Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez
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16 Manuel Mujica Láinez<br />
<strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong><br />
CUATRO<br />
EL OBISPO Y LAS GALLINAS<br />
PASADAS LAS CINCO, comenzó a llegar, a pie o cabalgando, rara vez en silla <strong>de</strong> manos,<br />
gran concurso <strong>de</strong> gente. Estaba allí la prez granada <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>. Traía adherida al<br />
traje y a los movimientos, como pátina sutil, la <strong>de</strong>ja<strong>de</strong>z <strong>de</strong> la siesta. Algunos chicuelos<br />
legañosos habían acudido al olor <strong>de</strong>l regocijo. Embarazaban el zaguán, suplicando:<br />
“¡Apare limosna! ¡Por su salusita, seor gentilhombre, apare limosna!”.<br />
Hacía una hora que vaheaban los pebeteros en el casón. Doña Uzenda quemaba en<br />
ellos el bálsamo <strong>de</strong>l Brasil, que los guaraníes <strong>de</strong> las misiones obtenían <strong>de</strong>l copal <strong>de</strong><br />
grueso tronco.<br />
Era el estrado una cuadra gran<strong>de</strong>, rectangular, sin Ventanaje, iluminada apenas. Por<br />
la puerta que abría al patio, velada <strong>de</strong> hojas y brotes, penetraba el aire tibio <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>.<br />
Muebles macizos obstruían el aposento. El vapor <strong>de</strong>l sahumerio los ceñía <strong>de</strong> algodones.<br />
En la testera, sobre un bufetillo, un Cristo lloraba lágrimas <strong>de</strong> carey. Colgaban encima<br />
dos retratos, tan ahumados por los cirios, tan atenuados por la espesa neblina fragante<br />
y, finalmente, <strong>de</strong> tan burda calidad, que lo único que <strong>de</strong> ellos se alcanzaba eran los<br />
zapatos y las medias. Inscripciones <strong>de</strong> ortografía dudosa ilustraban sobre el linaje <strong>de</strong> los<br />
mo<strong>de</strong>los. Pero bastaba apreciar las botas y el galgo cazador <strong>de</strong>l uno, para saber que se<br />
trataba <strong>de</strong> don Bartolomé <strong>de</strong> Bracamonte y el calzado con rosetas <strong>de</strong> encaje y las medias<br />
<strong>de</strong> pelo <strong>de</strong>l otro, amén <strong>de</strong>l mulatillo que en un ángulo <strong>de</strong> la tela le tenía los guantes <strong>de</strong><br />
gamuza, voceaban que aquél era su hermano, don Juan, el <strong>de</strong> Indias.<br />
Hacia el fondo, hallábanse los cuadros religiosos. La luz mortecina <strong>de</strong> las velas los<br />
pintaba y <strong>de</strong>spintaba. Eran <strong>de</strong> San Blas, abogado <strong>de</strong>l mal <strong>de</strong> garganta; <strong>de</strong> Santa Bárbara,<br />
auxiliadora contra truenos y tormentas; <strong>de</strong> San Roque, purificador <strong>de</strong> pestilencias, y <strong>de</strong><br />
Santa Águeda, socorro <strong>de</strong> los pechos y que estaba representada sonriente, aniñada,<br />
dulzona, peinada a la manera española, con dos muñones en el seno y los pechos<br />
servidos en una ban<strong>de</strong>ja, como frutas.<br />
Una alfombra <strong>de</strong> tres ruedas, muy hollada, cubría las grietas <strong>de</strong>l suelo. Sentada<br />
encima, sobre una almohada, se pavoneaba doña Uzenda. Sus ca<strong>de</strong>ras <strong>de</strong>sbordaban en<br />
el terciopelo moribundo. En el cabello habíase anudado una lazada <strong>de</strong> colonia. Vestía <strong>de</strong><br />
luto e impresionaba, <strong>de</strong> tan monumental, cual un catafalco, o cual un palafrén con<br />
gualdrapa fúnebre. Aquella majestad <strong>de</strong> túmulo patricio, las voces confi<strong>de</strong>nciales, el olor<br />
<strong>de</strong>l benjuí, contribuían a crear una atmósfera asfixiante <strong>de</strong> velatorio. Delante <strong>de</strong> la viuda,<br />
fulgían los bronces <strong>de</strong> un brasero lleno <strong>de</strong> ceniza. El bisbiseo <strong>de</strong> las señoras<br />
chisporroteaba alre<strong>de</strong>dor. Los abanicos no se daban reposo.<br />
Los caballeros permanecían en el patio. Les recibía el alcal<strong>de</strong> <strong>de</strong> la Hermandad, más<br />
lelo que nunca. De vez en vez, encubriéndose, bostezaba y se hacía cruces sobre los<br />
labios.<br />
Y <strong>de</strong>l patio a la casa, gobernados como títeres <strong>de</strong> retablo por los párpados <strong>de</strong> la<br />
dueña, los negros llevaban y traían sin cesar, perfumados azafates <strong>de</strong> plata <strong>de</strong> Lima, con<br />
barquillos, con calabazas <strong>de</strong> mate, con agua y con aloja, con orejones hechos a cuchillo<br />
por mano diestra <strong>de</strong> esclavas, con fruta seca y ver<strong>de</strong>. Se ponían <strong>de</strong> hinojos para<br />
ofrecerlos. Así lo que quería el orgullo <strong>de</strong> doña Uzenda.<br />
Doña Polonia <strong>de</strong> Izarra se quejó <strong>de</strong> dolor <strong>de</strong> dientes. Su esposo, el general <strong>de</strong> Gaete,<br />
que a través <strong>de</strong>l follaje oyó su plañir inconfundible, exclamó con tono <strong>de</strong>sabrido:<br />
—No paren mientes en ella vuesarce<strong>de</strong>s. Todo es llorar y mojigatería por quequiera.