Seis ensayos en busca de nuestra expresión, Pedro Henríquez Ureña
Seis ensayos en busca de nuestra expresión, Pedro Henríquez Ureña Seis ensayos en busca de nuestra expresión, Pedro Henríquez Ureña
www.cielonaranja.com Pero las fuentes no son el río. El río es nuestra vida: aprendamos a contemplar su corriente, apartándonos en hora oportuna ¡sin renunciar a ellos! del Iliso y del Tíber, del Arno y del Sena. No hay por qué apresurarnos a definir nuestro espíritu encerrándolo dentro de fórmulas estrechas y recetas de nacionalismo; 10 bástenos la confianza de que existimos, a pesar de los maldicientes, y la fe de que llegaremos a fundar y a representar la libertad del espíritu. Y en la historia literaria, tengamos ojos —insisto— para las imágenes que surgieron, nuevas para toda mirada humana, de nuestros campos salvajes y nuestras ciudades anárquicas: desde la "sombra terrible de Facundo" hasta Ismaelillo; aun la visión de paz y esplendor que situábamos en Versalles o en Venecia fue el íntimo ensueño con que acallábamos el disgusto del desorden ambiente. La expresión genuina a que aspiramos no nos la dará ninguna fórmula, ni siquiera la del "asunto americano": el único camino que a ella nos llevará es el que siguieron nuestros pocos escritores fuertes, el camino de perfección, el empeño de dejar atrás la literatura de aficionados vanidosos, la perezosa facilidad, la ignorante improvisación, y alcanzar claridad y firmeza, hasta que el espíritu se revele en nuestras creaciones acrisolado, puro. En Valoraciones, La Plata, tomos 2-3, números 6-7, pp. 246-253 y 27-32, agostoseptiembre de 1925. Sólo la primera parte fue recogida en los Seis ensayos en busca de nuestra expresión, Buenos Aires, Babel [1928] y la segunda se recoge aquí por la primera vez en libro. [Nota de Rafael Gutiérrez Girardot] , & ' 3 / ' / / / / 1 ; ( < & K /0 3 ! #F / + )6 / / % 1 1 / / C / C C 5/ // (
www.cielonaranja.com LA RENOVACIÓN DEL TEATRO. HACIA EL NUEVO TEATRO Soy espectador atento, a quien desde la adolescencia interesaron hondamente las cosas del teatro, y me ha tocado en suerte conocer desde sus orígenes la compleja evolución en que vivimos todavía. Cuando principié a concurrir a espectáculos, el realismo era ley: realista el drama, realista el arte del actor, realista el escenario. Vivía Ibsen: imperaba. A la espiral mística de sus dramas de ocaso ascendían muy pocos (Maeterlinck fue de ellos); la norma del mundo occidental la daban Casa de muñeca, Espectros, El pato salvaje, Hedda Gabler. Hasta Francia, esquiva al parecer, aprendía de él la lección de una psicología apretada, donde la frase iba paso a paso penetrando y estrechando como tornillo de precisión. El actor se enorgullecía de hablar “como en la vida”; perdía la costumbre, y desgraciadamente hasta la aptitud, de decir versos. En el escenario se aspiraba a la “copia exacta de la realidad”. De pronto, las señales cambian. El año de 1903, en Nueva York, me tocó asistir —y escojo este punto de partida como arrancaría de cualquier otro— a la primera representación de Cándida, donde se demostraba que Bernard Shaw llegaría a las multitudes; su diálogo de ideas estaba destinado a ellas, porque la discusión encendida es espectáculo que apasiona. El apóstol de la “quintaesencia del ibsenismo” trabajaba, incauto, contra su maestro. A su ejemplo, los hombres de letras en Inglaterra perdían su tradicional pavor al teatro: Barrie, el primero, se entregó libremente a las delicias de la extravagancia. En Irlanda, al hurgar la tierra nativa, brotaron de ella los héroes y las hadas. En Rusia, recogiendo el hilo de Ostrovski. su drama de acción dispersa, Chekhov y Gorki inventaban de nuevo —después de Eurípides— la tragedia inmóvil. En Alemania, el realismo se ahogaba con su propio exceso en el naturalismo brutal, o se disolvía en delirios poéticos. Francia, tardía, y tras ella Italia, se sumaron al fin a la corriente tumultuosa en que navegamos, a merced del ímpetu, sin saber dónde haremos escala. Y vemos cambiar las condiciones materiales del espectáculo: escena, decoraciones, iluminación, trajes. Nacían —y renacían— los teatros al aire libre. La tragedia griega, el drama religioso de la Edad Media, Shakespeare, reaparecían en sus escenarios de origen. Surgieron los tablados pequeños, con salas reducidas, los teatros de cámara. En Alemania, en Rusia, en Francia, en Inglaterra. Hubo ensayos de reforma de la decoración; año tras año se hablaba de nuevos experimentos. Los teorizantes — especialmente Adolph Appia y Gordon Craig— mantenían vivo el problema. Por fin el ballet ruso hizo irrupción en París, y, como en el Apocalipsis, he aquí que todas las cosas son renovadas. No que el realismo haya muerto, ni menos la rutina; bien lo sabemos todos. Los escenarios de la renovación constituyen minorías egregias. Pero ellas bastan para el buen espectador, ese que no quiere ir noche por noche al espectáculo, sino con tiempo para el buen sabor de cada cosa. Cuando después de visitar países de idioma extraño, o de residir en ellos, vuelvo a mis tierras, las de lengua española, busco siempre las novedades del teatro, y hallo
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único camino que a ella nos llevará es el que siguieron nuestros pocos escritores<br />
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vanidosos, la perezosa facilidad, la ignorante improvisación, y alcanzar claridad y<br />
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En Valoraciones, La Plata, tomos 2-3, números 6-7, pp. 246-253 y 27-32, agostoseptiembre<br />
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