Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez

Él le declaró azorado el motivo de su presencia. Hablaba apagando las palabras,
temeroso de despertar a la esclava.
—Loada sea mi función escuderil e loado el misterio de vuestro primo —agregó— que
me permitió escucharos.
Violante ocultó un mohín de placer. Hasta entonces, Alanís la había tratado con
cortés indiferencia, pero su intuición femenina le revelaba que esta noche, más allá del
atuendo galante de las frases, algo, delicadísimo, frágil y tibio, punzaba en la intimidad
del doncel.
—Si habéis de aguardar —respondió— no sabría dejaros solo, que eso fuera
empalidecer la tradición de la casa. Hablad, pero hablad bajo... De venir mi madre, no lo
pasaríamos bien...
Cogió de nuevo la guitarra y cantó el romance del conde Claros. En él se fundían la
hispana ceremonia y el gracejo criollo:
Don Claros con la Infantita
está bailando en palacio;
él viste jubón de seda,
ella falda de brocado.
A cada paso de danza
va diciendo el conde Claros:
—A la huellita huella,
dame la mano,
como se dan la mano
los escribanos.
Alanís continuó en un susurro, siguiendo la muelle cadencia del baile:
A la huellita huella,
dame la mano,
como se dan la mano
los cortesanos.
A la huellita huella,
dame un abrazo...
Frunció las cejas Violante. Una sonrisa asomó a sus labios sin colorete. Canturrió:
La Infantita, al oír esto,
furiosa se aparta a un lado.
Alanís no la dejó terminar. Tomó a su vez la vihuela y dijo los cuatro últimos versos:
A la huellita huella,
canta Don Claros,
no hay mujer que no caiga
tarde o temprano.
Entretanto, Galaz se retorcía de horror y de remordimiento, en la pieza de la bruja.
Las fuerzas le abandonaban. Sentíase cautivo y hasta sospechó que era víctima de un
encanto mágico. Cólmesele la imaginación de leyendas de hechiceros, de fábulas y
bebedizos, de historias vagas oídas en la niñez, en la cocina de los esclavos. Acudieron a
su mente páginas cuasi olvidadas de libros de caballerías. ¡ Ah qué no hiciera por salir al
patio, purificarse con el aire fresco de la noche, besar la mano de Violante e implorarle
que le perdonara! No la deseaba ya. Sólo pedía que le arrancaran los grilletes, que le
dejaran, que le olvidaran, que aquello fuera un sueño malo y triste.
Un olor nauseabundo, de azufre, se adhería a las paredes del aposento. En el medio,
la vieja había colocado una olla, cuyo fondo chispeaba con las brasas que lo llenaban.
Tenía, fijos en las ascuas, tres a modo de candeleras. En ellos, Mergelina puso velas
Manuel Mujica Láinez 29
Don Galaz de Buenos Aires