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Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez

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La dueña tendió el brazo crispado: —¡Afán, mal afán tenga!<br />

Redoblaron los golpes y las imprecaciones. Los esclavos habían arrimado el hombro a<br />

las tablas y amenazaban con <strong>de</strong>strozar los herrajes. Mergelina se ocultó en el lecho. Todo<br />

el pabellón tremaba con el temblor <strong>de</strong> su cuerpo. <strong>Galaz</strong>, in<strong>de</strong>ciso, se revolvía como bicho<br />

en jaula. Asestaba puntapiés a los bargueños <strong>de</strong> carcomida taracea. Arremetía contra la<br />

estrechez <strong>de</strong> la ventana, que apenas daba paso a su cabeza. Furioso, trazó un terrible<br />

molinete, con una lanza sin rejón que encontró en aquel almacén <strong>de</strong> cosas truncas.<br />

Echóse sobre la puerta y <strong>de</strong>scorrió el cerrojo. Haciendo un estrépito <strong>de</strong> diez<br />

compañías, agitando la capa y el arma, plantóse en medio <strong>de</strong> los negros. Estos, que sólo<br />

a regañadientes habían cumplido las ór<strong>de</strong>nes <strong>de</strong> su ama, pues creían que la dueña<br />

guardaba diablos familiares en sortijas y en redomas, tomáronle por uno <strong>de</strong> sus<br />

maléficos consejeros y se dieron a la fuga.<br />

<strong>Galaz</strong> escapó también, a zancadas. Antes <strong>de</strong> <strong>de</strong>jar el patio, advirtió que <strong>de</strong>trás <strong>de</strong>l<br />

verdugado <strong>de</strong> la viuda, asido a su guarnición <strong>de</strong> plata, estaba <strong>Martín</strong>ez, el mestizo, como<br />

un fal<strong>de</strong>ro lloriqueante. Él le había <strong>de</strong>latado. Él, que escuchó su secreteo con Mergelina,<br />

en la barranca <strong>de</strong>l río y que <strong>de</strong>seaba a toda costa ganar la voluntad <strong>de</strong> doña Uzenda, a<br />

quien suponía escala segura <strong>de</strong> sus cortesanas ambiciones.<br />

Más a<strong>de</strong>lante, topó con Alanís, que acudía presuroso a su encuentro. Había salido con<br />

la doncella a la Plaza <strong>de</strong> San Francisco y <strong>de</strong> allí volvían, sonrientes. <strong>Galaz</strong> les miró con<br />

dureza. Observó la vihuela que traían, las manos que <strong>de</strong> tan embebecidos no habían<br />

soltado aún, la lumbre en las pupilas y el alborozo que no disimulaban.<br />

—¡Mal amigo —gruñó, a la carrera— presto me pagaréis esta felonía! —E,<br />

involuntariamente, como hiciera siempre en casos semejantes, estimó su porte sin gracia<br />

y lo cotejó con aquél, donosísimo, <strong>de</strong> Alanís Sánchez. Ahogó un suspiro <strong>de</strong> dolor y cruzó<br />

el zaguán <strong>de</strong> la casa. Los ojos le quemaban, chamuscados por los tizones <strong>de</strong>moníacos.<br />

No llevaba rumbo. La daga <strong>de</strong> ganchos en la diestra, entró en la obscuridad, acuchillando<br />

la noche.<br />

Alanís había quedado meditabundo. Cogió la cédula <strong>de</strong> pergamino que el paje <strong>de</strong>jara<br />

caer en la confusión <strong>de</strong> la huida. Tal vez ahí estuviera la clave <strong>de</strong> tan especial conducta.<br />

Tornóse hacia Violante y leyó, asombrado: San Cipriano te marque, Santa Marta te<br />

ablan<strong>de</strong>, San Taraco te homille a mí.<br />

Un gallo cantó, a la distancia, cerca <strong>de</strong> la Iglesia <strong>de</strong>l Hospital.<br />

Manuel Mujica Láinez 31<br />

<strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>

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