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Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez

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natural inclinación a los negocios <strong>de</strong> gobierno, a su ejecutoria, que remontaba a Mosén<br />

Rubí <strong>de</strong> Bracamonte, Almirante Mayor <strong>de</strong> Francia, muy agasajado por el Señor Enrique<br />

II, “el <strong>de</strong> las Merce<strong>de</strong>s”; a su empaque prócer y en especial a su hermana, casada con el<br />

gobernador <strong>Rodríguez</strong> <strong>de</strong> Valdés y <strong>de</strong> la Banda, en cuya flota Bracamonte llegó a <strong>Buenos</strong><br />

<strong>Aires</strong>, año <strong>de</strong> 1599. En 1618, murió. Doña Leonor <strong>de</strong> Cervantes, su esposa, le siguió a la<br />

tumba, poco más tar<strong>de</strong>. Quedaban dos niños: Juan, el mayor, mozuelo tardo y<br />

<strong>de</strong>scaecido, y <strong>Galaz</strong>, que no era más que un llorar y un balbucir, <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> un estropajo.<br />

El marido <strong>de</strong> doña Uzenda, don Bartolomé <strong>de</strong> Bracamonte, había partido a su vez, <strong>de</strong><br />

su vieja casa <strong>de</strong>l Corralillo <strong>de</strong> la Hierba, en Salamanca, a rendir cuentas a Nuestro Señor.<br />

A diferencia <strong>de</strong> su hermano, el <strong>de</strong> Indias, <strong>de</strong>jó correr la vida en holganzas y cavilaciones.<br />

Sólo se ocupó <strong>de</strong> armar ballestas y <strong>de</strong> adiestrar pájaros <strong>de</strong> altanería. Sólo gozó<br />

plenamente <strong>de</strong> las lidias <strong>de</strong> toros. Su lectura fueron tratados <strong>de</strong> cetrería y <strong>de</strong> arte cisoria.<br />

Su reposo —y su existencia se <strong>de</strong>slizó en reposar constante y obligado—, beber altos<br />

jarros <strong>de</strong> vino <strong>de</strong> Portugal y discurrir <strong>de</strong>lgadamente con otros hidalgos <strong>de</strong> gotera.<br />

En 1602, había tratado a Olivares, cuando estuvo en los claustros salmantinos <strong>de</strong><br />

estudiante. No se cansaba <strong>de</strong> recordar el fausto <strong>de</strong>l futuro valido. Ayo, pasante,<br />

repostero, mozos <strong>de</strong> cámara, lacayos, mozo <strong>de</strong> caballeriza y ama, formaban su séquito<br />

<strong>de</strong> tiranuelo. Bracamonte refería que, en más <strong>de</strong> una oportunidad, había chocado con él<br />

aquellos mismos picheles <strong>de</strong> estaño, <strong>de</strong>sbordantes <strong>de</strong>l vino <strong>de</strong> Portugal que alegra el<br />

corazón. Después, cuando el Con<strong>de</strong> Duque empezó a encumbrarse, a lograr prebendas, a<br />

azorar a unos y a comprar a otros, don Bartolomé le escribió, en hermoso pergamino,<br />

para solicitar una plaza en Madrid. Su <strong>de</strong>seo era pasar a la Corte y ver allí <strong>de</strong> ser<br />

gentilhombre <strong>de</strong> algún príncipe. Aquel caballero <strong>de</strong> provincia, tan manso y <strong>de</strong>scuidado en<br />

apariencia, escondía a un cortesano furioso. A<strong>de</strong>más, los ducados mermaban. La<br />

hacienda, muy roída por los trasabuelos, escapaba, como por tamiz insaciable, a través<br />

