Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez

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latían peligrosamente; que le dolían los huesos; que su esqueleto no pesaba más que un celemín; que su cuerpo ondulaba en la brisa, cual una banderola de seda y que por los santos Cosme y Damián se apiadaran de él y le aparejaran que comiera algo. Violante se levantaba entonces de la mesa familiar, con aquella gravedad risueña que para todo ponía y tornaba con un trozo de liebre o con un pernil asado. El paje devoraba la pitanza, mirando de hito en hito a la doncella. 10 Manuel Mujica Láinez Don Galaz de Buenos Aires

TRES EL SECRETO DE LAS INDIAS EL TRAJÍN de los criados prosiguió después de misa. Algunos vecinos chismeaban. Se habían acodado en los postes desiguales. Uno se detuvo, con el hato de ovejas que arreaba hacia el ejido. Por un minuto, convirtió a la plazuela en atormentada charca de lanas espumosas. Nubes de polvo salían del zaguán. Flotando sobre ellas, como diosa airada, veíase pasar y repasar a la viuda de Bracamonte. Mergelina, la dueña coja, hostigaba a los negros remolones. Les daba en la espalda, con su bastón. Era una hembra atrabiliaria, desmolada, con puntas y collares de hechicera. Pesada corcova le deformaba el espinazo. Un incisivo solitario, afilado, violeta, le partía la boca. Traía un mondadientes de oro sujeto a una cadenilla del mismo metal, que le colgaba del cuello. Con él hurgaba prolijamente, cerrando los ojos y chasqueando la lengua, aquel hueso obscuro, cual si esperara descubrir en sus raíces las pagas que le debía el hidalgo de Salamanca. En toda la mañana no había cesado de gruñir. A veces, ejecutando un mandato suyo, un esclavo aparecía en el umbral de la puerta y, diestramente, haciendo tornos con la vasija, arrojaba al pantano de la calle un perol de líquido hediondo, o residuos de yantas, o bultos de cosas sin hechura ni aplicación, que por cierto no olían a estoraques. Enseguida, ocho o diez perros se abalanzaban, con ladridos de júbilo, sobre el convite. El rebullicio de los esclavos moría en el último patio. Allí, echada en una hamaca de fibras gruesas, Violante jugaba con sus papagayos y sus abanicos. Cuando le placía, se refrescaba con una tajada de uno de aquellos celebérrimos melones de Buenos Aires, zumosos, rosados como carne de niños, que los viajeros alabaron. Una negra mecía la red. Sus movimientos decían la lasitud cimbrante de su Guinea natal. Luego tornaba a su labor, que era peinar a un gato y daba fuertes risadas ante su enojo cortado de bostezos. Tupidas higueras las separaban de la huerta. El perfume del limonar traicionaba su cercanía. Los pajarracos prolongaban su aleteo, en derredor del columpio. El sol les bruñía el plumaje. Los había de color azul excitado y de escarlata iracundo, como caperuzas de bufones. Uno, tieso, que parecía un lectoral, no paraba con sus algarabías. Otro se desgañitaba por chillar, a troche y moche: “¡Doña Mergelina está namorada! ¡Doña Mergelina está namorada!”. Más lejos, perchado en una alcándara e inmovilizado por pihuelas de cordobán, un halcón picoteaba una presa. Habíanlo cazado en Cochinoca, en el Tucumán, en las fronteras del Perú. Doña Uzenda lo conservaba como postrer homenaje a don Bartolomé, maestro de volatería. En medio de aquellas aves gárrulas, los aventadores semejaban pequeños pájaros murmurantes. Desplegaban las alas nerviosas y las recogían despacio o sumían el pico de madera y ataujía en las manos de la doncella. Dos abanicos tenía Violante. Dos abanicos y un soplido. Su madre, fiel a la costumbre española, habíala iniciado, desde los ocho años, en los melindres de su empleo. A los dieciséis, era toda su ciencia de la vida: orar y hacerse aire. Y aquella mañana se hacía aire, lánguidamente, armonizando el ritmo sensual de la hamaca con el desganado vaivén del ruedo de plumas. Doña Uzenda le previno que por la tarde la visitarían. Acaso viniera el obispo. Acaso Manuel Mujica Láinez 11 Don Galaz de Buenos Aires

