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Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez

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la falda, hasta quedar casi sentada a usanza <strong>de</strong> sastres y <strong>de</strong> moros. Halagaba a los<br />

padres <strong>de</strong> la Compañía <strong>de</strong> Jesús, mandándoles dulces y a los dominicos obsequiándoles<br />

frontaleras, cenefas y purificadores, <strong>de</strong> sedas y linos <strong>de</strong>licados. Su confesor era un fraile<br />

francisco.<br />

En 1634, hizo labrar dos cajas en España. Una, dorada y estofada, revestida <strong>de</strong><br />

damasco rosa. La segunda <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra muy fuerte. Esta última iba pintada con ramazones<br />

<strong>de</strong> varias flores y con las armas <strong>de</strong> Bracamontes y Maldonados. Las donó a los religiosos<br />

vecinos, para que en ellas <strong>de</strong>positaran los restos <strong>de</strong> Fray Luis <strong>de</strong> Bolaños, muerto ya<br />

octogenario en aquel convento. Y, en tal ocasión, hubo cabil<strong>de</strong>os y se obraron milagros y,<br />

como un perfume exquisito llenaba la iglesia, las buenas gentes arrimaron escalas a los<br />

muros, por ver lo que allí acontecía. Y vieron que <strong>de</strong> las santas reliquias manaba un licor<br />

aromático y que quien lo tocaba sanaba al punto <strong>de</strong> llagas y postillas. El gobernador, que<br />

lo era a la sazón el hermano <strong>de</strong>l marqués <strong>de</strong> las Navas, entregó a doña Uzenda un pomo<br />

con algunas gotas <strong>de</strong>l líquido misterioso. Des<strong>de</strong> entonces, la dama lo llevó en el seno,<br />

bajo la valona cariñana, junto a un diente <strong>de</strong> caimán engastado en oro, remedio infalible<br />

contra la mor<strong>de</strong>dura <strong>de</strong> las víboras.<br />

Con su autoridad, creció su volumen. Se le abultaron las ca<strong>de</strong>ras. La papada le ro<strong>de</strong>ó<br />

el cuello, como una gorguera blancuzca, fofa y temblante.<br />

Amaba a sus sobrinos a su modo. A Juan, el mayor, que unía a una estupi<strong>de</strong>z rara un<br />

porte claramente señoril y que por ese año <strong>de</strong> 1638 era alcal<strong>de</strong> <strong>de</strong> la Santa Hermandad,<br />

le hubiera querido para esposo <strong>de</strong> Violante. Delataba su intención con razonamientos<br />

enredados y sonrisas alentadoras. Pero el alcal<strong>de</strong> más parecía sonámbulo que otra cosa.<br />

Salía <strong>de</strong> una siesta para tumbarse en un letargo y, en el intermedio, sus miradas erraban<br />

por doquier, sin que nada <strong>de</strong>sazonara su limpi<strong>de</strong>z vacua. <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong>cía que si le tiraran<br />

guijarrillos a los ojos, se formarían en ellos ondas circulares.<br />

El paje fue díscolo <strong>de</strong>s<strong>de</strong> pequeño. Cuando, por or<strong>de</strong>n <strong>de</strong> su tía, ayudaba a las misas<br />

en la Catedral, ocultaba las vinajeras y los cirios. Cabeceaba sobre la gramática latina, en<br />

el claustro <strong>de</strong> la Compañía <strong>de</strong> Jesús y una vez le encontraron un ejemplar roñoso <strong>de</strong> “Las<br />

Sergas <strong>de</strong> Esplandián”, al que había cosido pacientemente las tapas <strong>de</strong>l “De puerorum<br />

moribus disticha”. Prefería la cháchara <strong>de</strong> la servidumbre a la parla engolada <strong>de</strong> los<br />

caballeros. Negros e indios se hubieran <strong>de</strong>jado acuchillar por él. De ellos había aprendido<br />

ensalmos contra el ojo y la gota.<br />

Doña Uzenda se esforzó por guiarle hacia la iglesia, pero presto se <strong>de</strong>sengañó. El<br />

comercio no le atraía. Las armas, con aquella figura y aquella indocilidad natural, no<br />

señalaban su rumbo. Sin saber qué hacer y más por quitársele <strong>de</strong> encima que por buscar<br />

su vocación verda<strong>de</strong>ra, la señora se concertó con el obispo para que le guardara <strong>de</strong> paje.<br />

En el Palacio, cuando el prelado dormitaba, <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong>bía ahuyentar a los insectos que<br />

mortificaban su reposo. Le acompañaba en sus visitas, caminando junto a la silla <strong>de</strong><br />

manos. Copiaba, con letra espinosa, su correspon<strong>de</strong>ncia; cuidaba con otros dos<br />

mozalbillos y media docena <strong>de</strong> esclavos, <strong>de</strong>l aseo <strong>de</strong> la casa episcopal y <strong>de</strong> las tres muías<br />

<strong>de</strong> Su Ilustrísima. Todo ello a trueque <strong>de</strong> lecciones <strong>de</strong> canto llano, enseñadas tar<strong>de</strong> o<br />

nunca y <strong>de</strong> algunos principios <strong>de</strong> teología, pues doña Uzenda no echaba a olvido su<br />

antiguo propósito <strong>de</strong> verle a la cabeza <strong>de</strong> la diócesis, bajo palio, para mayor gloria <strong>de</strong><br />

Dios y <strong>de</strong> los Bracamonte y Navarra. A<strong>de</strong>más, Fray Cristóbal se obligaba a vestirle, con<br />

jubones y calzas que ostentarían sus colores, a acallar su hambre y a darle lecho blando.<br />

Ninguna <strong>de</strong> estas condiciones se cumplía.<br />

<strong>Galaz</strong> sólo trazaba cómo burlar al obispo. Cuando se le presentaba la ocasión, cogía<br />

la puerta. Había heredado <strong>de</strong> su tío Bartolomé el amor a las pláticas ociosas. Cuidaba su<br />

pereza como una flor. Pasaba las tar<strong>de</strong>s, sin saberlo su amo, leyendo novelas <strong>de</strong><br />

caballerías, con Alarás y con el mestizo <strong>Martín</strong>ez, o jugando a los naipes en el foso<br />

siempre seco <strong>de</strong>l Fuerte, con soldadotes <strong>de</strong>scalzos y barbudos, que habían andado más<br />

tierra que el Infante don Pedro <strong>de</strong> Portugal.<br />

Fray Cristóbal tampoco le brindaba el Ave Fénix. Terminada la siesta, el benedictino<br />

rondaba por las <strong>de</strong>spensillas juntando migajas que encerraba en arquetas, para los<br />

tiempos <strong>de</strong> escasez. Un día <strong>de</strong> dos, el pobre segundón irrumpía como el viento en la casa<br />

<strong>de</strong> la Plazuela <strong>de</strong> San Francisco. Gritaba que el obispo le torturaba y que era el peor <strong>de</strong><br />

los verdugos; que el vientre le sonaba como un parche <strong>de</strong> tambor; que las sienes le<br />

Manuel Mujica Láinez 9<br />

<strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>

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