues los gobernadores las deseaban sobre su asiento. No se concedía reposo. La ciudad, perdida por cuatro meses, volvía a él, con el esplendor de sus cofradías y la honrosa lacería de sus moradores, con sus pujos y sus 38 Manuel Mujica Láinez Don Galaz de Buenos Aires

desengaños. Aplastada y erguida. ¿No merecía, por ventura, que por ella acometiera alguna empresa grande? ¿No merecía que las gentes proclamaran, en todos los rincones de América, en Quito y en Cartagena de Indias, en Portobelo y en el Yucatán, en las capitales que se asentaban sobre piedras de cien centurias y en las que sentían correr, por su entraña, el río espeso del oro: “Ese es Galaz de Bracamonte, paladín de El Dorado, matador del Dragón, vencedor del Gigante y triunfador de las Siete Islas de los Siete Obispos Encantados”? ¡Galaz de Buenos Aires! La traza de la ciudad se desfiguraba. Blancos humos la envolvían, hasta mudarla en sombra espectral. Y allí surgía Violante. Y él era Galaz, el de Violante, y Galaz, el de la villa del Río de la Plata. Sueño de sueños... Amor de hembra y amor de terruño. ¡Amor de gloria, en verdad! ¡Qué ardimiento le infiltraba en los músculos aquel añorar deshilvanado! Por el medio de la Plaza, avanzaba bamboleándose un ser deforme, a modo de escarabajo gigantesco. Irresistiblemente, el mancebo le apremió: —¡Adelante, seor Ginés, con la carga preciosa, que parece que viniera vaporando vanagloria de traerla sobre los hombros! Era un mestizo del Fuerte. Cuando se reunían los cabildantes, debía cubrir la distancia que separaba las casas de don Mendo de la Cueva de las del Ayuntamiento, agobiado bajo el peso de una silla de espaldar, destinada al Justicia Mayor. La escasez de dinero, impedía que se efectuara la compra de un mueble semejante y como la jerarquía del funcionario era de las que exigen alto respaldo, todas las tardes trasladaban la silla, penosamente, desde la audiencia del gobernador. El mestizo tropezaba, caía y resollaba, echando al Infierno la majestad del Justicia. Más allá, en la calle de Córdoba, una carreta naufragaba en un pantano. Los ejes de las ruedas desaparecían en viscoso muladar. Los pillos se solazaban con la escena. Y eran de oírse las injurias del carretero, hundido también a medias en la carroña. —¡Anda —se desgargantaba—, anda, cuernos, que sois bueyes por defuera y terneras por dentro! ¡Oste! ¡Oste! Los rumiantes le consideraban con curiosidad benigna y el labriego impaciente hincaba en sus testuces la aguijada dolorosa. Diez yuntas tiraban del carro. Engancharon otras seis y, entre pullas y risas, los galopines lo desembazaron de las bolsas de trigo que acarreaba. —¡Oste! ¡Oste! —¡Galaz —exclamó uno al advertirle—, ven a ayudarnos! Dudó un segundo. ¿Tornaría a ser el de antes, el que urdía las bromas más graciosas y los más raros embustes, el de las trapisondas sonoras y los embrollos siempre nuevos? ¿Adonde el empaque viril, que ostentaba como una armadura de Milán, al salir de su casa? Dio media vuelta y se alejó. En ese momento, oyóse un espantoso crujido. Lanza y varas oscilaron. Las ruedas toscas resbalaban en el cieno. Un esfuerzo supremo de la boyada puso en movimiento a la carreta. Emergió del pantano, chorreando agua turbia, rechinándole el maderaje, como un monstruo de las primeras edades que abandonara su lecho de escoria después de mil años de descanso. Galaz caminaba sin volver la cabeza. Toda la ciudad se preparaba para las solemnidades del Corpus. Andaba por el aire un rumor de fiesta. Galaz sentía, hondamente, aquel vibrar .que año a año estremecía a Buenos Aires. Desfiles vistos desde su infancia avanzaban ahora, imaginariamente, por la Plaza Mayor. Pero la visión del portal de la casa del Hermano Pecador tiró de la brida a sus pensamientos. Allí vivía Alanís. Allí se estaría dando solaz, sin duda, con el recuerdo de su dama. Una fascinación secreta fluía, como vaho alucinante, de los paredones. Leyendas tenebrosas rondaban la memoria del mancebo. Muchas veces había oído al capitán Sánchez Garzón narrar extraños rasgos del abuelo de Alanís. Aquel capitán era el mismo que sobrecogiera a los negros, en el patio de doña Uzenda, con la descripción de los fantasmas de Indias y con la promesa lujosa de El Dorado. Cuando hablaba del Gran Pecador, sus ojos espiaban los paños y los reposteros, a diestro y siniestro, como si el Manuel Mujica Láinez 39 Don Galaz de Buenos Aires

