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Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez

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22 Manuel Mujica Láinez<br />

<strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong><br />

CINCO<br />

LA VENGANZA DE LA DUEÑA<br />

LA NOTICIA <strong>de</strong> los escándalos corrió y retozó por <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>.<br />

Des<strong>de</strong> las sacristías hasta las reboticas <strong>de</strong> los pulperos, <strong>de</strong> las naves al Barrio Recio,<br />

en la calle <strong>de</strong> la Ronda y en la Plaza Mayor, en el Hospital y en el Cabildo, los hidalgos y<br />

la chusma se rego<strong>de</strong>aban. A la puerta <strong>de</strong> los conventos, mientras se servía la ración <strong>de</strong><br />

sopa, los vagabundos repetían los ayes y los aspavientos <strong>de</strong> la viuda. Uno, en la Merced,<br />

habíase rellenado el jubón <strong>de</strong> trapos, para fingir los pechos <strong>de</strong> la Bracamonte. Otro<br />

cacareaba, en medio <strong>de</strong> un corrillo <strong>de</strong> esclavos. Decíase que un ciego había compuesto<br />

ya tres romances, sobre tema tan tentador y, aunque nadie los conocía, la gente se<br />

apretujaba en los atrios, en busca <strong>de</strong>l poeta ocasional. Aquel grano <strong>de</strong> pimienta, regalo<br />

<strong>de</strong> picaros, bastaba para condimentar la espesa charla diaria.<br />

Los labriegos que con vacas y ovejas acertaban a pasar por la Plazuela <strong>de</strong> San<br />

Francisco, se daban fuertes palmadas y señalaban con el pulgar el zaguán <strong>de</strong>sierto.<br />

Alguno, más fino <strong>de</strong> oreja, juraba haber oído a doña Uzenda regañando a Mergelina.<br />

Y así era, en verdad. Una cólera tempestuosa había sucedido al estupor primero. La<br />

dama sintió que los vapores <strong>de</strong> la ira, <strong>de</strong>nsos, asfixiantes, le abrasaban las narices. El<br />

orgullo, la <strong>de</strong>sesperación, la sorpresa, la impotencia, el verse humillada, el adivinarse<br />

escarnecida, el imaginar la nube <strong>de</strong> ridículo que sobre su altiva casa se cernía,<br />

sirviéndole <strong>de</strong> comezón la noche entera. Tan pronto se convencía <strong>de</strong> que aquello no era<br />

más qué una pesadilla, fruto <strong>de</strong> su hígado rebel<strong>de</strong>, como aceptaba y rechazaba nombres,<br />

entre sus conocidos, indagando con el magín por el que suponía autor <strong>de</strong> la<br />

confabulación tortuosa. A las seis, saltó <strong>de</strong>l lecho revuelto. Roncas trompetas <strong>de</strong> gallos la<br />

llamaron a guerra.<br />

La dueña estaba acondicionando unos ornamentos, en el arca <strong>de</strong>l pequeño oratorio.<br />

Antojósele a doña Uzenda que, mientras doblaba los gorgoranes, temblaba el bozo <strong>de</strong><br />

Mergelina y que aquel su diente solitario, pavor <strong>de</strong>l esclavaje, aparecía y <strong>de</strong>saparecía<br />

entre sus labios, cual si lo moviera una risilla encubierta.<br />

La viuda no había menester <strong>de</strong> más. Avanzó hacia la vieja, y allí fue la más ardua<br />

batalla <strong>de</strong> vocablos y el más recio abordaje <strong>de</strong> <strong>de</strong>nuestos. La dueña se <strong>de</strong>fendió como<br />

pudo, retrocediendo hacia el patio. Su ama la acorralaba entre los tinajones y las<br />

magnolias, en alto el índice amenazador.<br />

—¡Vos sois, doña alcahueta, doña bruja, doña diabla, la culpable <strong>de</strong>sta felonía! ¡Vos<br />

sois la urdidora y la taimada, la que a tiempo <strong>de</strong>bisteis avisar la llegada <strong>de</strong>l gobernador;<br />

la que soltasteis los gallos; la que, mientras yo <strong>de</strong>sfallecía <strong>de</strong> angustia, os holgabais con<br />

los negros <strong>de</strong> facerme vergüenza! ¡Tened cuidado y mirad por vos, que ya conocéis mis<br />

humores y sabéis el riesgo <strong>de</strong> revolvellos!<br />

Mergelina era dura <strong>de</strong> oído y eso exasperaba más a su Contrincante. La voz <strong>de</strong> la<br />

viuda subía <strong>de</strong> tono y entraba en los tímpanos como daga filosa. La dueña, confundida<br />

ante aquel <strong>de</strong>sor<strong>de</strong>nado huracán <strong>de</strong> palabras, meneaba las tocas y abría las manos, para<br />

expresar su inocencia.<br />

Doña Uzenda proseguía: —¡Eso, eso, <strong>de</strong>smandaos con vuestra señora! ¡Escapad,<br />

poneos a cobro, que aunque huyerais a Constantinópoli, todas vuestras artes turbias <strong>de</strong><br />

hechicera no os escudarían <strong>de</strong> mí! Decí, ¿para esto os truje <strong>de</strong> Salamanca? ¿Para esto os<br />

recogí y abrigué? ¿Ansí pagáis el pan que en mi casa coméis y el que hurtáis en mis<br />

cofres? ¡Jesús <strong>de</strong> la mala hembra e <strong>de</strong> la mala servidora, que arroja sobre su ama la befa

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