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Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez

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Los negros <strong>de</strong> la casa episcopal no le habían visto.<br />

Tampoco estaba entre los holgazanes que mataban las horas estudiando el equilibrio<br />

que hacían los alarifes, sobre los pequeños andamies y tablones <strong>de</strong>l Cabildo, sin cesar<br />

refaccionado. Los pordioseros <strong>de</strong> la Catedral no supieron darle razón <strong>de</strong> él. Desesperaba<br />

<strong>de</strong> hallarle, cuando se resignó a atravesar una vez más el barrizal inmenso <strong>de</strong> la Plaza e<br />

interrogar a los soldados <strong>de</strong>l Fuerte. Algunos galopines la siguieron. —” ¡Pío, pío! —le<br />

gritaban—. ¡Pío, pío, doña Mergelina, dueña <strong>de</strong> gallinas!” A mitad <strong>de</strong> camino, a la sombra<br />

<strong>de</strong>l rollo <strong>de</strong> Justicia, la vieja se encogió con agilidad inesperada y lanzó un puñado <strong>de</strong><br />

guijarros sobre los burlones. Estos redoblaron la sorna: —”¡Ave María, la namorada <strong>de</strong>l<br />

maeso perrero <strong>de</strong> la Catedral! ¡Apare limosna, por esa corcova santa!”<br />

La abandonaron en la calleja estrechísima, que dividía dos solares <strong>de</strong> la Compañía <strong>de</strong><br />

Jesús y que comunicaba al Fuerte con la Plaza. A uno y otro lado, encima <strong>de</strong> las tapias,<br />

se empinaban los naranjos y los limoneros.<br />

La dueña llegó resoplando al foso <strong>de</strong> la fortaleza. Se asomó a él. La tierra <strong>de</strong> los<br />

muros estaba casi <strong>de</strong>smoronada. Unas matas secas y unas florecitas amarillas se<br />

abrazaban a los terrones. Manchas ver<strong>de</strong>s, ocres, negruzcas, <strong>de</strong>scendían por los bor<strong>de</strong>s<br />

<strong>de</strong> la excavación hacia el fondo sin agua. Un vaho <strong>de</strong> humedad, <strong>de</strong> lodo frío, subía <strong>de</strong> la<br />

entraña <strong>de</strong>l hoyo. El anillo <strong>de</strong> lana gris <strong>de</strong> las lombrices se disimulaba entre las hierbas<br />

relucientes. Centenares <strong>de</strong> sapos, <strong>de</strong> ranas, <strong>de</strong> renacuajos, cantaban saltaban o<br />

atrapaban moscas o quedaban inmóviles, atentos. Parecía que iba a reventárseles la bola<br />

redonda <strong>de</strong>l ojo.<br />

Allí abajo, los valentones arriesgaban maravedíes a la suerte <strong>de</strong>l naipe.<br />

Eran soldados rufianescos, prontos a chancearse y reñir. Permanecían la tar<strong>de</strong> entera<br />

sentados sobre escorias o encima <strong>de</strong> las capas mugrientas, jugando al “quince”, al “topa<br />

y hago” y a las “quínolas”. Las calabazas <strong>de</strong> mate pasaban <strong>de</strong> mano en mano, sobre los<br />

puñales <strong>de</strong> tres aristas hincados en el limo. A las veces, <strong>de</strong>teníase la partida para<br />

escuchar el relato <strong>de</strong> alguna acción guerrera. Hablábase también, gravemente, siguiendo<br />

la costumbre <strong>de</strong> los ociosos españoles, <strong>de</strong> la posible bajada <strong>de</strong>l Turco y <strong>de</strong> las fuerzas<br />

que se opondrían a sus naos. Pero los cartones <strong>de</strong> la baraja podían más que las mazas y<br />

espadas <strong>de</strong> la verda<strong>de</strong>ra guerra, que las copas y el oro prometido por la narración <strong>de</strong> los<br />

saqueos célebres. Y la algarabía recomenzaba, henchida <strong>de</strong> votos y refranes, mientras<br />

los naipes grasientos azotaban el mísero tapete.<br />

A aquella boca <strong>de</strong> lobo se llegó doña Mergelina para inquirir por <strong>Galaz</strong>. El juego paró<br />

al punto. Un bellaco <strong>de</strong> mangas ajironadas se quitó el sombrero, limpió con su<br />

<strong>de</strong>splumada falda el polvo <strong>de</strong> sus zapatos y voceó:<br />

—“¡Buen año tengáis, señora dueña!” Otro le sopló:<br />

—“¡Decid mejor ‘buen siglo’!” Una carcajada ingenua convulsionó las caras tajeadas y<br />

corrió a lo largo <strong>de</strong>l foso. En el puente levadizo, apareció un guardia con una pica.<br />

El guapo <strong>de</strong>l sombrero recordó entonces el inci<strong>de</strong>nte <strong>de</strong> las gallinas. Hincháronsele<br />

los mofletes <strong>de</strong> risa apretada. Fuelo contando a bocanadas, con a<strong>de</strong>manes exagerados,<br />

remedando la ufanía <strong>de</strong> las crestas marciales y <strong>de</strong> los cloqueos promisorios. Sus<br />

compinches seguían sus gestos y la jarana les agitaba el vientre y les conmovía las<br />

piernas y los hombros.<br />

En alto, sobre la ancha trinchera maloliente que hervía <strong>de</strong> pullas, la dueña <strong>de</strong> la casa<br />

<strong>de</strong> Bracamonte mostraba el puño, blandía el bastón, blasfemaba y escupía. Sus tocas<br />

aleteaban en un torbellino <strong>de</strong> brazos y <strong>de</strong> injurias.<br />

Por fin, un soldado se apiadó <strong>de</strong> ella y le dijo que encontraría a <strong>Galaz</strong> durmiendo en<br />

las barrancas, frente al pozo <strong>de</strong> Santo Domingo. La dueña se apartó, rumbo al río. La<br />

escoltaba una saloma, ca<strong>de</strong>nciosa como el cabeceo <strong>de</strong> los bajeles, que a pleno pulmón<br />

entonó la pintoresca compañía:<br />

24 Manuel Mujica Láinez<br />

<strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong><br />

Bendita la hora,<br />

la hora en que Dios nació.<br />

Santa María le amamantó,<br />

San Juan le bautizó.<br />

La guarda es tomada,<br />

la ampolleta muele;

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