Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez

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11.05.2013 Views

“¡Por las entrañas de Nuestro Señor! Vuesa merced, Violante, no era aún nacida y, ansimesmo, tengo aquel cuadro tan hondamente fijo como si lo hubieran labrado cinceles y buriles. Aparté la ramazón y los abroxos y detrás, agazapado, vide un monstruo fiero, desemejado, la creatura más espantosa que engendraron las miasmas y la carne corrupta. Al punto, reconocíle: era el carbunclo. “Arrieros de los Andes habíanme hablado del. También algunos padres de las misiones, que le decían el teyuyaguá. Pero aquí, media legua corta de Buenos Aires. .. ¡Era él, era él, malos años, él y su traza disforme! En la frente, sobre los ojos, tenía encajada una piedra cual un rojo coágulo de sangre, de valor infinito, perfetamente cortada e polida. Aquel rubí lanzaba la luz que me atrajo. “Hice ánimo de recurrir a la espada y volver por mi vida y los dedos flojos se negaron a obedecer. Mi respiración era ronca y silbante. La fiebre me había hundido un capacete de hierro hasta las cejas. Allí quedé un cuarto de hora, con el carbunclo, sin acertar a moverme. Nos mirábamos. Era tal su resplandor que no me dejaba reparar en el resto de la catadura, que adivinaba en forma de reptil viscoso. Al cabo de rato, Dios y enhorabuena pude meter la mano en la faltriquera. Guardaba en ella un rosario: este mesmo —y los quince dieces brillaban en la sombra y las cuentas de esmalte sonaban con un ruido de dientes chocados—... Cogello y salvarme fue todo uno. Un torrente de vida me llenó los brazos y el pecho. Me sacudí, me santigüé y soplé con todas mis fuerzas sobre el engendro. La bestia de Satán se retorció, como si la hubieran arrimado una brasa. Luego desapareció. “No es charloteo de viejas rezaderas, ni corónica de fantasía —concluyó el capitán—. Lo que os cuento han copiado estos ojos —y hundía los dedos magros en las órbitas— para siempre. ¡Tierra de locura! ¡Carbunclos y avestruces de fuego, y demonios subterráneos que custodian las huacas, y cerros encantados que se enojan, con bramidos y estertores, y salamanqueros negros que asoman las cabeticas en las minas de oro y danzan sobre los cadáveres! ¡Tierra de muerte, de locura y de misterio! Yo os digo que es razón que nos levantemos, con armas y soldadesca, con escapularios y reliquias, para domeñalla. Si no saltará en pedazos, para abrirnos horrenda sepoltura. Andáis ufanos como chantres, de haber conquistado las Indias. ¡Torpeza! Las Indias os han conquistado a vosotros y os aherrojan día a día, con su cepo de espantos desconocidos. Hasta que no hayamos exorcizado cada mata y cada breña, hasta que no hayamos desbrozado los bosques y borrado las huellas del mal ángel y ahuyentado a su cohorte de vestiglos, el Rey no porná llamar suya a la América florida... Una brisa leve despeinaba el follaje. Sánchez Garzón estaba de pie, con el rosario enroscado en el recazo de la espada. Todavía dijo: —¿Qué queréis? Vano es argüir con labradores y escribanos. Nadie les saca de sus aritméticas. Pero aquel que descubriera a El Dorado y lo brindara, como perla la más blanca y valiosa, a nuestro señor Felipe, que guarde Dios, ése sería más digno de consideración y pompa que los que amasan escudos copiando papelotes. O, sin emprender viajes a comarcas lueñes, bastaría que consiguiera reducir a prisión al fantasmón injurioso que aquí mesmo, de seguro, aquí mesmo, entre nosotros, se disimula... No le dejaron seguir. Doña Uzenda, un tanto descolorida, musitó: Vuesa merced, señor Garzón, ha logrado asustarnos. Calle, le encarezco por María Santísima, y no se enzarce más, que parece que lo hiciera aposta. En aquel momento, oyóse un rumor de ramas y hojarasca. Todos levantaron la vista. Doña Mergelina lanzó un gritillo estridente, de roedor enjaulado. La señora apostrofó: “¡Abrenuntio, libéranos domine!”. Allá arriba, una cosa negra y peluda revoloteaba, diseñando círculos cada vez más bajos. Un esclavo gimió:—”¡Un álima!” Otros sollozaron: —”¡Sálvamela Dios de la diabro!”... Huyeron hacia la puerta, hacia la calle, hacia los aposentos interiores. Nada detenía su desbandada, ni las reprimendas de la viuda, ni la lluvia de palos que provocaba la dueña. En medio del patio había caído un murciélago. Echada en su hamaca indígena, Violante se relamía con el recuerdo de la noche anterior y de las palabras del capitán. Evocaba la gesta de los hombres de hierro, por él 14 Manuel Mujica Láinez Don Galaz de Buenos Aires

