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Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez

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cambio <strong>de</strong> ser como él: audaz, sutil, amigo <strong>de</strong> muchos, dueño <strong>de</strong> una seguridad racial<br />

que <strong>de</strong>fendía, a modo <strong>de</strong> broquel inviolable, sus largos miembros grotescos.<br />

El tercer mozo era el nieto <strong>de</strong>l Hermano Pecador, Alanís Sánchez. Al observarle,<br />

acariciaba la atención la calidad <strong>de</strong> su cabello. Rubio y transparente, como hebras <strong>de</strong><br />

metal intangible, le nimbaba <strong>de</strong> un resplandor <strong>de</strong>svaído. Comunicaba a su persona un<br />

prestigio casi irreal, casi legendario, semejante al <strong>de</strong> aquellos que nacieron para llevar<br />

coronas ilustres y vieron agostar sus lozanías en las lobregueces <strong>de</strong> una cárcel. Dijérase<br />

que los cabellos eran la llama pálida, trémula, <strong>de</strong> una brasa interior, ya sin fuerzas, que<br />

le lamía el pecho. Las pupilas —carbones negros— activaban aquel rescoldo moribundo.<br />

A diferencia <strong>de</strong> sus compañeros, era parco en el hablar. No se gloriaba <strong>de</strong> agu<strong>de</strong>za <strong>de</strong><br />

ingenio, como el paje <strong>de</strong>l obispo, ni aspiraba a la retórica opulenta, como el aprendiz <strong>de</strong><br />

cortesano. Le agradaba escucharles. A la <strong>de</strong> veces, intervenía en sus reyertas, para<br />

aplacar las pullas socarronas <strong>de</strong> <strong>Galaz</strong>, quien se ensañaba con el mestizo. Pedro<br />

achacaba su morriña a brumosos antece<strong>de</strong>ntes aristocráticos. Bracamonte, que <strong>de</strong>s<strong>de</strong><br />

niño le había cobrado gran voluntad, culpaba <strong>de</strong> su humor a las rimas poéticas que <strong>de</strong><br />

continuo le bailaban en el magín.<br />

Un lazo estrechísimo le ligaba a sus camaradas. Era éste la afición <strong>de</strong> leer crónicas<br />

fantasiosas <strong>de</strong> amor, <strong>de</strong> guerra y <strong>de</strong> aventura. En tanto que los otros dos volcaban su<br />

pasión en voz y en grito, azuzando a los personajes, cual si el héroe fuera a abalanzarse<br />

<strong>de</strong> las tapas, todo armado, y a romper aceros entre los lectores, él domeñaba la<br />

agitación que le conmovía y se tornaba más extraño aún, más soledoso. Sus ojos<br />

quemaban entonces.<br />

Aquella tar<strong>de</strong>, el rigor <strong>de</strong>l aire les empujó hacia los aposentos. Atravesaron varios,<br />

antes <strong>de</strong> alcanzar el <strong>de</strong> Alanís. Anchas cámaras cuadradas, <strong>de</strong> muros jalbegados. Sus<br />

puertas abrían a patios que mojaba la penumbra <strong>de</strong> los frutales. El lujo interior formaba<br />

contraste con la sencillez monda que por <strong>de</strong> fuera exhibían las pare<strong>de</strong>s. Había allí<br />

muebles tallados en ma<strong>de</strong>ras <strong>de</strong>l Iguazú, con vaquetas <strong>de</strong> fina labor indígena. El sándalo<br />

aromático, el peteribí, el Jacaranda, la caoba y el cedro, llegados <strong>de</strong>l Paraguay por los<br />

ríos solemnes, se henchían en bufetes ventrudos, se asentaban en sillas fraileras <strong>de</strong> duro<br />

espaldar, se ahinojaban en arcas y en camoncillos o se alzaban y torcían en armarios<br />

colosales. Numerosas tablas <strong>de</strong> <strong>de</strong>voción <strong>de</strong>jaban flotar, en la sombra turbia como agua<br />

<strong>de</strong> ciénaga, alguna mano <strong>de</strong> eremita, <strong>de</strong>smayadamente azulina, o alguna corona <strong>de</strong><br />

Virgen, tronchada, con sus piedras <strong>de</strong> colores, <strong>de</strong>l manto rígido.<br />

Sobre el último patio, allen<strong>de</strong> la huerta, atisbaba el ventanuco <strong>de</strong> Alanís. Pintoresco<br />

<strong>de</strong>sor<strong>de</strong>n trastornaba la alcoba. Media docena <strong>de</strong> escabeles <strong>de</strong>svencijados gemían bajo el<br />

peso <strong>de</strong> libros que encima había apilado el dueño. Desprendíase <strong>de</strong> ellos pegajoso olor <strong>de</strong><br />

tintas y <strong>de</strong> vitelas.<br />

Una lagartija escapó entre las piernas <strong>de</strong> los recién venidos. Al pasar, echó por tierra<br />

una columna <strong>de</strong> papeles borrajeados.<br />

—Esta alimania —exclamó el mestizo, mirando al soslayo— me brinda a la memoria<br />

la persona <strong>de</strong>l general don Gaspar <strong>de</strong> Gaete, que ansí quisiera traer eternamente un<br />

lagarto cosido en el ferreruelo, como yo ser el Preste Juan <strong>de</strong> las Indias.<br />

—¿Qué disparates son ésos, por vida <strong>de</strong>l Rey? —inquirió asombrado el paje.<br />

—Digo que los caballeros <strong>de</strong> la Or<strong>de</strong>n <strong>de</strong> Santiago llevan una espadilla roja que es el<br />

“rico” o “lagarto”. Y como no ignoráis que va para cuatro y cinco años que el señor<br />

general escribe y envía memorias y probanzas a Su Majestad, porque en pago <strong>de</strong> sus<br />

servicios le conceda un hábito, se me antojó agora esta imagen.<br />

—A mí —repuso Bracamonte— se me antoja ésta: y es que aquesa lagartija que ha<br />

huido disimulándose, tras <strong>de</strong> <strong>de</strong>svolver los manuscriptos <strong>de</strong> Alanís, parece a ciertas<br />

gentes curiosas que se dan maña para trastornar lo que no les atañe y que toman las<br />

calzas <strong>de</strong> Villadiego, cuando son sorprendidas con el hocico en ajenos negocios.<br />

Iban a proseguir querellándose, mas Alanís les ofreció sobre las palmas un libro<br />

abierto. Pedro <strong>Martín</strong>ez <strong>de</strong>letreó: Aquí comienza el primero libro <strong>de</strong>l esforzado et virtuoso<br />

Caballero Amadís, hijo <strong>de</strong>l rey Perlón <strong>de</strong> Gaula y <strong>de</strong> la reina Elisena...<br />

Quedaron embobados. <strong>Galaz</strong> cogió con reverencia el volumen añoso y lo puso sobre<br />

su cabeza, como si fuera una cédula <strong>de</strong>l Señor Felipe IV.<br />

El mestizo balbuceó: —¿De dón<strong>de</strong> diablos habéis habido...? —No le <strong>de</strong>jaron<br />

4 Manuel Mujica Láinez<br />

<strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>

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