<strong>de</strong> los <strong>de</strong>dos <strong>de</strong>l judío. Era menester disfrazar los remiendos <strong>de</strong> la ropilla. El hidalgo<br />

garrapateaba cua<strong>de</strong>rnos <strong>de</strong> letra menuda. Ora enumeraba los servicios <strong>de</strong> sus mayores a<br />

la monarquía, ora proponía arbitrios <strong>de</strong>scabellados para duplicar las rentas reales, ora<br />

pedía esto y aquello... Pero... las cosas <strong>de</strong> Palacio van <strong>de</strong>spacio... El magnífico señor no<br />

contestó nunca las memorias que, semana a semana, redactó don Bartolomé <strong>de</strong><br />

Bracamonte.<br />

Hacia el crepúsculo <strong>de</strong> su existencia —iba para diez años que don Gaspar <strong>de</strong> Guzmán<br />

gozaba la privanza— un acerbo <strong>de</strong>sencanto había comenzado a minar sus sueños <strong>de</strong><br />

po<strong>de</strong>río. Acechaba el <strong>de</strong>sfile <strong>de</strong> las tar<strong>de</strong>s monótonas, en su casa <strong>de</strong>l Corralillo <strong>de</strong> la<br />

Hierba, pala<strong>de</strong>ando el vino portugués <strong>de</strong> acariciante perfume y diciendo mal <strong>de</strong>l ministro<br />

soberbio. Sin embargo, sus reveses no le trajeron a la <strong>de</strong>sesperación. Su instinto <strong>de</strong><br />

raza, que le movía hacia la gran<strong>de</strong>za, pujaba más que su <strong>de</strong>silusión y, perdido en<br />

vapores espiritosos, evocaba, con lengua titubeante, la época bella <strong>de</strong> Salamanca,<br />

cuando el Con<strong>de</strong> Duque arrancaba chispas a la calle <strong>de</strong> la Rúa, bajo los cascos <strong>de</strong> su<br />

muía engualdrapada. Citaba a los Santa Cruz, a los Benavente, a los Sessa, a los Villena,<br />

flor <strong>de</strong> abolengos hispanos, compañeros suyos y <strong>de</strong>l favorito, en cenas opíparas con<br />

mujeres <strong>de</strong> amores.<br />

En aquel recordar ilusorio —pues la verdad era harto diversa y únicamente había<br />

charlado con Olivares muy <strong>de</strong> paso— quemó sus años maduros. Todo ardió en la hoguera<br />

<strong>de</strong> invenciones majestuosas que alimentaba su fantasía. Después <strong>de</strong> su muerte, la casa<br />

se llenó <strong>de</strong> rábulas y <strong>de</strong> escribanos. Los usureros <strong>de</strong> nariz corva recorrían las<br />

habitaciones, blandiendo aquí una espada, palpando allí un lienzo, sopesando acullá una<br />

ban<strong>de</strong>ja. Y doña Uzenda acordó <strong>de</strong> mudar su precaria vivienda <strong>de</strong> Salamanca, con su hija<br />

recién nacida, por la más segura <strong>de</strong> sus sobrinos indianos.<br />

Terrible fue su <strong>de</strong>sconcierto al <strong>de</strong>sembarcar en el Riachuelo <strong>de</strong> los Navíos. ¿Aquélla,<br />

la Ciudad <strong>de</strong> la Santísima Trinidad y Puerto <strong>de</strong> los <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>? ¿Aquel mísero casar <strong>de</strong><br />

adobes, con algunas tejas y mucha paja? ¿Adon<strong>de</strong>, las calzadas sonoras, los templos <strong>de</strong><br />

fábrica altiva? En vano le explicaron que erraba, que no era ésa tierra <strong>de</strong> metales. Doña<br />

Uzenda sollozaba y repetía:<br />

—¡Llevadme al Pirú! ¡Llevadme al Pirú! ¡Me habe<strong>de</strong>s engañado, pilotos <strong>de</strong> <strong>de</strong>sgracia!<br />

Sus cálculos ignorantes, vigorizados por consejas <strong>de</strong> bachilleres chanceros y <strong>de</strong><br />

Manuel Mujica Láinez 7<br />

<strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>

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