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Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez

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32 Manuel Mujica Láinez<br />

<strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong><br />

SIETE<br />

LA PIEDRA DE LOCURA<br />

DON ENRIQUE ENRÍQUEZ y don Gaspar <strong>de</strong> Gaete tornaban a sus casas. Era muy tar<strong>de</strong> ya.<br />

Habían quedado en el Fuerte, jugando al “topa y hago” con el gobernador. En los ojillos<br />

inflamados, les chisporroteaba el vino <strong>de</strong> Guadalcanal, como un ascua ínfima y dorada.<br />

Buen golpe <strong>de</strong> esclavos ro<strong>de</strong>aba a sus cabalgaduras. La luna se arrebozaba con<br />

nubarrones violetas. Más allá <strong>de</strong>l resplandor bailoteante que movían los negros y que ora<br />

mostraba un bache y ora señalaba un lienzo <strong>de</strong> pared, nada se veía. De cuando en vez,<br />

fulgían las pupilas y los dientes <strong>de</strong> un perro, encandilado por los faroles <strong>de</strong> la comitiva.<br />

Ibase mofando don Gaspar <strong>de</strong> la poca suerte <strong>de</strong> don Enrique.<br />

—Si vuesa merced acepta el envite y dice “hago para todo”, cuando puso el rey, otro<br />

sería el cantar <strong>de</strong> agora.<br />

—¡Ay <strong>de</strong> mí! —refunfuñó su amigo— va ya para veintiséis años que estoy <strong>de</strong> asiento<br />

en <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong> y no percibo qué olor conduce a los gobernadores cuando guerreamos<br />

con naipes. El señor Dávila no me daba resuello. Lo que <strong>de</strong>l señor Céspe<strong>de</strong>s recuerdo,<br />

me lo callo. ¡Sabe Dios si todo fue agua limpia! El único que me <strong>de</strong>jó un doblón entero <strong>de</strong><br />

ganancia, fue el gobernador Góngora y murió como un santo. (Aquí se persignó.)<br />

Caballero tan cumplido no conocí. Verdad que se lo <strong>de</strong>volví en misas y cirios, cuando le<br />

enterraron en la Iglesia <strong>de</strong> la Compañía.<br />

Quejas <strong>de</strong>sgarradoras troncharon la conversación. Los jinetes sofrenaron sus<br />

caballos. —¡Anda, negros—gritó don Gaspar— levantar los faroles!<br />

—Parecen venir <strong>de</strong>l Hueco <strong>de</strong> las Animas —chistó don Enrique y sus manos tantearon<br />

el jubón, tras el tibio socorro <strong>de</strong>l escapulario.<br />

La Plaza estaba <strong>de</strong>sierta. Una lucecita parpa<strong>de</strong>aba a lo lejos, en una esquina, <strong>de</strong>lante<br />

<strong>de</strong> una imagen <strong>de</strong> bulto.<br />

<strong>Don</strong> Enrique <strong>de</strong>terminó seguir su camino, sin <strong>de</strong>tenerse.<br />

—Es algún mentecato rascador <strong>de</strong> guitarra —dijo— y no toleraré que se salga con su<br />

antojo. Déjele su merced: cada uno estornuda como Dios le ayuda.<br />

—Mirad —respondió Gaete— que hemos oído lamentaciones y nos corre obligación <strong>de</strong><br />

averiguallo.<br />

Enríquez se encogió <strong>de</strong> hombros: —Averigüelo Vargas.<br />

Permanecían inmóviles, expectantes, frente a la tenebrura <strong>de</strong>l baldío. La llama <strong>de</strong> los<br />

faroles saltaba sobre los matorrales. Detrás, las sombras se apiñaban, <strong>de</strong>nsas,<br />

impenetrables, roqueñas, como si allí anidara la noche <strong>de</strong> la noche.<br />

Se oyó <strong>de</strong> nuevo el plañir <strong>de</strong>sesperado.<br />

—¿Y si fuera una fantasma? —preguntó don Gaspar.<br />

El maese <strong>de</strong> campo estrujó su escapulario con fuerza. La fama <strong>de</strong>l Hueco autorizaba<br />

las conjeturas más peregrinas. Des<strong>de</strong> la fundación <strong>de</strong> la ciudad, había quedado yermo,<br />

<strong>de</strong>shabitado, en el solar <strong>de</strong>l Poblador. Huertas caserones se formaron en su torno.<br />

Dijérase un lugar maldito; uno <strong>de</strong> aquellos sitios que <strong>de</strong>vasta el Señor y que llevan, por<br />

centurias, la huella <strong>de</strong> algún ignoto pecado.<br />

El general don Gaspar <strong>de</strong> Gaete sintió que la sangre corría por sus venas como un río<br />

victorioso. No se paró a meditar si era aquello ímpetu caballeresco o reflejo <strong>de</strong>l vino <strong>de</strong><br />

Guadalcanal. Desnudó la espada y se entró por la maleza, dando cintarazos y<br />

estimulando a los negros. Mientras avanzaba, lecturas clásicas, medio olvidadas ya,<br />

volvíanle a la memoria, en un galope <strong>de</strong> versos latinos. Él era, a un tiempo, Agiges y

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