descritos, y la comparaba con la existencia ñoña de los vecinos de la aldea. Hubiérale gustado hallar un paladín de verdad. Hermanaba su imagen idealizada con la de los héroes de las novelas que Galaz le prestaba a hurtadillas. Un desencanto total le amargaba los labios con acre sabor de cenizas. Escapar de la monotonía de Buenos Aires... Acaso esa quietud uniforme, ese desmayo que no se curaba ni con bizmas ni con ungüentos, ¿no sería obra de un duende más, un temible duende burlón que pasaba sus días sofocando esperanzas y secando sueños? Los abanicos se le deslizaron de las manos inactivas, abandonadas en el verdugado de vellorí. Rodaron al suelo. Violante se inclinó a recogerlos. Un pecho menudo, redonda flor de plumas, saltó de su jubón emballenado. Ella lo guardó prestamente, ojeando azorada. La esclava rió y fue un fracaso de cristalerías. El gato arqueó el lomo y maulló su risa de felino. Un rumor semejante al de la noche pasada se dejó oír, entre las hojas verdes y grises de la higuera. La niña se echó a temblar, sobrecogida como vicuña medrosa. La negra rezaba: “¡Plegata Dios que non sía Mandinga!”. Y, la mano en la mano, entraron en la casa, con gran ruido de faldas y de pies apremiados. Del otro lado, hacia la huerta de naranjos y limones, una sombra se descolgó. Era Galaz. Marchaba con el rostro encendido, deseoso de ganar el postigo trasero. El corazón le golpeaba impetuosamente, bajo la ropilla, como aldabón de palacio. Manuel Mujica Láinez 15 Don Galaz de Buenos Aires

<strong>de</strong>scritos, y la comparaba con la existencia ñoña <strong>de</strong> los vecinos <strong>de</strong> la al<strong>de</strong>a. Hubiérale<br />

gustado hallar un paladín <strong>de</strong> verdad. Hermanaba su imagen i<strong>de</strong>alizada con la <strong>de</strong> los<br />

héroes <strong>de</strong> las novelas que <strong>Galaz</strong> le prestaba a hurtadillas. Un <strong>de</strong>sencanto total le<br />

amargaba los labios con acre sabor <strong>de</strong> cenizas. Escapar <strong>de</strong> la monotonía <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong><br />

<strong>Aires</strong>... Acaso esa quietud uniforme, ese <strong>de</strong>smayo que no se curaba ni con bizmas ni con<br />

ungüentos, ¿no sería obra <strong>de</strong> un duen<strong>de</strong> más, un temible duen<strong>de</strong> burlón que pasaba sus<br />

días sofocando esperanzas y secando sueños?<br />

Los abanicos se le <strong>de</strong>slizaron <strong>de</strong> las manos inactivas, abandonadas en el verdugado<br />

<strong>de</strong> vellorí. Rodaron al suelo. Violante se inclinó a recogerlos. Un pecho menudo, redonda<br />

flor <strong>de</strong> plumas, saltó <strong>de</strong> su jubón emballenado. Ella lo guardó prestamente, ojeando<br />

azorada. La esclava rió y fue un fracaso <strong>de</strong> cristalerías. El gato arqueó el lomo y maulló<br />

su risa <strong>de</strong> felino.<br />

Un rumor semejante al <strong>de</strong> la noche pasada se <strong>de</strong>jó oír, entre las hojas ver<strong>de</strong>s y<br />

grises <strong>de</strong> la higuera. La niña se echó a temblar, sobrecogida como vicuña medrosa. La<br />

negra rezaba: “¡Plegata Dios que non sía Mandinga!”. Y, la mano en la mano, entraron en<br />

la casa, con gran ruido <strong>de</strong> faldas y <strong>de</strong> pies apremiados.<br />

Del otro lado, hacia la huerta <strong>de</strong> naranjos y limones, una sombra se <strong>de</strong>scolgó. Era<br />

<strong>Galaz</strong>. Marchaba con el rostro encendido, <strong>de</strong>seoso <strong>de</strong> ganar el postigo trasero. El corazón<br />

le golpeaba impetuosamente, bajo la ropilla, como aldabón <strong>de</strong> palacio.<br />

Manuel Mujica Láinez 15<br />

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