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Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez

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uen viaje haremos,<br />

si Dios quiere...<br />

No dormía <strong>Galaz</strong>. Habíase echado, en la meseta, con una brizna <strong>de</strong> paja entre los<br />

labios. Acacias y cactos le ro<strong>de</strong>aban, cual una viva palizada espinosa. Detrás, un<br />

bosquecillo <strong>de</strong> talas y chañares le aislaba <strong>de</strong> la ciudad que, a su izquierda, más allá <strong>de</strong>l<br />

Fuerte, recortaba sus campanarios mo<strong>de</strong>stos y sus casucas iguales, con patios y<br />

patizuelos, con higueras y parras. Delante, el Plata se <strong>de</strong>sperezaba y engullía juncos. Un<br />

islote <strong>de</strong> sauces parecía bogar, a corta distancia. Espirales <strong>de</strong> humo señalaban la<br />

torrecilla <strong>de</strong> San Juan Bautista, a la entrada <strong>de</strong>l Riachuelo. Y el sol andaba doquier,<br />

jabonando muros, afilando los metales quiméricos <strong>de</strong>l río, dorando el aire. Por dos horas,<br />

el mancebo no había cambiado <strong>de</strong> posición. Aquel sopor voluptuoso, aquel ensoñar<br />

olvidado, placíanle sobremanera. Junto a él, Pedro <strong>Martín</strong>ez, el mestizo, comía tajadas <strong>de</strong><br />

queso. Y <strong>Galaz</strong>, tras <strong>de</strong> observar la ronda solícita <strong>de</strong> las hormigas, en torno <strong>de</strong> sus calzas<br />

maltratadas, tras <strong>de</strong> coger al vuelo una mariposa y <strong>de</strong> aplastar un ciempiés, había vuelto<br />

el <strong>de</strong>sgano <strong>de</strong> sus ojos hacia el río <strong>de</strong> Solís.<br />

Río <strong>de</strong> Solís, <strong>de</strong> Gaboto, <strong>de</strong> don Pedro <strong>de</strong> Mendoza, <strong>de</strong> conquistadores, <strong>de</strong> piratas, <strong>de</strong><br />

contrabandistas. Al pronto, el agua se llenó <strong>de</strong> barcos, que sólo existían en la mente <strong>de</strong>l<br />

soñador.<br />

Eran navíos altaneros. El paje reconocía galeones, urcas, pataches, tartanas y<br />

carabelas. Llevaban ángeles y santos <strong>de</strong> barba luenga, pintados <strong>de</strong> añil en los velámenes<br />

crujientes. En los mástiles, encima <strong>de</strong>l trajín <strong>de</strong> la marinería, flameaban las ban<strong>de</strong>ras <strong>de</strong><br />

damasco negro, con los escudos <strong>de</strong> los jefes. Y era, en todas las naves, el color heráldico<br />

<strong>de</strong> los Bracamonte, <strong>de</strong> su trasabuelo don Rubí <strong>de</strong> Bracamonte, Almirante Mayor <strong>de</strong><br />

Francia.<br />

El río se encrespaba, convulso. Torres líquidas imprimían loco vaivén a la flota. El<br />

fuego <strong>de</strong> los estampidos iniciaba un incendio suntuoso. ¡Galeras y galeras! ¡El látigo <strong>de</strong>l<br />

cómitre, sobre las espaldas <strong>de</strong> los forzados! ¡Las olas <strong>de</strong> argento y las plumas en los<br />

morriones y la chispa <strong>de</strong> los arcabuces y la confusión <strong>de</strong> los remos rotos! Y, por todos<br />

lados, una turba que berreaba: —“¡Señor Almirante! ¡Señor Almirante don <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong><br />

Bracamonte!” Y él estaba en el alcázar, con cartas <strong>de</strong> marear, con agujas, ballestillas y<br />

astrolabios. Y aquel no era ya el Río <strong>de</strong> la Plata, sino el Mediterráneo <strong>de</strong> las empresas <strong>de</strong><br />

gloria. Ascendía hasta sus narices el hedor nauseabundo <strong>de</strong> los galeotes. ¡Señor<br />

Almirante! Miraba hacia arriba, hacia el cielo florecido <strong>de</strong> velas y <strong>de</strong> ban<strong>de</strong>rines, y<br />

entonces advertía que los apóstoles y los ángeles se esfumaban, en las lomas miniadas<br />

74como pergaminos y que, en su lugar, una sola imagen, <strong>de</strong> mujer, resplan<strong>de</strong>cía sobre<br />

los trinquetes gigantescos.<br />

La música <strong>de</strong> los nombres le embotaba. ¡Violante! ¡Violante!, susurraba el viento, con<br />

aleteos <strong>de</strong> pájaro, entre las jarcias. ¡Señor Almirante!, cantaba el río, en la espuma <strong>de</strong><br />

las proas. ¡Violante, Almirante! ¡Violante, Almirante! Galeras, galeras... El río, todo el río<br />

rojo y azul <strong>de</strong> galeras, en la corriente jocunda... Y él, con el astrolabio, como donjuán <strong>de</strong><br />

Austria, como el Marqués <strong>de</strong> Santa Cruz, en el centro <strong>de</strong> aquel tapiz marino cuyos<br />

pliegues temblaban por momentos...<br />

Pero otra voz, más bronca, se sumaba ahora al coro <strong>de</strong> laú<strong>de</strong>s. Señor <strong>Galaz</strong> —le<br />

<strong>de</strong>cía— quiero hablaros por vuestro bien.<br />

Se estregó los ojos y reculó, espantado. Doña Mergelina le sonreía con su único<br />

diente.<br />

Largamente le había hablado la vieja. Él la escuchó anheloso, congojado por lo que le<br />

proponía. Poco a poco, el dulce veneno le venció. ¡Iría, sí, iría la noche siguiente! ¿Acaso<br />

la dueña misma no le había dado pruebas claras <strong>de</strong> su po<strong>de</strong>r? ¿No le contó que había<br />

estudiado con herbolarios y nigromantes, en la cueva <strong>de</strong> San Cebrián, en Salamanca?<br />

¿No le mostró, en la pupila izquierda, el sapo pequeñito que tenía impreso, señal <strong>de</strong> su<br />

condición mágica?<br />

El miedo <strong>de</strong>l Infierno, cuyo aliento pestoso creyó percibir y el <strong>de</strong>mente afán <strong>de</strong> ver<br />

colmada su ansia, pujaron en su espíritu. Y el último pudo más. Ahora, parecíale que una<br />

niebla caliente le envolvía, le cegaba y le impedía pensar.<br />

Manuel Mujica Láinez 25<br />

<strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>

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