TRES<br />

EL SECRETO DE LAS INDIAS<br />

EL TRAJÍN <strong>de</strong> los criados prosiguió <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> misa. Algunos vecinos chismeaban. Se<br />

habían acodado en los postes <strong>de</strong>siguales. Uno se <strong>de</strong>tuvo, con el hato <strong>de</strong> ovejas que<br />

arreaba hacia el ejido. Por un minuto, convirtió a la plazuela en atormentada charca <strong>de</strong><br />

lanas espumosas.<br />

Nubes <strong>de</strong> polvo salían <strong>de</strong>l zaguán. Flotando sobre ellas, como diosa airada, veíase<br />

pasar y repasar a la viuda <strong>de</strong> Bracamonte.<br />

Mergelina, la dueña coja, hostigaba a los negros remolones. Les daba en la espalda,<br />

con su bastón. Era una hembra atrabiliaria, <strong>de</strong>smolada, con puntas y collares <strong>de</strong><br />

hechicera. Pesada corcova le <strong>de</strong>formaba el espinazo. Un incisivo solitario, afilado, violeta,<br />

le partía la boca. Traía un mondadientes <strong>de</strong> oro sujeto a una ca<strong>de</strong>nilla <strong>de</strong>l mismo metal,<br />

que le colgaba <strong>de</strong>l cuello. Con él hurgaba prolijamente, cerrando los ojos y chasqueando<br />

la lengua, aquel hueso obscuro, cual si esperara <strong>de</strong>scubrir en sus raíces las pagas que le<br />

<strong>de</strong>bía el hidalgo <strong>de</strong> Salamanca. En toda la mañana no había cesado <strong>de</strong> gruñir. A veces,<br />

ejecutando un mandato suyo, un esclavo aparecía en el umbral <strong>de</strong> la puerta y,<br />

diestramente, haciendo tornos con la vasija, arrojaba al pantano <strong>de</strong> la calle un perol <strong>de</strong><br />

líquido hediondo, o residuos <strong>de</strong> yantas, o bultos <strong>de</strong> cosas sin hechura ni aplicación, que<br />

por cierto no olían a estoraques. Enseguida, ocho o diez perros se abalanzaban, con<br />

ladridos <strong>de</strong> júbilo, sobre el convite.<br />

El rebullicio <strong>de</strong> los esclavos moría en el último patio. Allí, echada en una hamaca <strong>de</strong><br />

fibras gruesas, Violante jugaba con sus papagayos y sus abanicos. Cuando le placía, se<br />

refrescaba con una tajada <strong>de</strong> uno <strong>de</strong> aquellos celebérrimos melones <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>,<br />

zumosos, rosados como carne <strong>de</strong> niños, que los viajeros alabaron.<br />

Una negra mecía la red. Sus movimientos <strong>de</strong>cían la lasitud cimbrante <strong>de</strong> su Guinea<br />

natal. Luego tornaba a su labor, que era peinar a un gato y daba fuertes risadas ante su<br />

enojo cortado <strong>de</strong> bostezos.<br />

Tupidas higueras las separaban <strong>de</strong> la huerta. El perfume <strong>de</strong>l limonar traicionaba su<br />

cercanía.<br />

Los pajarracos prolongaban su aleteo, en <strong>de</strong>rredor <strong>de</strong>l columpio. El sol les bruñía el<br />

plumaje. Los había <strong>de</strong> color azul excitado y <strong>de</strong> escarlata iracundo, como caperuzas <strong>de</strong><br />

bufones. Uno, tieso, que parecía un lectoral, no paraba con sus algarabías. Otro se<br />

<strong>de</strong>sgañitaba por chillar, a troche y moche: “¡Doña Mergelina está namorada! ¡Doña<br />

Mergelina está namorada!”. Más lejos, perchado en una alcándara e inmovilizado por<br />

pihuelas <strong>de</strong> cordobán, un halcón picoteaba una presa. Habíanlo cazado en Cochinoca, en<br />

el Tucumán, en las fronteras <strong>de</strong>l Perú. Doña Uzenda lo conservaba como postrer<br />

homenaje a don Bartolomé, maestro <strong>de</strong> volatería.<br />

En medio <strong>de</strong> aquellas aves gárrulas, los aventadores semejaban pequeños pájaros<br />

murmurantes. Desplegaban las alas nerviosas y las recogían <strong>de</strong>spacio o sumían el pico<br />

<strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra y ataujía en las manos <strong>de</strong> la doncella.<br />

Dos abanicos tenía Violante. Dos abanicos y un soplido. Su madre, fiel a la costumbre<br />

española, habíala iniciado, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> los ocho años, en los melindres <strong>de</strong> su empleo. A los<br />

dieciséis, era toda su ciencia <strong>de</strong> la vida: orar y hacerse aire.<br />

Y aquella mañana se hacía aire, lánguidamente, armonizando el ritmo sensual <strong>de</strong> la<br />

hamaca con el <strong>de</strong>sganado vaivén <strong>de</strong>l ruedo <strong>de</strong> plumas.<br />

Doña Uzenda le previno que por la tar<strong>de</strong> la visitarían. Acaso viniera el obispo. Acaso<br />

Manuel Mujica Láinez 11<br />

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