enhebraban para rosarios y que quien no se afanara por traerlas sufriría en la polilla el<br />

castigo <strong>de</strong> su corta <strong>de</strong>voción.<br />

Entrecerró los ojos, evocando... Caminaba lentamente y sentía, en las manos y en<br />

las quijadas, el hormigueo <strong>de</strong>l sol.<br />

¡Cuántas veces había paseado así las calles <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>! Conocía la ciudad palmo<br />

a palmo. Los bo<strong>de</strong>goneros <strong>de</strong>l Riachuelo eran sus amigos. Hablaba <strong>de</strong> vos a los soldados<br />

<strong>de</strong>l Fuerte, a aquellos hombrachones <strong>de</strong> bordado tahalí y cejas hirsutas, ante quienes los<br />

vecinos mostraban más temor que respeto. Sabía en qué sótanos pavorosos se escondía<br />

a los negros <strong>de</strong>stinados al Perú, cuando los contrabandistas los <strong>de</strong>sembarcaban al<br />

amparo <strong>de</strong> la noche. Chacoteaba con los boyeros y saludaba a los regidores. A los<br />

plateros portugueses les admiraba sin reparos, a pesar <strong>de</strong>l <strong>de</strong>sdén con que los hidalgos<br />

trataban a quienes vivían <strong>de</strong> trabajos manuales. Algunos días, había quedado<br />

boquiabierto, en las trastiendas, viéndoles retorcer un pajarraco <strong>de</strong> metal. Había<br />

aprendido los nombres <strong>de</strong> los utensilios: alicates <strong>de</strong> punta y chatos, ilezas, buriles,<br />

artezas, limas y crisoles.<br />

Guiñando los ojos, los repetía a sus asombrados compañeros, en la casa episcopal.<br />

Conocía y amaba a su ciudad. <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong> no había cambiado, por cierto, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el<br />

tiempo en que él no era ni siquiera paje <strong>de</strong> Fray Cristóbal y, <strong>de</strong> la diestra <strong>de</strong> su nodriza<br />

africana, <strong>de</strong>sgarraba sus chapines en la Plaza <strong>de</strong> San Francisco.<br />

Dentro <strong>de</strong> la tiniebla <strong>de</strong> sus párpados, su niñez encendía luces <strong>de</strong> colores. Las<br />

mismas voces <strong>de</strong> antaño cantaban en sus oídos. Rezongos <strong>de</strong> pordioseros en los atrios;<br />

<strong>de</strong>scosidos latines en torno a la Compañía <strong>de</strong> Jesús, don<strong>de</strong> existía una cátedra <strong>de</strong><br />

gramática fundada por el obispo Carranza; ofertas <strong>de</strong>l pregonero <strong>de</strong>l Cabildo: ¡Apercibo<br />

remate, pues ya no hallo mas, ni hay quien diga más, a la una, a las dos, a la tercera,<br />

que buena, que buena pro le haga!... Y el mismo zumbar constante <strong>de</strong> las moscas y el<br />

mismo gozoso oliscar <strong>de</strong> los perros, que le escoltaban en silencio. Y hasta ese hoyo,<br />

cavado por un vecino en la Plaza Mayor para utilizar su tierra en la construcción <strong>de</strong> un<br />

muro contiguo y que las lluvias transformaban en charca profunda, era el mismo que<br />

<strong>Galaz</strong> había visto, <strong>de</strong> pequeñuelo, sin que nadie curara <strong>de</strong> cegarlo.<br />

La Ciudad <strong>de</strong> la Santísima Trinidad no progresaba. Los merca<strong>de</strong>res <strong>de</strong> Sevilla<br />

ahogaban su comercio. Los gobernadores estaban <strong>de</strong> paso en su Fuerte <strong>de</strong>startalado. Por<br />

encima <strong>de</strong> los techos <strong>de</strong> palma, iban las esperanzas <strong>de</strong> don Mendo, como halcones, hacia<br />

el Perú, hacia Méjico, hacia las urbes <strong>de</strong>l oropel cortesano y <strong>de</strong> la amable fortuna. Jamás<br />

—protestaban los caballeros en la tertulia <strong>de</strong> Fray Cristóbal—, jamás alcanzaría <strong>Buenos</strong><br />

<strong>Aires</strong> el brillo y la abundancia <strong>de</strong> Los Reyes, <strong>de</strong>l Cuzco. Tierras sin metales son tierras sin<br />

vida. ¡Cómo podían rivalizar unas corambres <strong>de</strong> vaca con las vetas que herían a las rocas<br />

cual tajos luminosos!<br />

<strong>Buenos</strong> Aries era la <strong>de</strong>sheredada <strong>de</strong>l continente; la hermanica menesterosa, la<br />

<strong>de</strong>sarrapada, la que venía a la zaga, en el cortejo corpulento; la que los funcionarios <strong>de</strong>l<br />

Tesoro miraban <strong>de</strong> arriba, porque no llevaba dote ni ejecutoria <strong>de</strong> nobleza.<br />

Sin embargo, <strong>Galaz</strong> presentía, confusamente que el vaho <strong>de</strong> esos campos abrumados<br />

<strong>de</strong> <strong>de</strong>sprecio estaba cal<strong>de</strong>ado por ocultos gérmenes. Una vez había replicado, rabioso, al<br />

teniente general <strong>de</strong> la Gobernación: —¡Abra vuesa merced aqueste puerto e provéame<br />

<strong>de</strong> brazos, que yo arrojaré a sus plantas preseas <strong>de</strong> mayor valía que las esmeraldas <strong>de</strong><br />

Montezuma!<br />

Ese lenguaje díscolo y abrupto no gustaba a los funcionarios. Harto comprendió más<br />

<strong>de</strong> uno la verdad <strong>de</strong> sus palabras, pero la inutilidad <strong>de</strong> las quejas transmitidas a la corte<br />

amordazaba a los irritados y columpiaba a los indolentes.<br />

<strong>Galaz</strong> amaba a la ciudad. Se dio el <strong>de</strong>leite <strong>de</strong> vagar mañana y tar<strong>de</strong>. Estuvo en el<br />

Barrio Recio, el más mísero, y llegó a la ermita <strong>de</strong> San Sebastián. Entró en la Iglesia <strong>de</strong><br />

Santo Domingo, don<strong>de</strong> se veneraba a San Telmo y en la <strong>de</strong> San Francisco, en la capillita<br />

<strong>de</strong> San Buenaventura. Visitó en la Catedral las imágenes <strong>de</strong> San José y la Magdalena y<br />

quedó buen espacio estudiando las armerías <strong>de</strong> los monarcas <strong>de</strong> España, que coronaban<br />

el sitial <strong>de</strong>l obispo y que habían provocado querellas sañudas, pues los gobernadores las<br />

<strong>de</strong>seaban sobre su asiento.<br />

No se concedía reposo. La ciudad, perdida por cuatro meses, volvía a él, con el<br />

esplendor <strong>de</strong> sus cofradías y la honrosa lacería <strong>de</strong> sus moradores, con sus pujos y sus<br />

38 Manuel Mujica Láinez<br />

<strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>

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